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EL CAMINO DE LUTHER

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n gordo adolescente, de ascendencia mexicana, que aún no alcanza la mayoría de edad, tiene un sólo propósito en la vida: ponerse una máscara de perro, entrar furtivamente a una escuela de Wyoming y matar a diecisiete niños a tiros para, acto seguido, volarse la tapa de los sesos. Luther Morán, que así es como se llama el prospecto a asesino, planea todo a detalle: ahorra para comprar las armas que utilizará en la masacre, encarga a un compañero de la escuela, propietario de una tienda de disfraces, una máscara de perro -ya que, curiosamente, no quiere traumatizar a los niños a los que acribillará–, e incluso escoge una chamarra deportiva, regalo de su padre, como vestimenta para su inmolación.

Sin embargo, el día que perpetua su crimen, se arrepiente. Ha matado a más personas de las que quería –ya que también se cargó a algunos maestros y a una empleada de limpieza en el intento–, por lo que decide no cobrar la última vida: la suya. Desesperado, decide huir. Lo que él no sabe, ni jamas hubiera podido anticipar, es que, el mismo día de su acción, cinco bombas atómicas estallarían en Estados Unidos.

Así es el estrambótico inicio de Animal Verdadero (Ediciones B, 2017) la más reciente novela del escritor Rafael Villegas (Nayarit, 1981), un viaje de la mano de Luther Morán, un psicópata cuyo crimen parece haber iniciado una era de caos en Norteamérica. Morán no es castigado por su crimen; muy por el contrario, luego de los estallidos atómicos se enrolará en el ejército para combatir a los chinos –los aparentes atacantes–, en el frente de Hawaii. Así, con los años se convierte en héroe de guerra, padre de familia, y finalmente en un repatriado que regresará a casa. Sin embargo, al buscar sosiego, el atónito Morán se encontrará de manera frontal con su pasado.

Animal verdadero es una novela insólita dentro de la literatura mexicana, tanto por su tema como por el escenario que escoge el autor: la América profunda, redneck y adicta lo mismo a la Biblia que a las armas. Luther Morán, a pesar de tener origen mexicano, se nos presenta como un completo extraño, no sólo para la cultura que le dio origen –y de la cual el mejor referente es su propio padre–, sino porque aparece totalmente dislocado de la humanidad. Villegas utiliza con eficacia al narrador en primera persona para replicar la visión alienada de Moran, e integrará su relato de manera fragmentaria para que el lector –acompañante y cómplice del protagonista–, reconstruya su sangrienta travesía.

En el discurso de Morán no hay palabras sobrantes, ni descripciones pormenorizadas, ni flujos de conciencia, sino que se consigna todo con la frialdad de una cámara portátil. Dicha economía de recursos narrativos actúa a favor de la historia, pues lo más perturbador de la misma es lo que se sugiere, lo que respira detrás de las palabras. Ejemplo claro de lo anterior es la corona, artilugio de tortura que usan los chinos con los prisioneros y de la cual sólo conocemos sus horrendas consecuencias. En su viaje , Morán se encontrará con los sobrevivientes del Armageddon nuclear: travestis, veteranos, falsos profetas y fanáticos que intentarán reconstruir algo parecido a una cultura, una en la que, curiosamente, Morán tiene un papel central.

Villegas, quien había publicado anteriormente la novela corta Juan Peregrino no salva al mundo (Paraíso perdido, 2002) y el ensayo Monstruos de laboratorio. La ciencia imaginada por el cine mexicano (Instituto mexiquense de cultura, 2015), se revela en Animal verdadero como un escritor potente y preciso, capaz de entregar una historia alejada de cualquier tópico de moda que al mismo tiempo seduce y perturba. Luther Morán es ese sociópata, uno que no mata por furia ni por pasión, sino por simple hastío, por poner un poco de pimienta a una vida insípida. Luther Morán es ese monstruo en el que cualquiera podría transmutar con un empujón. Quizá, sólo haría falta una máscara de perro.

Rafael Villegas promete convertirse en una voz referencial dentro de la narrativa mexicana. Habrá que seguirle la pista con la misma obsesión que muestran sus personajes.

Rafael Villegas, Animal verdadero. Ediciones B. 2017.

 

EL PALACIO DE LOS HOMBRES DESNUDOS

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I

legué a los Baños Imperial a las dos de la tarde. Luego de pagar los cien pesos del acceso a los baños de vapor comunales  ─y que me cobró una guapa veinteañera, la única mujer que vi durante mi estancia en el lugar─, subí las escaleras. Un hombre moreno y de sonrisa fácil, muy parecido a un alushe, saltó de atrás del mostrador y me abrió una puerta.

─Deje ahí sus cosas, jefe ─me enseño el interior. Era un privado pequeño, con un espejo, un gancho para ropa y una banca para descansar─. El turco está al fondo. ¿Qué? ¿Va a querer un masajito?

─¿Así nomás la dejo? ─dije señalándole mi mochila─. ¿No hay lockers?

─No hacen falta. La puerta se queda cerrada ─dijo mientras me mostraba un racimo de llaves─, yo se la abro cuando haga falta.

Aún desconfiado, me desnudé, quedando cubierto solo con un pedazo de sábana amarrado en la cintura y unas sandalias rotas. Cuando entré al privado, me encontré con una docena de hombres desnudos. Algunos se duchaban en regaderas sin puerta; otros eran atendidos por masajistas igual de desvestidos que ellos, y unos más apenas si se distinguían entre el vapor de los saunas comunales. Creo que mi cara de sorpresa fue evidente, pues todos se me quedaron mirando cuando llegué.

─¿Masaje, joven? ─me preguntó uno de ellos, un alto bigotón quien en mejores tiempos debió ser practicante de lucha libre. Me enseñó sus manos como quien enseña sus instrumentos de trabajo─, lo dejo como nuevo.
─Ahorita, deje primero le sudo un rato ─contesté.

Me metí al baño turco que, a diferencia del baño de vapor, actúa en seco. Mientras observaba a un cuarentón admirándose sus propios músculos, no pude sino pensar que todo el lugar era un escenario más que puesto para una película porno ─solo faltaba alguna güera tetuda cruzando la puerta con sus orificios dispuestos─. La diferencia radicaba en que los presentes no éramos veinteañeros atléticos, sino rucos panzones que hace tiempo dejamos la oportunidad de participar en cualquier casting para película XXX.

 

II
Curiosamente, en las sociedades machistas la conducta del hombre está tan o más codificada que la de las mujeres. El varón siempre debe aparentar fortaleza, suficiencia económica y disposición sexual: en todo momento debe estar presto a enfrentarse verbal o físicamente con un similar, debe ser capaz de jugarse el patrimonio entero en un negocio o en una pelea de gallos, está obligado a mostrar entereza a la hora de la desgracia ─sin importar lo grande que esta sea─, y siempre tiene que estar listo para las lides amorosas.

Si un hombre demuestra ser débil, insolvente, frágil, o si no muestra disposición a conquistar a cualquier mujer que se tope en el camino, será calificado de coyón, jotito, marica; los demás miembros de esa comunidad le invitarán a ocupar al último nivel del escalafón machista, ese que está apenas por encima del homosexual declarado.

Por lo mismo, en este tipo de sociedades son necesarios los espacios privados en los que el varón pueda manifestar conductas que en otros contextos serían inaceptables. En el caso del México urbano de hace dos generaciones, la cantina, para los encueramientos emocionales, y los baños públicos, para los literales, cumplían esa función de refugio masculino.

 

III
Luego de sudar un rato en el baño turco, y después de ponerme debajo de una ducha helada, busqué al bigotón de las manotas.

─¿Qué onda, patrón? ¿Sí? Póngase boca abajo.

Le obedecí. El hombre me cubrió los ojos y tomó mi cuello. De dos movimientos, me tronó las cervicales como si hubiera sido yo pollo en vías de ser cocinado en pipián. De otro más, hizo que crujieran las junturas de mis costillas con el esternón.

─¿Trae jabón? ─me dijo,
─Sí, pero está en mis cosas. Voy por él ─dije mientras me incorporaba.
─Espérese, podemos pedir que lo traigan…
─No hay bronca, voy.

Esa fue una de las ocasiones en que maldije mi hiperactividad. Ni bien había avanzado un par de pasos cuando el jabón del piso, combinado con el mal estado de mis sandalias, me hizo volar por el aire y aterrizar de espaldas sobre el piso. Luego de sentirme suspendido en el aire por unos segundos, mi rubicunda humanidad y mi cráneo rebotaron en el mármol haciendo que, por un momento, se me arremolinara un arcoíris dentro de los ojos. En esos instantes solo escuché los gritos de los presentes.

─Joven, joven, ¿Está usted bien?
─No mames, ya se dio en la madre…
─ No se mueva, no se mueva.
─ Espérese, voy por alcohol para echarle en la nuca.

En un momento, me vi rodeado por diez hombres desnudos quienes intentaban volverme en mí. Yo mientras, sin querer abrir los ojos, me sentí la rubia tetuda. Afortunadamente, y antes de que a cualquiera de ellos se le ocurriera escenificar una escena hardcore, dos de ellos me ayudaron a ponerme en pie. Mareado aún, llegué a mi privado, seguido por el alushe, quien regresó con una botella de alcohol.

—Ora acuéstese, jefe ─me ordenó. El hombre derramó generosamente el alcohol sobre mi nuca y espalda─. Aguante. Ahorita no lo siente, pero en la noche no se la va a acabar del dolor. Cuando llegue a su casa se toma un caballito de vinagre: sabe de la chingada, pero así no se le forman coágulos en la cabeza.
─Claro, claro ─le respondí imaginándome paralizado por una embolia. No me tomaría un caballito… Me tomaría la botella entera, por muy gacho que supiera.

 

IV
En las cantinas, gracias a la excusa que proporcionaba la borrachera, el hombre tenía permitido dar rienda suelta a sus sentimientos: ahogarse en llanto, gritar de dolor, añorar entre sollozos al amor perdido ─siempre ingrato─, o a la madre fallecida o lejana ─siempre inmaculada─, o al amigo que ya no está. El triunfador y el fracasado, el enamorado y el solitario, el matón y el pacífico, encontraban todos la redención etílica recargados en la barra, hombro con hombro, aferrándose al trago y en una de esas hasta cantando a coro acompañados por algún trío o mariachi.

El baño público, por otro lado, le permitía al hombre mostrar su desnudez con otros semejantes sin ser denostado. Acostumbrados como estamos al agua corriente y a la ducha diaria, nos cuesta trabajo imaginarnos el tiempo en que todos los habitantes de una casa o vecindad tenían que utilizar un solo baño, las regaderas eran un lujo y las personas tenían que bañarse y rasurarse semanalmente en algún establecimiento especializado. Ahí radicaba la utilidad de los baños públicos, pues el hombre que llevaba encima el cochambre de seis días de trabajo podía sudar la mugre y tallarse a conciencia, o bien, hacer que otro le acomodara la osamenta para dejarlo listo para la diversión sabatina. Del baño público, las personas se iban al salón de baile, a la reunión familiar, al cabaret o, en el más aburrido de los casos, a misa.

Sin embargo, estos lugares, además de higiene, le proporcionaban al hombre un espacio de intimidad en donde podía sentirse libre de las ropas. Podía convivir con otros iguales que, como él, trajeran el pájaro colgando; ahí también se permitía el lujo de ser estrujado ─¿acariciado?─, por otro varón sin que se le juzgara; incluso, podía comparar el tamaño y potencia de su propia virilidad sin incomodar al prójimo.

Por ello, no era nada raro que los baños públicos fungieran también como puntos de ligue homosexual. Hombres que en otros lugares eran perfectamente bugas, dejaban libre su bisexualidad entre los mosaicos del vapor. Al parecer, hay un pacto secreto entre los asistentes a los baños públicos muy similar a los visitantes de Las Vegas: lo que aquí pasa, aquí se queda. Nadie habla y todos contentos. Finalmente, aquí mismo se lavan y se sudan las culpas que aquí se cometan.

 

V
Una vez que me restablecí, busqué al bigotón de las manotas.

─Ora sí, acabemos lo que empezamos ─le dije.

El sonrió, invitándome a ponerme en la posición en la que estaba. De inmediato volvió a tronarme el cuello ─”es que el madrazo estuvo cabrón, patrón”─, y comenzó a amasarme los músculos de la espalda. Sentí otro par de manos que me apretaban los muslos. Eran tactos duros, propios de quien acostumbra atender a boxeadores y atletas, nada que ver con los masajes de los spa de Polanco.

─Si lo lastimamos nos avisa, patrón ─me dijo uno de ellos. Comprendí de inmediato que era una propuesta envenenada: como en todos los entornos masculinos, era un reto, un “a ver cuánto aguantas, cabrón”, que me permitiría validar mi pertenencia dentro de esa cofradía. Las manos fueron apretando más fuerte; luego, los codos maceraron los nudos de mis muslos. Mientras, el otro masajista hacía tronar las falanges de mis pies. Era doloroso, pero un dolor que se vuelve reto, que da gusto encarar; esas cuatro manos, más que trabajar mis músculos, me los estaban arrancando para vestirme con unos nuevos: los pulgares los sentía llegar al fémur, los codos, el omóplato. Perdí la noción del tiempo hasta que el bigotón de las manotas me palmeó el hombro.

─Servido, patrón ¿Qué tal?

Sin poder hablar, le hice saber mi opinión juntando los dedos pulgar e índice de mi mano derecha.

─Ahí lo veo afuera para que me pague ─concluyó.

Efectivamente, como dijo el alushe, el dolor vino en la noche: apenas puedo escribir esta crónica, sin embargo, más que el dolor, me tortura el regusto del vinagre que acabo de ingerir. Mi vieja gastritis regresó cubierta de gloria entre guirnaldas de flores, pero es preferible soportarla un rato a abrirle la posibilidad a un coágulo arribando a mi cerebro. No sé si el consejo del alushe haya sido sincero, o si en este momento el muy cabrón se esté revolcando de la risa mientras piensa en mis gestos.

De cualquier manera, voy por otro vaso.

UN BATICUENTO EN ACAPULCO: LA MUJER MURCIÉLAGO

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alifica como churro, pero es de los que valen la pena ser vistos. En primer lugar, porque su protagonista, Maura Monti, llena la pantalla; y, en segundo, porque en cuanto raro, resulta entretenido: se trata de una adaptación de la serie de televisión de Batman al cine mexicano de luchadores; pero en vez de un protagonista masculino, la versión femenina de Bruno Díaz. No es un amasijo bizarro de símbolos, sentidos y chatarra cualquiera, sino uno con cierta gracia.

Batman, la serie de televisión estadounidense, se realizó de 1966 a 1968, en tanto que La Mujer Murciélago, dirigida por René Cardona, fue estrenada en 1968. Si bien el referente es obvio y determinante, en su tropicalización no reconoce el menor parentesco o influencia en el personaje original, con una capucha o máscara prácticamente idéntica en forma y color. Nótese, por cierto, la corrección política de la época: la defensa del idioma castellano, por lo que el idóneo Batwoman es sustituido por un muy forzado y horrible Mujer Murciélago.

La tropicalización es literal: lejos de Ciudad Gótica y de tintes urbanos y oscuros, el escenario es Acapulco, aunque no el de turismo chilango en la playa y clavados en la quebrada, sino uno de élite, de atmósfera cosmopolita, el de clubes privados y bulevares lejanos de la costera o la zona hotelera.

El pueblo, o algo parecido a la gente pobre ordinaria, como cuando Tin Tan personificó a un lanchero, no aparece. El vendedor de lotería es un falso ciego, que en realidad es un espía a la orden del malo de la película. Todo en la película es aséptico a cualquier estereotipo de lo costeño mexicano e inclusive de todo rasgo o señas de lo mexicano que no sea la lucha libre.

Acapulco está todavía de moda: es el lugar de la modernidad mexicana, en el que las estrellas de Hollywood fincan sus casas. Es también un buen pretexto para ver a una batichica en todo su esplendor. Su outfit: bikini, botas, guantes, capa y, lo que le da identidad a su personalidad, una capucha o máscara de murciélago, todo en color azul eléctrico satinado. Pero, a diferencia del original, ella no cuenta con adminículos tecnológicos de vanguardia y exclusivos, sino con las habilidades que resultan del entrenamiento deportivo y la práctica en el manejo de armas, además de su inteligencia y determinación para hacer el bien.

El rol luchístico del personaje es la manera en que René Cardona tropicalizó el baticuento. Establece así un puente entre dos narrativas o mitologías: el del universo anglosajón de superhéroes que se enfrentan contra delincuentes poderosos y el de la lucha libre mexicana con sus enmascarados que combaten a entidades diabólicas.

En lo que se refiere al cine de luchadores, se trata de un producto excepcional: no hay una sola lucha en la arena ni hay antagonista (alguna ruda). En realidad, Maura no sabe luchar, por lo que en las escenas en que entrena alguien más interpreta al personaje con un traje tipo mameluco, por el que se evidencia una figura que no corresponde a la suya.

La historia es la de un capítulo ordinario de historieta. Cinco luchadores acapulqueños han sido raptados y asesinados en pocos días. El Servicio Secreto —porque en Acapulco no hay policía judicial o de investigación, sino agencia del Servicio Secreto—, conjuntamente con el Bureau Internacional de Inteligencia (BII), halla relación de estos crímenes con los sucedidos otras partes del mundo, pues en todos los casos les ha sido extraído el líquido de la glándula pineal.

El inspector, jefe de esta corporación policiaca, parece hallar en esta tragedia una gran alegría, con motivo de que el agente especial enviado por el BII decide pasarle su chamba a La Mujer Murciélago, para que sea ella quien detenga al asesino. Tras su llegada en paracaídas, la enmascarada realiza diligentemente la pesquisa: pronto descubre que el autor de los crímenes es un científico extranjero que reside en un barco.

En lo que tal vez es el papel más lamentable de Roberto Cañedo, como el Doctor Eric Williams, vemos al científico loco y malvado en la escena más chafa de todas: una pecera, con un pez naranja y un muñeco de acción tipo Kent, es puesta a burbujear con el líquido pineal para crear así la Hombre-Pez. Ha sido éste, el motivo de los asesinatos.

La película está repleta de los estereotipos y lugares comunes del género: la carcajada siniestra, el ayudante físicamente disminuido de nombre Igor, un laboratorio con foquitos, botones y palancas, un monstruo de hule y, por supuesto, la estructura narrativa que prescinde de la coherencia y lógica del argumento.

A favor de la producción, puede decirse que el sonido está muy bien logrado, la grabación y regrabación es magnífica en los diálogos y la edición de todo el audio, así como su musicalización, a cargo de una orquesta de jazz con una guitarra que le da tintes de lo que ahora se conoce como rock surf.

Maura Monti, originaria de Milán, Italia, y proveniente de Venezuela, tuvo una carrera breve, de 1965 a 1971 y tiene poca fama. Formó parte del elenco en varias películas de luchadores entre esos años y en algunas de las protagonizadas por Mauricio Garcés, al lado de los íconos del bikini como Amedeé Chabott y Elizabeth Campbell o de las divas Lorena Velázquez y Elsa Aguirre. Al verla como La Mujer Murciélago, me quedo con la idea de que merecía mejores papeles y películas.

Voluntaria o involuntariamente, el producto de Cardona resulta muy favorable en cuanto al progreso de la representación de los roles de género y la equidad: La Mujer Murciélago se desenvuelve exitosamente entre varones, derrota a unos y protege a otros. No es madre ni esposa. No tiene un Batman delante de ella ni atrás, como tampoco está bajo su sombra.

Es mucho más que atractivo visual: no sólo es guapa, rica, inteligente, valiente e independiente; también está comprometida con su sociedad y se involucra en la solución de sus problemas, como el de la inseguridad. Toda una supermujer. ¡Es 1968! La liberación femenina, también en México.

Título original: La mujer murciélago
Año: 1968
Duración: 80 min.
País: México.
Director: René Cardona.
Productora: Cinematográfica Calderón S.A.
Guion: Alfredo Salazar.
Música: Antonio Díaz Conde.
Fotografía: Agustín Jiménez, Genaro Hurtado.
Reparto: Maura Monti, Roberto Cañedo, Héctor Godoy, David Silva, Crox Alvarado, Armando Silvestre.

BUENOS MUCHACHOS

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l 30 de mayo de 2017, un taxista de San Miguel de Allende, Guanajuato, recibió un paquete para entregarlo en un hotel de la localidad. Le ofrecieron 500 pesos. Mientras conducía, el hombre se dio cuenta de que una camioneta blanca lo seguía, le dio miedo y llamó a la policía. Así se detuvo a un tal Ramón Alberto Guerra Valencia, quien llevaba consigo algunas cartas de una mujer franco-estadounidense secuestrada días antes. Dentro del paquete que nunca llegó a su destino, se hallaba un dedo de la víctima. Más tarde se descubrió que el presunto secuestrador era el chileno Raúl Escobar Poblete, alias Comandante Emilio. No pasó mucho tiempo para que las autoridades mexicanas lo señalaran como presunto responsable de una serie de secuestros de alto impacto, entre ellos el del panista Diego Fernández de Cevallos, quien permaneció siete meses dentro de una cisterna.

Miembro del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), guerrilla urbana que se dio a la tarea de acabar con la dictadura de Pinochet mediante acciones de toda índole, desde el sabotaje hasta el secuestro y el asesinato, Raúl Escobar Poblete es señalado como el ejecutor del senador y principal ideólogo del pinochetismo, Jaime Guzmán Errázuriz, el 1 de abril de 1991, y de haber sacado de la Cárcel de Alta Seguridad de Santiago a varios miembros de FPMR, el 30 de diciembre de 1996, mediante un recurso probado alguna vez en México: con un helicóptero.

¿A qué viene, en esta reseña, un resumen de nota roja? La nueva novela de Luis Sepúlveda (Chile, 1949), El fin de la historia, me recordó la vida de Escobar Poblete: ¿en qué momento la lucha revolucionaria se convierte en carrera delictiva o mercenaria? Ignoro si existen cifras sobre el número de jóvenes latinoamericanos que se marcharon a Rusia, Alemania Oriental o Cuba a recibir entrenamiento militar en instituciones como la Academia Rodión Malinovsky, para luego ser exportados como guerrilleros a diferentes países de la región y frenar el avance del capitalismo, tal y como se cuenta en El final de la historia, la nueva novela de Luis Sepúlveda (Chile, 1949): dos chilenos vuelven a su patria después de permanecer en Rusia -a pesar de la caída del Muro de Berlín y de quedarse sin brújula ideológica-. Ahí es cuando aparece Juan Belmonte, protagonista de Nombre de torero (Tusquets, 1994), ex guerrillero que luchó en Bolivia y Nicaragua, y que de vez en cuando se encarga de resolver casos al margen de la ley. Como Luis Sepúlveda, su creador, Belmonte también formó parte de la guardia personal de Salvador Allende, y gracias a la suerte vivió para contarla, a diferencia de otros tantos que tras ser sometidos a indecibles torturas, desaparecieron para siempre. En su apacible retiro en Puerto Carmen, al sur de la isla de Chiloé, Belmonte vive con su esposa Verónica y su fiel escudero Pedro de Valdivia, el Petiso, cuando recibe una visita inesperada y luego una llamada que lo hace ir a Santiago de Chile, ciudad que no visita desde hace veinte años.

Muy a su pesar, el ex guerrillero se encuentra de nuevo con Kramer, versión suiza y maléfica de Charles Xavier, quien le encarga un “trabajito”: localizar al par de chilenos con quienes apenas cruzó saludos durante su estancia en la academia Malinovsky. Como es previsible, Belmonte se niega a participar, pero Kramer le hace una oferta que no puede rechazar: si no acepta, la policía chilena le echará el guante para que responda por algunos procesos pendientes. Sin más salidas, Belmonte inicia la búsqueda, echando mano de todos los recursos a su alcance, que no son pocos, en los bajos fondos de Santiago de Chile.

Conforme la historia se desarrolla, las sospechas de Belmonte van aclarándose así como su corazonada de que la búsqueda de los chilenos, unos buenos muchachos a la manera de Scorsese, persigue otros fines. En El fin de la historia se demuestra que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones.

Aunque me hubiera gustado un tratamiento distinto para el cierre de El fin de la historia, —título que desde luego hace alusión al polémico libro de Francis Fukuyama— la novela engarza muy bien hechos verdaderos con la ficción: Lenin, Putin, se narran episodios como la cumbre de Yalta, el añejo e incumplido sueño de los cosacos por tener una patria, su participación en la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, se habla de Miguel Krassnoff —un austriaco-chileno de origen cosaco—, preso para siempre por sus actos de tortura y asesinato en la tristemente célebre Villa Grimaldi, durante la dictadura de Pinochet.

Como dice el lugar común, El fin de la historia se lee de una sentada, es un libro divertido como deben serlo las novelas que mezclan cierta dosis de policiaco con espías, sin atosigar al lector con viajes al extranjero ni cenas inútiles que duran cinco cuartillas, y creo que ofrece un camino poco explorado en la literatura policiaca y noir, al menos en México: como resulta difícil hacer verosímil a un policía o detective mexicano, ¿no va siendo hora de que guerrilleros retirados ocupen ese lugar, a la manera de Belmonte?

Luis Sepúlveda, El fin de la historia. Tusquets. 2017.

 

EL OCASO DEL ARTEGIO

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na vez les pregunté a “El Molo”, a “El Mingo” y a “El Celestino”: ¿Qué se siente matar? Entre los tres llevaban casi treinta homicidios, si no es que más. Los asesinos pertenecían a un equipo de ladrones que operaba en el aeropuerto capitalino, también le pegaban a negocios chonchos, con la cabeza repleta de adrenalina y coca, la mano caliente empuñando el arma. Dos de mis compas y yo los encontramos en un puesto de barbacoa afuera del Mercado Del Arenal, se estaban curando la cruda igual que nosotros, tres mocosos que, bajo la filosofía del barrio, admirábamos a aquellos que se jugaban el pellejo en cada atraco, porque robar, en este país es visto como un oficio admirable para millones de pendejos.

Corría el segundo lustro de los noventa, el sensacionalismo de películas como Blood in Blood in out, American me -Santana- o Boulevar nigths permeaban nuestro nicho cultural de barriada, quizá por la identificación con la violencia, la no difícil sino casi imposible oportunidad de hacerse alguien respetable fuera de estos contextos marginales y la constante de que el pobre es el que la paga; el “naces pobre mueres pobre” era el reto a vencer, y dadas nuestras limitaciones no sólo monetarias, sino en todo sentido, hacerse un matarife y un asaltante chingón eran las medallas que uno podía colgarse para sentirse orgulloso. Fue un tiempo de pandillas y chiquinarcos de poca monta, donde para emprender el negocio uno iba a “Casa blanca” o a “La Fortaleza”, allá en el “barrio bravo” de Tepistlán, se armaba de unos gramos de fifí, de moish o unas tiras de maroles y, abracadabra ábretesésamo, el negocio estaba en marcha.

Nuestros modelos a seguir eran como esos tres desalmados a los que pregunté qué se sentía matar. El primero es el que nunca vas a olvidar, su mirada antes de morir, sus suplicas de puto… ése es el te va a perseguir siempre dijo “El Mingo”. Yo todavía sueño a mi primer muertito, seguido lo sueño completó “El Molo”. Ya luego del segundo o el tercero uno se acostumbra y lo hace como cualquier otra cosa, porque entiende uno que es como hacer cualquier otra mamada dijo “El Celestino” con un negro de vicio y de perdido en los ojos. Recuerdo que era domingo, todavía no daban las doce y aquellos tres ya habían pasado la barrera de la resaca y se emborrachaban de nuez al ritmo del galope del sol. No olvidaré que ese día, aunque ya los conocía de vista y de oídas, entablé amistad con “El Mago” y con “Cachito”.

Allí va ese puto soltó de repente “El Molo”, se siente bien vergas el culero. Los ojos tizne de “El Celestino” fueron hasta la esquina del mercado, donde iba cruzando “El Mago”, a su lado iba “Cachito”, entonces chifló un salesomevoy y aquellos dos voltearon, Vengan culeros, vengan, no sean maricas les gritó. Aquellos dos desviaron su curso y se acercaron al puesto; yo y mis amigos, extasiados, creímos que se armaría la choncha, pero para nuestra desilusión, los invitaron a chingarse unos tacos.

Aprovechando, “Cachito” se despachó con la cuchara grande, pidió como cinco flautas, “El Mago” sólo pidió consomé; doña Meche destapó la olla y una columna de vapor con olor a Knorr Suiza mezclada con garbanzos y arroz nos acarició los rostros. Les tenemos un buen tiro, cabrones, se trata de ir a robar el blindado que llega a la Bimbo expuso “El Molo”. Eso está aquí a unas calles, carnal, nos caerían en cortinas contestó “El Mago”. Iríamos disfrazados, tenemos máscaras con la cara del Salinas, la ratota mayor; es un tiro seguro, uno de los custodios es amigo de “El Aguasaguas”, él nos pasó la tranza, sólo quiere un cinco por ciento, un quince si él maneja… te digo que es seguro.

Cómo sería el pedo preguntó “Cachito” mientras resbalaba un taco con cerveza. Los esperamos en la contraesquina del depósito y en cuanto baje el primero ¡pum!, mientras otro encañona al chofer; el compa de “El Aguasaguas” se encarga del custodio que va en la caja, junto a él; pasamos los valores a la mionca y zaz, juímonos a Acapulco explicó “El Celestino”. Nel, compa, me late el tiro de robarle a la Bimbo, pero yo no mato dijo “El Mago”. No seas puto y dame un beso expresó “El Mingo”, estirando la trompa y cerrando los ojos. No pudieron convencerlos. Ora pues, cada quien a lo suyo, mi maguito, nomás no se chivateen o los coscorroneasmos a plomazos sentenció. Qué pasión, carnal, ya te la sábanas que yo sigo el código viejo zanjó “El Mago”. “El Celestino” pagó la cuenta incluyendo lo de todos y cinco chelas más, Pa’ que se alivianen, chamacos, y nada de rajar o lo mismo va pa’ ustedes.

Les invito otras dijo “El Mago”, pero aquí nel, mejor armamos una caguas en mi cantón. Entre la curada que se volvió peda, entre chelas y líneas, él y “Cachito” nos instruyeron en el código de los ladrones finos, esos que se extinguieron hace rato.

El código y la enseñanza se los transmitió “El Vampiro” y mi prima “La Melones”, alumnos directos de “El Elotes” y “El Carrizos”, ladrones de oficio, de tradición y reglas; la primera era: Cero chivatazos; la segunda: Ni una gota de sangre; la tercera: Nunca una violación, ni siquiera un toqueteo; la cuarta era la Robin Hood, como “El Elotes” (antes de que “El Chango” lo ultimara) la había nombrado: No robar pobres ni clasemedieros; la quinta: Jamás un muerto; este pentateuco normativo componía el código moral de los viejos ladrones, porque hay que resaltar que hasta finales de los años setenta, aquel que cometía un atraco con armas, haciendo uso de la violencia, era visto como un vulgar asaltante.

Hablaron con admiración de los ya mencionados “El Elotes” y “El Carrizos”, y de “El Cuatro vientos”, de “El Huracán”, de “El Dos de bastos”, de “El Mano negra” y de “El Manos de seda”. Yo me rifé tres años aprendiendo a robar carteras afuera del Cine Cosmos y del Ópera, también iba al metro Hidalgo en las horas pico, pero no crean que no me tocaron unos madrazos o corretizas de aquellas… hasta que un día lo dominé, ya nadie sabía que lo estaba basculeando narró “El Mago”. Tu prima “La Melones”, “Chiquitrán”, me enseñó a desabrochar guachos dijo “Cachito”. Y braguetas completó “El Mago”. Todos se rieron menos yo. Ya hablando en serio, gracias a eso pude zafarle sus relojes en el saludo de paz de la misa a los aleluyos concluyó “Cachito”. ¡Disculpate! le instó “El Mago”, el cual era irónica y profundamente religioso. Cuando pienso en su adiestramiento, no puedo evitar pensar en el Patio de Monipodio, en Sevilla, en La corte de los milagros, en París, y un aire medieval y salvaje con miasmas de podredumbre, superstición y acérrima ignorancia se agita picándome la nariz y la curiosidad.

Fue una clase “bien de aquellas”, rifada, concisa; entre tragos y líneas, mis compas y yo aprendimos los distintos tipos y gajes del artegio, “El Mago” se definió como carterista y cirujano (corta a navaja mochilas y bolsas) aunque había empezado como golero (vende cobre por oro), fardero (se entuza productos en centros comerciales) y paquero (realiza estafas, por ejemplo, se asegura que la víctima vea un rollo de billetes tirado, el paquero lo levanta y le propone darle el fajo a cambio de lo que el incauto traiga encima, cuando la víctima, aguijonada por su propia avaricia, en soledad desenvuelve el rollo, sólo hay un primer billete auténtico y lo demás es papel recortado a la medida). “Cachito” era un buen cristalero (revienta o corta vidrios), chorlero (no hay candado o chapa que se le resista) y espadero (abren portezuelas con una tira de lámina o un desarmador). Ambos hacían un gran equipo junto a “El Cuervo” y “El Negro”, quienes se especializaron como zorreros (entran a robar casas cuando no hay nadie), corniseros (se escabullen por las azoteas en las noches), boqueteros (perforan muros o cajas de seguridad). Dijeron que no aceptaban chineros (aplican la llave china) ni nahuales (roban a sus conocidos sin que se sospeche de ellos), ya que éstos últimos violaban el código.

Los tiempos cambiaban con vertiginoso vuelo, llegó la piedra a instalarse como producto básico de la canasta de drogas socorridas, y con ella, los asaltos violentos aumentaron. Las pandillas fueron barridas por la ola de brutalidad que trajo consigo el reclutamiento de güeyes sin temor, con nada que perder y “mucho que ganar”, que realizaron los cárteles de entonces; muchos le emigraron a Sinaloa, a Tijuas, a Mataulipas y otras zonas fronterizas, porque allá el pedo estaba de a dólares y no de a peso. Quién diría que a comparación de éstos, aquellos parecían años de paz.

Sobreviven todavía algunos piñeros (timadores que aplican el “Dónde quedó la bolita, dónde quedó”, que hacen espectáculos con víboras o títeres y entretienen a la muchedumbre mientras sus cómplices escogen a quien despojarán de su cartera o monedero), pero de esto no queda casi nada, la ratería se ha institucionalizado, y el robo ha pasado a manos de asaltantes que utilizan el miedo, ya sea un atracador de transporte público que a la hora del asalto, ¡bang-bang!, truena dos plomazos al techo de la unidad o negocio y ¡No se guarden nada o se los carga la verga!, o los políticos, que lo propagan a través de sus vasallos, las grandes cadenas noticiosas, mientras ellos acaudalan y esconden en paraísos artificiales y por medio del lavado de dinero lo que otros producen con el sudor de su frente y su exprimida vida. La extorsión, el robo con violencia, las violaciones, el amague, el secuestro y el asesinato, son hoy el pan de cada día, remojado en descaro; amén de la matazón que realiza el narco-gobierno (matones pagando a matones), mientras nuestra clase política (que para ser clase desclasa, estratificando al pueblo) se postula a la siguiente votación de esta “democracia” electoral, sube la portación del gramaje pero prohíbe el autocultivo y el consumo recreativo, porque si no, no hay negocio ni a quien criminalizar para pintar su desfachatada fachada.

Se extrañan hoy los viejos picaros, los tahúres y truhanes que hicieron del robo y la estafa un oficio en el que no cabía la sangre, la extorsión, la tortura y peores vilezas, ladrones de código como “Cachito”, que acabó acribillado por robar la casa de un banquero, se dieron cuenta por las cámaras de vigilancia y “El Cuervo”, poniéndole un cuatro cuando él tenía que haber fungido de dieciocho, acabó delatando su paradero a cambio de una chamba con la judas, o como “El Mago”, que sigue refundido en cana después de quince años por haber estafado a un siniestro senador. Por lo menos, parafraseando a “El Carrizos” que a su vez parafraseó uno de los Proverbios bíblicos: ellos duermen el sueño de los justos, porque no robaron a quien no lo merecía, y ladrón que roba a ladrón, ahí queda en dos un signo de interrogación.

De los tres asesinos con los que compartimos chelas y barbacoa mis compitas y su servidor en un antaño ya polvoriento, el destino los acomodó a donde pertenecían. A “El Molo” le rociaron más de treinta descargas, días antes había ultimado a bocajarro a un turista que descendió de un vuelo de Air Canada en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México; la policía judicial ya tenía su paradero y según ellos, respondieron al fuego que éste abrió contra los oficiales cuando iba llegando del mercado junto a su cónyuge; los vecinos dicen que él no disparó, que no iba armado, que le sembraron el arma que quedó a unos centímetros del cuerpo sin vida de su última esposa, yo fui uno de los metiches que fue testigo de cuando ya entrambos cuerpos habían formado un sólo charco de sangre; dos años después, su sobrino y ahijado Andrés Zamora alias “El Toto”, que pasó a ser el nuevo jefe de la banda, cayó y está purgando más de ciento cincuenta y cinco años de condena, de los cuales lleva diecisiete.

            En el Periférico, a la altura de la Calle 4 en la Colonia Toltecas, detalló el asaltante, interceptaron a los Valek Baylón y después de que se negaran a  entregar sus pertenencias, “El John” accionó en varias ocasiones su pistola   para darles muerte.

            Los cómplices también detenidos, identificados como Alberto Paredes o Marcos Navarro, alias “El Chino”, y Jesús Segura, “El Nariz”, explicaron que durante los últimos tres años integraron el grupo dedicado al robo con violencia de aquellas personas que efectuaban trámites en sucursales bancarias o casas de cambio de la terminal aérea.

            Los agentes judiciales que realizaron la investigación conocieron el punto de reunión de los sujetos y lograron su captura en las calles aledañas al Centro Médico La Raza, donde planeaban otro ilícito al momento de ser detenidos.

https://noticias.vlex.com.mx  Metro 28 de Noviembre de 1999

En el 2005, “El Toto” volvió a matar dentro del reclusorio, cuando ya ejercía como jefe de una red de extorsionadores que operaban, vía telefónica, en más de siete estados del país.

A “El Celestino” lo ejecutó la banda formada entre San Juan y la Panamericana por darles baje con dos cargamentos de fayuca, se les adelantó en el bisne y con las ganancias andaba padroteando en el barrio, con lancha nueva y, asegún él, un par de titas de caché; ya le habían advertido que irían por él, pero dijo que no había fijón, que a él se la pelaban porque traía pacto con la Santísima calaca; no se la esperó cuando llegaron a reventarle el casco, escupiendo balas desde sus escuadras, las viejas de “El Inri” y “El Chalado”; dejaron vivas a las sexoservidoras que lo acompañaban, las cuales relataron los hechos.

A “El Mingo”, el famoso “enfierrador de las vías”, lo apañaron luego de haber dado muerte con su filete favorito a dos de sus cuñadas, trae una condena a la que le cuelgan todavía poco más de cuatro décadas.

Hace mucho que el artegio entró en su última fase de extinción, hoy parece estar condenado a engrosar las leyendas orales de los mitos suburbanos. Muchos de mis amigos del barrio pasaron a engrosar las filas de los pendejos que se la quisieron llevar por la ganancia fácil, haciendo caso omiso del código de los viejos ladrones, algunos devorados por la adicción al crack, otros (con ínfulas de fama) por el gusto a la adrenalina y la fanfarronería, éstos, primero comenzaron a ser pagados por el director de la Vocacional 12 para hacer labores de porros y compartir con él y algunos cuicos (que les permitían realizar las tareas extramuros) la ganancia de lo que era despojado a los estudiantes, luego empezaron a asaltar microbuses y camiones y así fueron escalando hasta ser narcomenudistas, asaltabancos o temerarios asesinos a sueldo, muchos ya no respiran o están enjaulados, a otro pequeño porcentaje, la vida nos llevó por un camino no más fácil pero sí distinto. “El naces pobre mueres pobre” sigue siendo el reto a vencer para los nadie, los marginados, los que tuvimos que aprender en carne propia que la justicia no sólo es ciega, sino sorda, muda y paralítica. Como sea, habrá que hacer caso de la frase: “El crimen no paga”, a menos que seas político o estrellita en Televisa.