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EL LOCO DEL PUEBLO

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igura imprescindible de cualquier pueblo, colonia o cuadra, es el loco. En primer lugar, hay que diferenciarlo de otro tipo de personajes como el teporocho, quien no es un marginal, sino un excluido. El loco, en contraste, está perfectamente integrado a su grupo social, aunque baila en los límites de ésta.

Se podría afirmar incluso que es un tipo de mojonera humana, ya que marca la frontera ente lo aceptado y la otredad. Al loco nunca lo verás durmiendo en la esquina, pues cuenta con una casa y una familia a la cual adscribirse. Generalmente es un disminuido mental –o, como se les llama ahora, “personas con capacidades diferentes”–, que depende de algún pariente para su manutención: una madre anciana, un hermano mayor, un tío caritativo.

Si te lo encuentras en la calle, lo confundirás con una persona común y corriente, ya que siempre estará perfectamente acicalado y por lo general es pacífico. Sin embargo, cuando habla, te darás cuenta que en él habita el caos. Sus palabras, en apariencia inconexas y e ilógicas, tienen el mismo efecto que el test de Rorschach o los hexagramas del I- Ching: te ayudan a encontrar respuestas a preguntas que no has formulado.

Algunos grandes filósofos de la raza humana fueron en su momento los raros del pueblo, aquellos que hablaban solos y tenían hábitos imperturbables y fue sólo hasta que se dio a conocer la vastedad de su pensamiento en que cambiaron de jerarquía.

El loco es una figura recurrente en la tradición oral mexicana. Ahí está, por ejemplo, el filosofo de Güemes, que proclama obviedades empanizadas de sabiduría, o el Alcalde de Lagos de Moreno, quien encontraba soluciones absurdas a problemas simples -recordemos, por ejemplo, que manda subir a un burro para que se coma un brote de hierba que ha brotado del campanario de la iglesia-.

También está el mismísimo Juan Loco, arquetipo de la mixteca poblana que tenía como hobbies hervir a su propia abuela y esquilmarle dinero a los que se creían más listos que él. A esta casta de orates célebres se le puede unir el magnífico Olegaroy de Monterrey.

Una noche de abril de 1949 la señorita Antonia Crespo es cruelmente acuchillada en su propia cama por un desconocido. Olegaroy, un sesentón que vive con su madre y que padece de insomnio crónico, decide que la solución a su padecimiento es robar el colchón que sirvió de matadero a la chica. Esta simple acción desencadena una serie de eventos a cual más absurdo que convierten al loco regiomontano en una luminaria de la filosofía y la ciencia y más aún, en un mártir del saber.

David Toscana (Monterrey, 1961) se reinventa en esta inusual y divertida novela en donde sigue los pasos de su extravagante personaje. Olegaroy, en sus largas noches, es asediado por ideas y frases que a la postre se convertirán en perlas de sabiduría que develarán grandes misterios del género humano.

Su anciana madre, por otro lado, encuentra un excelente medio de vida el robar los canapés de los velorios que se llevan a cabo en la ciudad. Como buen sabio, Olegaroy pronto se hace de una corte de discípulos: su amigo el matemático, quien busca sin éxito resolver los enigmas de su antecesor Fermat; Salomé, la prostituta de buen corazón y mejor trasero a la que le parece buena idea casarse con el sabio; el sacerdote de la grey nocturna, quien ve cuestionada su fe ante las preguntas de Olegaroy y la madre, eterna fan de su hijo, quien con el sudor de su frente y sus visitas a los velatorios impide que su sapiente vástago se preocupe por trabajar.

Toscana divide la historia de Olegaroy en siete libros, en los cuales va desglosando la historia del ilustre sabio, su ascenso al parnaso del saber y su posterior y triste fin.

A partir de una tercera persona cómplice, el lector se vuelve también un seguidor del pensador regiomontano, y aunque se percata de las peroratas y sinrazones de su doctrina, no deja de maravillarse con la capacidad del maestro de quebrar las certezas más sólidas aplicando algún lugar común o frase hecha en el momento adecuado.

En ese sentido, la novela de Toscana va mostrando las consecuencias que, a manera de la mariposa que con sus alas causa huracanes, tienen para el mundo las palabras de Olegaroy.

El final, trágico como el de los grandes sabios de la humanidad, no deja de tener su carga irónica, pues la señorita Antonia Crespo puede ver consumada su venganza, no contra su asesino, sino contra aquel que se atrevió a robarle su sangriento colchón.

David Toscana se ha convertido en uno de los grandes autores mexicanos, vivos, y su última novela sólo confirma la calidad de su prosa.

Imperdible su lectura.

 

David Toscana, Olegaroy, Alfaguara, 2018.

MAURICIO GARCÉS, EL CELEBRADO MISÓGINO

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o que pudo haber sido una ocasión para calibrar el legado del célebre actor mexicano, Mauricio Garcés (1926-1989), en el primer libro publicado luego de su muerte, a casi treinta años de su desaparición, devino en una pifia editorial titulada Mauricio Garcés: la historia de un seductor. Las traigo muertas (Diana, 2017).

Este libro, y no exagero, es uno de esos volúmenes que deben rehuirse como de la malaria: mal escrito, sin cuidado editorial, sin siquiera un orden cronológico en la secuencia de las anécdotas. Una célula cancerígena en el medio editorial mexicano, publicado por el Grupo Planeta, que suele ser cuidadoso con lo que pone al alcance de los lectores.

Se olvidará pronto y este será mi consuelo por haber recorrido con impagable estoicismo las casi trescientas páginas que Víctor Grayeb, autodenominado “primo del actor” —en una nota de prensa publicada en la web puede leerse que Dorys Feres desmintió el vínculo familiar—, desbarranca con el triste relato de borracheras y, como se les llamaba entonces, “seducciones” del actor, lo que debe entenderse como sexo casual con mujeres atractivas, siempre con alguna tomadura de pelo de por medio.

Y lo anterior sin el carisma necesario para hacer que la lectura de un volumen semejante, lejos de ser un fardo, derive en una celebración. Me aparté de las lecturas literarias para asomarme a este libro como resultado de una curiosidad por repensar el personaje de Garcés, de cara a la ideología de género y a la nueva actitud de las mujeres con respecto al hombre “seductor”. A partir de la impresión de que Garcés ejerció un personaje que sería políticamente incorrecto en la actualidad, dediqué horas a este volumen que sólo me confirmó su falta de inventiva, que sólo pudo ejercer en la época en que lo hizo.

Es una picaresca del erotismo que ya perdió su vigencia. Vestigio de la idea de la mujer como objeto de uso corriente. La sociedad mexicana, por suerte, ya es menos ingenua y un personaje semejante en la actualidad se hallaría fuera de los escenarios.

Grayeb utiliza la estrategia de “conocí a un personaje genial y te voy a contar su historia porque se lo prometí en vida”, para hacer un recuento mal sazonado de su amistad. Destaca —en medio de un libro en el que sólo destaca la inimitable medianía— cómo Garcés sostuvo relación con varios presidentes de la República (Díaz Ordaz y Alemán, al menos) y obtuvo prebendas para su beneficio. También cómo ejercía su influencia para distribuir la asignación de puestos directivos en las asociaciones de actores.

Contadas al modo de un relato rufianesco, en el que Grayeb supone que nos hará reír su recuento de “simpatías”, el relato sobre Garcés se lee como el de un actor que pudo haber tomado la actuación con seriedad, pero eligió la vía fácil de los compadrazgos y la permanente celebración del hedonismo más animal. Toda su felicidad era retozar con desconocidas y ejercer alguna travesura que él (y sus amigos) imaginaban dignas de celebrar.

Este arquetipo de mexicano que ejerció Garcés, coquetón y pansexual, maestro del erotismo y perpetuo adolescente en plena época reproductiva, muere según avanzan los días. Grayeb arriesgó una celebración del actor, pero en cada página no hace sino afianzarlo como un personaje monotemático al que sólo le importaba la “seducción”, como si todos los hombres a su alrededor fuesen incapaz de lograr ese mérito (¿?). Garcés es un ícono que se mantiene como el antiejemplo a seguir, producto de la vida mediática que Televisa hizo brotar en los años de la cúspide de su gloria. Por su parte, el acervo fotográfico del volumen es más famélico que las anécdotas y pueden hallarse más imágenes de Garcés en una búsqueda de Google. El recuento, vuelvo, es desfavorable en todo sentido.

El medio del espectáculo es proclive a estos ejercicios celebratorios de sus estrellas, que funcionan como un mecanismo para evitar su olvido. El escaso cuidado para lograr el retrato del festejado, logra que la intención celebratoria termine por condenar al personaje. Es un mérito a la inversa que sólo pueden lograr quienes lo ignoran todo de la escritura y, ávidos de reconocimiento, se lanzan a redactar sin ayuda de un profesional.

¿En verdad tiene algún interés si Garcés logró “encamar” a una mujer en un tiempo récord? La actitud denigratoria de la mujer por parte del actor, insostenible en la actualidad, halla un estandarte reivindicatorio en estas tristes páginas de Grayeb —más tristes que páginas—, que no hacen sino recordar el necesario cambio de paradigma en el binomio hombre/mujer. Y esto no porque la mujer no pueda entregarse a quien así lo considere, sino porque este modelo de seductor culmina en actitudes de acoso para la mujer.

Para terminar el ejercicio y más por ocio que por convencimiento, vi algunas películas de Garcés. Su humor alburero parece más soso que nunca y apenas es tolerable su participación en la ruina de nuestra industria cinematográfica, con películas de cabaret, enredos de sábana y noches en la cantina. Grayeb intenta salvar a Garcés y refiere que hizo contribuciones fundamentales a nuestro cine. Esta y otras no son sino otra de sus afirmaciones al aire, puestas en blanco y negro por amistad, y que presupone que Grayeb no ha visto estas películas o desea pasar de largo que resultan intolerables cuando el personaje deja de ser simpático.

La preceptiva marca que debe mantenerse la indulgencia cuando alguien te acerca un manuscrito y en sus páginas hay fallas. Pero en un producto editorial, de venta masiva al público, a un precio de libro que vale la pena, sólo puede ser un acto irresponsable. Mauricio Garcés: la historia de un seductor. Las traigo muertas encarna con creces este caso. Es la triste ocasión de un libro para hojear y tirar a la basura o para obsequiar a una persona a la que sólo podrías desearle alguna maldad.

Victor Grayeb. Mauricio Garcés: la historia de un seductor. Las traigo muertas. México: Diana, 2017.

EL SILENCIO Y LA PALABRA

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En algún punto impreciso de la década de 1930, Esther Born, fotógrafa y estudiante de arquitectura de la Universidad de California, viajó a México junto con su esposo Ernest para documentar el surgimiento de la arquitectura moderna en un país que comenzaba a reconstruirse después de una larga y sangrienta revolución. Nacida en Palo Alto, California, en 1902, Esther Born demostró una gran visión y sensibilidad al entrevistarse con un selecto grupo de arquitectos mexicanos, quienes, desde sus muy particulares trincheras, trazaron el desarrollo de una arquitectura que en el proyecto de Ciudad Universitaria alcanzaría su máximo esplendor.

El resultado de este viaje sui géneris se convirtió en The new mexican architecture[1], libro editado en 1937, con proyectos de Carlos Obregón Santacilia, Juan O’Gorman, José Villagrán García y Enrique de la Mora, entre otros, y una monografía sobre pintura y escultura contemporánea, escrito por el historiador mexicano Justino Fernández.

En las páginas de esta rareza bibliográfica se incluyó dos proyectos de un joven arquitecto tapatío: el Parque Revolución, en Guadalajara, Jalisco, y la Casa para dos familias, frente al Parque México, en la colonia Condesa de la Ciudad de México. Luis Barragán Morfín, ingeniero de profesión, es retratado de esta manera por Esther Born: “A delightful note of caprice and fun in contrast to the simple architecture has been contributed by the architect’s clever use of colour throughout the buildings. Luis Barragan, of all the youngest group, has been most succesful in his imaginative use of color in modern architecture. His naturally sensitive aesthetic perceptions has never found satisfaction in restriction to the palette populary associated with the international style.”

El proyecto al que se refiere la cita anterior, el jardín de recreo infantil del Parque Revolución, obra de 1929 y destruida años más tarde, pertenece a la faceta racionalista o de estilo internacional que durante algún tiempo practicó Barragán, sobre todo para hacerse de dinero, pero llama la atención que Esther Born destaque el uso del color en su primera obra urbana, lo que contradice la idea generalizada de que fue hacia la última faceta de su trabajo, la de mayor madurez, cuando Barragán pintó sus muros.

Es probable que el registro en blanco y negro de estas primeras obras se hiciera en blanco y negro debido a que Kodak no desarrolló sino hasta 1935 el sistema Kodachrome que permitía capturar imágenes a color.

La publicación de The new mexican architecture marca lo que se convertirá en una constante en la vida y obra de Luis Barragán: el reconocimiento lo obtiene en otro sitio menos en México, sobre todo en Estados Unidos, primero con la publicación del libro de Born, que lo señala como una joven promesa, y posteriormente con la primera exposición sobre su obra, celebrada en el Museo Metropolitano de Nueva York, del 4 de junio al 7 de septiembre de 1976, hecho que muy probablemente animó a las autoridades mexicanas a entregarle ese mismo año el Premio Nacional de Ciencias y Artes.

Quizá su predilección por el silencio (que tan bien supo expresar en sus obras más famosas) explique en parte el bajo perfil que mantuvo en comparación con muchos de sus colegas que incluso aparecían en las crónicas de sociales del México moderno, aunque eso no le impidió publicar sus trabajos en muchas revistas de Estados Unidos y de México, como afirma Louise Noelle en su libro Luis Barragán: búsqueda y creatividad. Fernando González Gortázar, en su libro La arquitectura Mexicana del siglo XX, dice en su ensayo titulado “Indagando las raíces”: “No es claro el alcance de la intervención de Barragán en el diseño de sus extraordinarios espacios abiertos [se refiere al proyecto de Ciudad Universitaria]: publicaciones de la época lo mencionan, con evidente mala fe, como “ingeniero” a cargo de la jardinería”[2].

Aunque González Gortázar no le pone nombre y apellidos a su dardo cargado de veneno, tiene razón sobre el hecho de que el nombre de Barragán aparece prácticamente al final en el listado oficial de los constructores de C.U., en el apartado de “Proyectos técnicos”, entre las obras de Electrificación y de Iluminación, junto con el también ingeniero Alfonso Cuevas Alemán.

Queda claro que don Luis no era del agrado de muchos de los miembros del mainstream arquitectónico. Es un secreto a voces que sus obras se juzgaban de “escenográficas”, y que cómo era posible volverse tan famoso “por tres o cuatro muros pintados de colorcitos”.

También es probable que la ignorancia jugara en contra del arquitecto. ¿De qué otra manera podría entenderse la ominosa indiferencia mostrada por los medios oficiales cuando Barragán obtuvo, en 1980, el Premio Pritzker, el Nobel de la arquitectura? A excepción de los periódicos El Universal —en cuya primera plana apareció el ganador, sentado en una silla de ruedas—, y El Excélsior, que publicó una breve nota en la última página de su sección de cultura, a nadie más pareció importarle el reconocimiento. Por eso, Octavio Paz, en la revista Vuelta de junio de 1980, denunció el hecho así:

“Durante la última semana las páginas y las secciones culturales de nuestros diarios y revistas rebosaron, por decirlo así, con las efervescentes declaraciones de los participantes en un encuentro de escritores más notable por sus ausencias que por sus presencias. Sin embargo, esos mismos días, en las páginas interiores de esos mismos diarios se anunció al público mexicano, de una manera casi vergonzante, salvo en un caso o dos, que a un compatriota nuestro, el arquitecto Luis Barragán, se le había otorgado el Premio Pritzker de arquitectura. Este premio es una consagración mundial pues es el equivalente del premio Nobel. Luis Barragán es el primer mexicano que obtiene una distinción internacional de esta importancia.

“¿Cómo explicar la reserva, rayana en la indiferencia, con que han recibido esta noticia los mundos y mundillos culturales de México, para no hablar del increíble silencio del Instituto Nacional de Bellas Artes? Esta actitud se debe, probablemente, a la influencia de la ideología y la política. Barragán es un artista silencioso y solitario, que ha vivido lejos de los bandos ideológicos y de la superstición del “arte comprometido”. Lección moral y estética sobre la que deberían reflexionar los artistas y los escritores: las obras quedan, las declaraciones se desvanecen, son humo. Las ideologías van y vienen pero los poemas, los templos, las sonatas y las novelas permanecen. Reducir el arte a la actualidad ideológica y política es condenarlo a la vida precaria de las moscas y los moscardones.”

El nombre de Luis Barragán apareció de nuevo en Vuelta en febrero de 1989, a raíz de su muerte (22 de noviembre de 1988), en los artículos de William Curtis (“La obra de Luis Barragán”) y de Xavier Guzmán Urbiola (“Barragán, el otro”), publicados en el número 147.

En 1990, diez años después de su reclamo por la falta de reflectores sobre la obra de un hombre que combinó modernidad y tradición, Octavio Paz recibió el premio Nobel de Literatura.

Caprichos del destino: el hombre que “contra el silencio y el bullicio inventó la palabra”, se hermanó con aquel en cuyos “jardines y casas, siempre procuró que privara el plácido murmullo del silencio.”

 

[1] El texto original puede consultarse en este enlace: http://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=mdp.39015010983446;view=1up;seq=89

[2] La arquitectura mexicana del siglo XX, Fernando González Gortázar (compilador), CONACULTA, 1994, página 171.

GUERRILLERO Y DETECTIVE

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scribir y publicar novela policiaca está de moda. La figura del detective abrumado por una vida personal caótica y de un código moral incuestionable, heredero de clásicos como Sam Spade o Philip Marlowe, se apersona lo mismo en los nevados bosques de Noruega que en las voluptuosas playas de Cuba, pasando, por supuesto, por las marisquerías sinaloenses o los tugurios madrileños.

Este amor renovado por lo policiaco en algunos sectores del público lector es comprensible, pues en una época en la que los mitos han quedado hechos ruinas, en la época de la ambigüedad moral y las posverdades, el policiaco es uno de los pocos géneros narrativos en donde puede encontrarse la vieja batalla del bien contra el mal.

El investigador, no necesariamente policía, no necesariamente íntegro, se confronta al caos del crimen, la injusticia y la corrupción, aunque no siempre sale bien librado de la batalla.

Por supuesto que el policiaco esta moda, en parte porque se ha convertido en un gran negocio. El género ha atraído a escritores no habituales bajo la falsa creencia de que escribir policiaco es bien fácil. ¿Por qué no? Sólo hace falta un detective algo decadente, pero simpático, un misterio que incluya a un villano detestable y mucha acción y trancazos para tener entretenido al respetable. ¿No es así?

La respuesta es NO, como bien lo constata Sergio Ramírez (Mastepe, Nicaragua, 1942) con su novela Ya nadie llora por mí (Alfaguara, 2017).

Ramirez es un prolífico autor con más de veinte libros de narrativa en su haber –entre los que se incluyen libros de relatos, novelas e incluso compendios de recetas de cocina–. Además de dedicarse a las letras, Ramirez ha tenido una intensa vida política en su país, pues fue opositor al gobierno de Anastasio Somoza, simpatizante de la revolución Sandinista de Daniel Ortega –con quien incluso llegó a la vicepresidencia de su país–, y luego crítico del gobierno emanado del sandinismo. Toda su vida como luchador social se vuelca en su obra.

En Ya nadie llora por mí, su detective de cabecera, de nombre Dolores Morales, un ex combatiente lisiado de la revolución, es requerido por uno de los nuevos ricos del régimen para encontrar a su hijastra, quien se presume, ha sido secuestrada.

La trama se desarrolla bien, los personajes están bien construidos; los villanos de turno se prestan para hacer una lectura de la lucha de clases –el millonario Miguel Soto, el tenebroso “Tongolele” como esbirro del régimen–, e incluso hay un cierto guiño hacia lo fantástico, ya que la presencia permanente de Lord Dixon, un antiguo asociado de Dolores Morales que fue asesinado en un caso, coloca a la trama como un asunto que compete tanto a vivos como a muertos. Dixon, voz que les habla a todos los cercanos a Morales como si fuera una conciencia, es el contrapunto humorístico de la historia.

Sin embargo, la gran falla de Ya nadie llora por mí es la manera tan simplona en la que Ramírez como autor resuelve algunos conflictos internos de la trama. Propone soluciones demasiado fáciles para ciertos enigmas que merecían un planteamiento más elaborado, como por ejemplo, que una sesentona sea tan ducha como para hackear una cuenta de Facebook en menos de diez minutos –que hace soltar una carcajada a cualquiera que sepa un poco de seguridad informática–, o que “curiosamente”, uno de los socios de Dolores Morales sea amante de una de las mujeres cercanas al villano, y que “curiosamente”, se encuentre en la casa del mismo para obtener datos primordiales de la trama.

La acumulación de estos pequeños detalles acaba por derrumbar el pacto de verosimilitud entre el lector y el narrador.

Sin embargo, Ya nadie llora por mí también posee detalles entrañables.

Quizá su fortaleza más grande es que, a partir de las convenciones del relato policiaco sabe retratar las contradicciones de la Nicaragua sandinista, de la revolución que inició proletaria y se convirtió en burguesa y corrupta, y del encumbramiento de esos vivales que nunca faltan en cualquier cambio social: esos que esperan la oportunidad para saltar al prestigio y la riqueza, así tengan que caminar sobre cadáveres.

Otro punto a destacar es su noción de justicia como una construcción colectiva que recuerda las novelas de Paco Ignacio Taibo II: Dolores Morales no actúa solo, sino que requiere de la ayuda de sus amigos peluqueros, su inefable asistente Doña Sofía, su enamorada Fanny, y muchos otros que se le van cruzando en el camino.

Sólo así, en un esfuerzo comunitario, es posible resarcir un poco el daño a los ofendidos y perseguidos; es posible exhibir a los corruptos y malvados, aunque luego se pague un precio muy alto por el atrevimiento.

Sergio Ramírez, Ya nadie llora por mí, Alfaguara, 2018.

 

 

 

CIUDAD LAGO

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Cada temporada de lluvias, en la ciudad de México, los chilangos peleamos a brazo partido en contra de Nuestro Señor Tlalóc. Aparentemente, el dentudo dios está necio en que el altiplano central, en donde se encuentra la zona metropolitana, vuelva a ser la hermosa zona lacustre en la que extendió sus dominios.

Todos los años nos topamos estas lluvias cuasibíblicas que tratan de inundar nuestra capital. Las calles se llenan de agua, las avenidas se transmutan en torrentes que nada tienen que envidiarle al Papaloapan, las alcantarillas, hastiadas de tanta mierda, se rebelan y nos la regresan. En serio, es un milagro que no nos hayamos (todavía) despertado una mañana navegando en una laguna color cerote.

La relación del la Ciudad de México con el agua siempre ha sido, por lo menos, extraña: esta ciudad se fundó sobre un islote rodeado de lagos; la región estaba llena de ríos que fueron entubados y puestos bajo tierra conforme crecía la urbe. El centro de la ciudad está sembrado de mantos acuíferos que año con año se desecan más… Y al mismo tiempo, gran parte de los habitantes de la ciudad sufre por falta de agua. El líquido que consumen los habitantes de esta ciudad hay que traerlo desde el sistema Cutzamala y otros mantos acuíferos mientras que todas las aguas residuales que genera deben ser extraídas por colosales sistemas de bombeo que la arrojan hacia el Gran Canal.

La Ciudad de México, de todos mis amores, se funda históricamente en 1325, cuando un grupo de okupas norteños, los aztecas, encontraron un águila en un nopal y una serpiente y en ese lugar, según indicaciones de su dios Huitziopochtli, debían de fundar su nuevo asentamiento. El dios, como todos los de su especie, no era nada práctico: de nada sirvió que los sacerdotes le explicaran que no podían fundar una ciudad en un lago, que la región estaba ocupada por otros pueblos, y que los tepanecas, terribles señores de horca y cuchillo, eran los dueños de la región. El Colibrí Zurdo se encaprichó y ahí se quedaron.

Los aztecas, desarrapados, pero muy aguerridos guerreros, tuvieron que subordinarse a los gobernantes de Azcapotzalco, quienes les permitieron quedarse en la región siempre y cuando actuaran como mercenarios para sus ejércitos y habitaran una fea peña que estaba justo en medio del lago de Texcoco, habitada sólo por serpientes y alimañas. Los aztecas muy comedidos comenzaron a construir su casa y a almorzarse con singular alegría a los ófidos con los que compartían la tierra. Además, los recién llegados descubrieron que podían ganar tierra cultivable por medio del sistema de chinampas: se delimitaba un cuadro a las orillas del lago, se clavaban cuatro postes sumergidos en el agua, se hacía una tarima de madera sobre ellos y, sobre el entablado, se cernía tierra cultivable. Este sistema no era invención de los aztecas, pues los acolhuas (genéricamente se le llama así a los pueblos originarios del lugar, independientes de los tepanecas, que habitaban Culhuacan, Xochimilco, Mixcoac, Coyoacan y Cuahunahuac), lo utilizaban desde hace tiempo, pero los recién llegados lo perfeccionaron. La invasión del lago había iniciado.

Luego de la caída del imperio de Azcapotzalco, orquestada por la alianza entre tezcocanos y aztecas –ya llamados mexicas–, se formó la triple alianza, formada por las ciudades de Tenochtitlán- Tlatelolco, Texcoco y Tacuba. Dichos pueblos consolidaron, en menos de cincuenta años, la civilización más poderosa de la América del norte. Tenochtitlán, la capital del imperio, llegó a tener hasta doscientos mil habitantes a la llegada de los españoles, en 1519.

Los gobernantes de las tres ciudades de la triple alianza se encontraron que, conforme crecían sus respectivos dominios, también crecían los problemas relacionados con el agua. Y no era para menos: en la región convivían por lo menos cinco cuerpos acuosos: los lagos de Texcoco, Xochimilco, Zumpango, Xaltocan y Chalco. De estos, al primero, el más grande, lo formaban aguas saladas y a los otros cuatro, dulces. Era por ello que, aunque los lagos estaban naturalmente separados, el choque de las dos diferentes densidades ocasionaba constantes inundaciones. Nezahualcóyotl, el señor de Texcoco, decidió construir un dique que separara las aguas del lago de Texcoco de las de los otros lagos, lo cual disminuyó el problema.

Aún así, antes de la llegada de los españoles hubo legendarias inundaciones en el año 1500, por lo que los mexicas, los habitantes de Tenochtitlán, iniciaran sus propias obras hidráulicas, las cuales ocasionaron, irónicamente, la muerte del tlatoani tenochca Ahuizotl. Dicho gobernante quiso apropiarse de las aguas dulces de un manantial de Coyoacan construyendo un acueducto entre ambas urbes, pero el gobernante de aquella se negó a otorgárselas, por lo que Ahuizotl, lo mando estrangular con una guirnalda de flores. El coyoacanense muere, pero no después de maldecir al tenochca anunciándole que las mismas aguas que se estaba robando iban a ser su perdición. Le atinó. En 1502, el acueducto de marras ocasiona una inundación en Tenochtitlán que cobra numerosas víctimas y ocasiona graves destrozos. Cuando el Tlatoani Ahuizotl inspeccionaba las obras de reparación, una de las vigas de construcción se le fue a estrellar en la imperial cabeza, provocando su muerte al poco tiempo.

Durante la conquista, los españoles aprovecharon los lagos para vencer a los mexicas. Cortés, viendo que Tenochtitlán (a la cual la rodeaban las aguas) se había fortificado, mandó construir trece bergantines (un pequeño barco de batalla), que fueron botados en los lagos del altiplano. Las naves españolas, mejor diseñadas y con armas más poderosas, vencieron con facilidad a las canoas tenochcas. Finalmente, el 23 de agosto de 1521, gracias a sus barquitos y a la viruela, Hernán Cortés y su grupo de finos caballeros pudieron entrar a la capital del imperio. El conquistador dudó en reconstruir Tenochtitlán, pues sabía del problema de las inundaciones en el islote. (Que, por cierto, había empeorado al destruir el sistema de diques durante los ataques con su flota) Finalmente, no pudo soportar la tentación de fundar su nueva ciudad en lo que fue la regia capital del imperio tenochca.

Ni la sociedad ni los problemas con el agua cambiaron mucho durante el virreinato. Siguieron las inundaciones sistemáticas durante todo el siglo XVI y XVII, llevándose a la gente de pueblo y a uno que otro conde despistado. La cuidad continuaba lacustre, y la agricultura de chinampa siguió representando la principal fuente de alimentos para sus habitantes. En 1605, bajo el gobierno del virrey Luis de Velasco, se le encargó al italiano Enrico Martínez el crear un sistema dediques y canales que desviara las aguas del lago de Zumpango hacia el río Tula, lo cual, en teoría, disminuiría notablemente los problemas de la capital. En 1629, con las obras aún incompletas, se suscitó una tremenda crecida en el río Cuautitlán (uno de los que alimentaba el lago de Texcoco), y Martínez tomó la decisión de cegar los diques que había construido para que el agua no los dañara. La ocurrencia del italiano fue catastrófica, pues el río se desbordó hacia la ciudad, ocasionando centenares de muertos y una inundación que llenó el centro de la ciudad de México por años. Enrico Martínez fue culpado de negligencia y encarcelado con rapidez, aunque después fue liberado gracias a sus influencias con la corona española. El contratista Martínez murió al año siguiente, en 1630, aun haber concluido su obra.

Llegó la independencia y la reforma, y los chilangos seguían sufriendo de sobrehidratación (además de malos gobiernos, guerras, revueltas, invasiones gringas e imperios de pacotilla). Durante su larga presidencia, Porfirio Díaz inició un proyecto que consistía en abrir un gran canal hacia el norte de la ciudad. Dicho desagüe, a diferencia del construido por Enrico Martínez, no desfogaba en el río Tula, sino por el rumbo de Tequisquiac (o sea, más al oriente que Huehueteoca, que era donde originalmente iban a llegar las aguas negras chilangas). La obra funcionó y fue inaugurada en 1900. Las inundaciones de la capital disminuyeron notablemente.

Durante la segunda mitad del siglo XX México capital se pobló a lo bruto. De los quinientos mil habitantes que había antes de la revolución, pasamos a ser más de veinte millones de capitalinos hacia 1980. En realidad, lo que acabó con el agua del Anáhuac fue la sobrepoblación, aunque, por supuesto, recibió alguna ayuda. Durante su sexenio (1964-1970) Gustavo Díaz Ordaz ordenó el entubamiento de los ríos que aún existían en la ciudad de México. Al parecer, el trompudo, además de odiar a los estudiantes, también aborrecía los ríos, pues por su voluntad desaparecieron el canal de la viga, (el cual era navegable) el río Churubusco y el de La piedad, entre otros. La antigua Tenochtitlán había desaparecido junto con sus aguas; los ajolotes y garzas se fueron a mejores lares.

Muchos y muy variados sistemas se han diseñado, desde hace siglos, para desecar la cuenca del Anáhuac. En apariencia, han tenido éxito, aunque a últimas fechas los gobernantes han dado la voz de alarma: el sistema de desagüe de la capital está a punto de colapsar y el centro de la ciudad de México se puede volver a inundar de un momento a otro. A pesar de que dichos llamados mueven a la suspicacia debido a las tensiones políticas del país, no debemos ignorar una verdad evidente: Esta ciudad fue lago y quiere volver a serlo.