“Me encantaría un Ángel de la Muerte así. Me voy pero si hecho la chingada con él […] Porque además sería muy aburrido irse al cielo”, decía Casco al mostrar una de sus pinturas donde está recostado en una cama, extendiéndole sus brazos a una hermosa mujer de cabellera negra, desnuda y de alas abiertas, mientras la Santa Muerte está parada a su costado, como una especie de guardián bajo unos tonos rojizos y nítidos que tanto le gustó plasmar.
En otra de sus obras, un autorretrato donde está ahorcado con una soga, la lengua de fuera y los ojos casi en blanco –lo que se convirtió en su última serie llamada Diálogos con la muerte–, Casco decía: “Quiero morir con una sonrisa de perro atropellado, lo que indicaría que la pase bien en la vida […] Ya no quiero… Ya no tengo que lavar la ropita ni la chingada. Ni voy a hacer la gran obra maestra ni un carajo. Se vive el tiempo que se vive y ya”.
Así es como definitivamente el maestro Casco prefería otro tipo de paraíso, uno que se le dejó venir en picada y directito al inframundo. Ahí seguramente se convirtió otra vez en ese chavo banda y bien parecido
“Casco decía que estaba chido picar a alguien”, dijo Virgilio Carrillo, director de la compañía de teatro Tepito arte acá –con más de 30 años de trayectoria–, entre una noble nostalgia y cervezas en el Salón Corona de Madero y Filomeno Mata de la Ciudad de México, lugar que acordé para reunirme con ese viejo amigo de “El pintor de la muerte”, uno de los motes que tuvo Casco.
Y después de frenar nuestras risas y pedir otra ronda de cervezas, le pregunté a Virgilio si Casco llegó a picar con un arma blanca a alguien en las calles. Virgilio lo dudó un poco y sólo me contestó: “Quién sabe, igual y sí lo hizo, le gustaba la agresión”, y recuerda que andaba de desmadroso siendo chavo banda.
Casco tenía su casita en la colonia Peralvillo, aunque su carrera como artista y gran parte de su vida la hizo en Tepito, en la misma zona, al norte de la Ciudad de México, cerca de la Calzada de los Misterios. Sin embargo, ese cuarto de vecindad donde nació, con el tiempo dejó de ser el hogar de la jefa y se convirtió en su área de trabajo predilecta. Ahí pintaba, hacía restauraciones y cabuleaba con sus pocos amigos que tenía como “El Chore” o Lalo “El Herrero”, que fueron sus valedores de siempre de la Peralvillo; o con José Luis y Virgilio, a quienes conoció en Tepito. Aun así parece que su mejor amiga, la de confianza absoluta, siempre fue su soledad. Su temperamento era fuerte, frío, demasiado extraño, prácticamente hablaba con quien quería, con quien en verdad le agradaba. La hipocresía le iba mal.
“Era un completo anarquista. No era nada sociable. Siempre le gustó mucho todo el asunto del anarquismo en la Guerra Civil Española, de ahí creo que le vino mucha parte de su temperamento”, dice Virgilio al preguntarle asuntos sobre su personalidad.
Algunas personas que siguieron la obra de Casco creen que lo corrieron del Jardín del Arte ubicado sobre Sullivan, en la colonia San Rafael, donde se desarrollaba artísticamente. La verdadera historia fue que él desertó de ahí. En ese lugar sólo conoció al muralista Daniel Manrique, con quien en compañía de otros artistas como Felipe Ehrenberg, Gustavo Bernal y el escritor Armando Ramírez –que andaba dando de qué
Casco, aproximadamente a la edad de 10 años, en lo que se conocía como Galerías Populares –una del grupo Cuña Misioneros de Arte, en Santa María la Ribera–, vio obras de José Clemente Orozco y ese momento fue tan poderoso que lo acercó al arte, convirtiéndose en una gran motivación, un impulso total para que comenzara a pintar y que en un futuro se autodefiniera como ese pintor realista y popular, atiborrando de esencias llamativas a su entorno marginal.
“Una vez me contó que lo básico de la pintura lo aprendió en la primaria mientras le enseñaban a hacer nieve, que ahí comenzó a contemplar cómo los colores se iban mezclando para darle el sabor exacto”, dijo Virgilio, recordando esos oficios que solían enseñar en las escuelas públicas hace mucho tiempo.
La Galería José María Velasco, que antes fue una bodega del INBA, comenzó a impulsar el talento que se daba en esas vecindades que se mantienen con vida a sus alrededores, ya sea funcionando de bodegas para la mercancía pirata o pereciendo como moradas que ahora y casi por completo toman la definición de anacronismo.
Casco estudió por temporadas en Bellas Artes y la Academia de San Carlos de la UNAM, no obstante, se mantuvo como un pintor autodidacta, tomando libros de arte, sumergiéndose en ellos y aprendiendo hasta donde él quisiera. Era un especialista en la pintura de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. Conocedor de la física y química, amante de la astronomía y las matemáticas, aun cuando al parecer ni la primaria terminó. También era un melómano por completo –en especial de los Rolling Stones– y de vez en cuando le gustaba encender el televisor; hasta una de las más famosas vedettes de la época, Olga Breeskin, terminó posando
El viejo Champs, un catalán que vivió en Polanco y se dedicaba a pintar y restaurar obras, fue su verdadero maestro, con quien “formalmente” comenzó a aprender alrededor de los 18 años esas dos artes que se convirtieron en sus verdaderas pasiones, con las que peregrinó hasta morir. Gracias a él, Casco llegó a restaurar en su taller obras demasiado emblemáticas mientras utilizaba pantalones de mezclilla como parches y demás utensilios para lograr lo que parecía ser imposible.
Los domingos en La Lagunilla era –me parece, aparte del café chino– el único lugar a donde le gustaba salir ya que ahí lo conocían y se sentía apreciado; de igual forma era el sitio donde le salían chambas de restauración. Solía juntarse con sus cuates a echar unos tragos, específicamente se reunía con José Luis, un tallador que tiene varios puestos de chácharas y antigüedades. Sin embargo, Casco cobraba bastante barato en comparación con otros restauradores.
“Mientras tuviera para comer y beber, todo estaba bien”, dijo Virgilio y después recordó sonriente una de tantas anécdotas en el taller de Casco.
“Un día llegué y estaba un cuadro tirado en el piso, entonces me pidió que lo pisara, que le bajara los humos a esa madre, y resulta que era una obra de Miguel Cabrera. Días después, cuando regresé y me estaba fumando un cigarro me dijo que le tirara ceniza encima al mismo cuadro y después le escupiera. La sorpresa, como por acto de magia, fue que con eso terminó de restaurar esa pintura”.
Parte de sus influencias fueron Francisco de Goya, Rufino Tamayo y José Guadalupe Posada, quien murió a unas cuadras del taller de Casco. Igualmente le gustaba leer a Ernest Hemingway, historietas del Enmascarado de Plata y James Joyce.
“Decía que en una sentada se aventó todo el Ulises, la verdad no le creí. Seguro este Armando Ramírez se lo había contado”, Virgilio recordó otra más de sus historias.
El orgullo de Tepito, La neta del arte acá y Las vivencias barriales de Tepito y anexas, son tres libros de Casco, de los cuales dos parecen ser sobre su persona. Virgilio me comentó que la hija de Julián Ceballos, Paula, tiene cosas que su padre solía escribir sobre el barrio, las cuales eran de una manera completamente vivencial. No obstante, al preguntar en dónde se podían conseguir sus libros parece ser algo imposible.
Sus pinturas se presentaron por distintos sitios del país y el extranjero: Museo de la Ciudad de México, Museo de las Culturas Populares, Centro Cultural de Arte Contemporáneo de Polanco, en el Departamento de la Cultura de Guadalajara, Casino de la Selva de Cuernavaca, el Salón de Otoño de Madrid y en el Instituto Hispano Mexicano de Praga.
Casco no era mucho de vender su arte y tampoco de salir a esos lugares donde se exhibían sus obras. Existen alrededor de cien pinturas que tienen sus amigos, entre ellos Virgilio.
Y durante la última ronda de cervezas, cayendo la noche y cada vez más interesado en la extraña e inquietante historia de Casco, contada por su amigo Virgilio, supe que mi acompañante de tragos en su niñez le cargaba las bolsas del mandado a Doña Paula, la madre de Casco; que en esa época fue donde lo veía andar de aquí para allá vistiendo una chamarra de cuero sin saber que entablaría un enorme cariño hacia uno de los artistas de Tepito que, escuchando fragmentos de su vida por parte de alguien tan allegado como Virgilio, se debería valorar muchísimo más el esfuerzo y dedicación para chingarse en lo que alguna vez fue un sueño y poco a poco comenzó a volverse toda una realidad cruda, masoquista y regocijante.
“Casco, las veces que cotorreábamos en su taller, siempre afirmaba que nosotros estábamos muertos. Cuando había dinero entonces unos pases de coca. Pero lo normal era mucha mota y unos tragos de ron Bacardi blanco con jugo de piña, eso le gustaba”, Virgilio mencionó esto en relación al culto que tenía su amigo por la Santa Muerte.
Con los problemas de salud que le vinieron en sus últimos años, Casco se mantenía hablando cada vez más con la muerte, incluso su cuate José Luis le regaló una Niña Blanca tallada en hueso que traía colgada al cuello. Tiempo después realizó Diálogos con la muerte, esos cuadros que suplicaban el suicidio, ya fuera postrado en una silla eléctrica o apuntándose en la boca con una pistola y así conservar un sentido del humor que quizás era la manera para ocultar el dolor.
Primero tuvo un problema en el brazo con el que pintaba, el hombro se le zafaba y siempre se negó a ser atendido apropiadamente por algún doctor; él mismo se acomodaba su fuente de creación. Se fue agraviando más hasta que ya no pudo pintar, fue algo que lo deprimió demasiado. Después estuvo malo de sus piernas, no podía caminar bien, aun cuando durante mucho tiempo anduvo transitando en su moto. Al final vino la resignación, los dolores eran muy intensos, algo perfecto para ser plasmados.
“Hacía enojar bien cabrón a los doctores, no le gustaba atenderse, mucho menos medicarse, y como que empezó a ver cada vez más de cerca a La Flaca. Se peleaba con el cardiólogo, era bien necio”, dijo Virgilio.
Como la muerte de Casco cada vez se acercaba más y nuestra hora de partida también, Virgilio recordó cómo eran esos días con Casco en Tepito.
“Éramos del barrio, pero no precisamente vagábamos en las esquinas, pulquerías o en la fayuca. El punto de reunión era el taller de Casco, ahí nos juntábamos a echar chela, toques de mota, hablar de arte y de todo lo que nos gustaba y nos unía. Una vez me quiso jugar una broma y no le salió. Me puso una cubeta con arena arriba de la puerta pero falló. Tenía un humor bien chido, único. Luego que ya andábamos bien pachecos se ponía a hablar como si fuera de ultratumba, sí daba miedo. También de vez en cuando nos decía que ya regresaba, iba al mercado, compraba pescado y nos cocinaba”.
Precisamente ese era su territorio, su área hecha una penumbra que le proporcionaba inspiración para plasmar sus emociones en todas sus pinturas, como igualmente lo fueron esos ratos de confianza y desmadre con la banda. Casco únicamente se sintió vivo en su taller y en La Lagunilla.
Julián Ceballos Casco murió el 3 de octubre de 2011.
“Ya valió madres todo”, fueron las últimas palabras que Virgilio escuchó de su amigo un día antes de fallecer en el Hospital General Dr. Gregorio Salas, ubicado en el centro de la ciudad, en la calle del Carmen 42.
Desde su muerte se le han realizado galerías y reconocimientos, como lo fue Trazos, tragos, locuras… se fue la vida, en el Centro Cultural Futurama. De igual forma unos que otros del barrio pueden presumir que tienen un rayón, un tatuaje hecho por Casco, que durante un tiempo y en el desmadre agarraba la tinta china y la aguja para marcar de por vida a quien se dejara.
Su hija Paula sigue viviendo en la vecindad de Granada y tiene un puesto en el tianguis de Tepito. Casco, aunque sólo se juntó –Virgilio no recordó el nombre de su pareja–, parece que no la llevaba bien con ella y por eso anduvo pintando en sus cuadros a una tal Citlalli, algo así como una de sus galanas.
“Una vez me pidió que lo quemara con todas sus pinturas adentro de su taller. Obvio que no lo iba a hacer, ya conocía muy bien esos arranques que le daban”.
Casco parecía ya estar harto de todo; sin embargo, de haberlo complacido Virgilio no podríamos sentir correr la emoción del maestro en nuestros cuerpos, sentir arder nuestros ojos al contemplar esa crudeza que genera algo tan real contrastando entre esa serie de colores vivos que dejó un trazo pensado de forma tan tenebroso. Acá, en esas vivencias que se generan en un barrio tan popular. Acá, en ese caballero clavándole una lanza en el pecho. Acá, en esos niños jugando en cada rincón de las vecindades. Acá, en ese autorretrato donde está crucificado. Acá, en esa mujer fatal de Las noches de Califas. Acá, en esos puestos de carnitas del Paisita. Acá, en esa calaca acechándolo a cada momento. Acá, en esa Virgen de Guadalupe escuchando su última plegaria. Acá, aun cuando soportar la vida duele, duele tanto que lo único que queda es plasmarlo todo hasta sentir la paz. Bien acá. Bien Tepito arte acá.