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ESTO NO ES FICCIÓN

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GUERRERO: GUERRA PERMANENTE EN EL PARAÍSO

”Hemos oído aquí que dicen que son huesos
de gente lo que está aventado el mar.
Eso dicen. Pero también el mar está aventando
zapatos de mujer y de niño, huaraches.
Eso hemos visto, pues”.
Carlos Montemayor, Guerra en el Paraíso

“Por esta brecha se llega al pueblo donde nació Lucio Cabañas”, me dijo el ingeniero Pino, representante de la Unión Nacional de Organizaciones Regionales Campesinas Autónomas (UNORCA), con quien subí a El Paraíso, esa localidad del municipio de Atoyac de Álvarez, en Guerrero, que da vida, junto a otras regiones a Guerra en el Paraíso, una de las novelas más emblemáticas sobre el México contemporáneo, que cuenta la historia de Lucio Cabañas y la guerra sucia que el ejército mexicano emprendió contra los alzados de la década de los 70 en esta zona del Pacífico Sur.

Corría 2008 y yo estaba encargado de la Dirección de Difusión de la Secretaría de la Reforma Agraria federal. Era responsable de dar a conocer los proyectos productivos de jóvenes emprendedores en el sector rural, mujeres en el sector agrario y del Fondo para Apoyo a Proyectos Productivos Agrarios. Lo mismo viajaba a documentar la cría de camarón en Tamiahua, al norte de Veracruz; la cosecha de maíz en Salvatierra, Guanajuato; que proyectos de mofles para tractores en Nueva Italia, confección de vestidos en Cherán o siembra de guayabas en las cañadas de Tierra Caliente, todos en Michoacán, bajo los ojos vigilantes de La Familia Michoacana, hoy Caballeros Templarios.

Los ejidos son la parte más olvidada del campo mexicano. Se ubican en zonas a las que muchas veces no se puede llegar por carretera. No faltó la ocasión que tras videograbar cría de ganado en la punta norte del estado de Puebla, tuve que enviar a mi camarógrafo en balsa por el Río Pantepec al municipio vecino, Francisco Z. Mena, para que llegara antes que yo.

Fue en esos viajes que conocí varias zonas de Guerrero, entre ellas, Chilapa, en la entrada de La Montaña, donde tenía que filmar un proyecto de jitomate por goteo. Hoy, esa zona y otras, han intensificado sus siembras de amapola. En Tierra Colorada, ya del lado de Acapulco, conocí a mujeres entusiastas tratando de sacar adelante proyectos de siembra de maracuyá, una fruta brasileña. Del otro lado, en la Costa Grande, conocí parte de las sierras de Ayoyac, Tecpan, la de Coyuca, y San Luis La Loma, donde mujeres sobrevivían haciendo pan o bordando. Hoy ese pueblo, en disputa entre los Caballeros Templarios y las fuerzas de Rogaciano Alba –cacique de Petatlán-, está semidesierto. Sus pobladores se desplazaron para evitar ser uno de las decenas de secuestrados o decapitados que abundan por la carretera que va de Zihuatanejo a Lázaro Cárdenas, Michoacán, lleno de militares y narcos.

Mientras pienso en esta región no puedo dejar de recordar las líneas de Guerra en el Paraíso, de Carlos Montemayor, donde se lee: “Es necesario reforzar la zona de Petatlán, de Zacatula y de la Unión. En poco tiempo esa zona será más peligrosa por su fácil acceso a Michoacán y por el crecimiento del narcotráfico”.

Viaje a El Paraíso
Fue en aquel 2008 cuando conocí El Paraíso, donde en los setenta un montón de guerrerenses conformaron el Partido de los Pobres, comandados por Lucio Cabañas, un profesor formado desde su infancia en la Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, ubicada al otro lado de Guerrero, en el municipio de Tixtla, en la región de La Montaña baja, cerca de Chilapa.

Mi misión en El Paraíso consistía en documentar un proyecto productivo que estaba teniendo cierto éxito en la zona: la creación de fertilizante a partir de gusanos sembrados en enormes camas de estiércol y cuya defecación a su vez arroja perlas de nitrógeno altamente valoradas económicamente por su efectividad como abono orgánico.

Luego de muchas horas de grabación para documentar también otro proyecto de miel silvestre, un montón de hombres, duros, quemados por el sol, pusieron en el patio de una casa un cartón de cervezas para agradecer mi visita. La cerveza, para quien no viva en la sierra de Guerrero, representa una especie de suero que insufla vida. Eso sin contar un fabuloso caldo de gallina que sus mujeres me ofrecieron.

Sentado ahí, escuché decir al ingeniero Pino que los pobladores acostumbraban extender en esa zona de arboladas sierras y cañones, cientos de metros de alambre de púas de un cerro a otro para que helicópteros y aviones de reconocimiento del ejército se estrellaran así como hacen las moscas en una telaraña. Un par de años después, un amigo, piloto aviador, desertor del ejército, me dijo que aquello era cierto. “Por eso no hay tanto gobierno por acá, casi nadie sobrevuela o viene por carretera”, me dijo Pino, mientras esperaba que yo y mis colaboradores comenzáramos a emborracharnos. De pronto, caí en la cuenta que yo era ese gobierno y que esperaban a que bajara la sinuosa carretera hacia Atoyac para que formara parte, como los cientos de carros que pueden verse en el desfiladero, del panteón de los autos que se habían “accidentado”.

–Si desea retirarse, “licenciado” –me dijo Pino mientras los demás hombres se reían de mi incipiente borrachera –puede hacerlo cuando usted quiera…
–Pues de aquí no me voy si no es con usted, ingeniero –alcancé a reaccionar.
No se esperaban la respuesta.
–Ah qué licenciado, usted me salió más cabrón que bonito…

Quizá mis sospechas son infundadas pero horas más tarde, cuando logré llegar a la siguiente cita en San Luis La Loma para filmar unos proyectos de producción de pan, de costura y de cosecha de mangos, un grupo de 10 ó 15 pobladores ya me esperaban armados, listos para subir por mí hasta El Paraíso, pues pensaban que me habían retenido allá. Previamente, habían telefoneado a la Ciudad de México para decirle a la SRA que su “enviado” no bajaba de la sierra de Atoyac.

Siete años después, y en esta etapa de mi vida en la que la literatura ocupa todo mi tiempo, me vuelvo a encontrar con Guerrero en el camino. Esta vez, estudiantes de la maestría en Humanidades de la Universidad Autónoma de Guerrero me invitaron a dar un par de charlas en Chilpancingo y en Tixtla, donde se encuentra la Normal Rural de Ayotzinapa, esa misma de donde salieron Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, así como un montón de profesores que se juegan hoy la vida a diario contra caciques y narcos para darles clases a niños y jóvenes de las regiones más pobres del estado. Y sí. Ahora que vuelvo a pisar el Pacífico Sur, veo que muchas cosas han cambiado, y en el fondo, siguen siendo las mismas.

Ayotzinapa, la guerra en el paraíso continúa
Para Adolfo Castañón, Guerra en el Paraíso, la obra cumbre de Carlos Montemayor, descompone la vulgata oficial y las verdades del periodismo que niegan realidad al otro, en el sentido foucaultiano, es decir, al guerrillero, al campesino. Para Castañón, la novela de Carlos Montemayor es “un enigmático espejo narrativo cuya pluralidad misma inhibe cualquier lectura edificante”.

Dicha apreciación es correcta. Cada una de sus páginas representa el pasado, el presente y desgraciadamente el futuro de un Guerrero que se sumerge en la marginación, en la lucha permanente contra la opresión, y el saqueo de sus más preciadas riquezas, naturales y humanas.

Por esa razón, visitar de nuevo Tixtla, me trajo asimismo el fantasma de un desencuentro personal. En aquel 2008, durante esos viajes a Chilapa, curiosamente a unos metros de la Normal Rural de Ayotzinapa, un tráiler invadió mi carril y tuve que volantear, cayendo a la cuneta y averiando la barra de acero que sostenía el chasis. Por supuesto, la Secretaría pretendió cobrarme el desperfecto. Siete años después, me encontraba en el mismo lugar para dar una conferencia sobre literatura y narcotráfico, en la Facultad de Antropología Social de Tixtla, contigua a la Normal de Ayotzinapa.

Hablar ahí de narcotráfico parecía una locura, pero los estudiantes fueron los primeros en pedirlo. Una semana antes, habían encontrado a unos metros de ahí a más de 10 cuerpos decapitados y calcinados, algo cada vez más cotidiano en Guerrero. Descubrir la necesidad de teorías que expliquen lo que les pasa es algo vital para los guerrerenses, así que no me sorprendió su calidez. Lo que no me esperaba era que entre los asistentes estuviera Ernesto, sobreviviente a los dos ataques a los 43 estudiantes de Ayotzinapa del 26 de septiembre de 2014. Ernesto esperaba a que yo terminara para comenzar a dar su testimonio de aquella noche funesta donde policías-sicarios del municipio vecino de Iguala dispararon contra ellos.

Hablar con él me impactó. No era la primera vez que yo escuchaba de viva voz pormenores del caso. En la Ciudad de México, ex alumnos míos de la Universidad del Claustro de Sor Juana habían logrado llevar a los padres de los normalistas a las instalaciones de esa institución, pero al no conseguir apoyo logístico, los reunieron en un café de la calle de Regina.

En ese café, Clemente Rodríguez, el padre de Christian Rodríguez Telumbre, uno de los desaparecidos, explicó que dejó de brindar educación a sus tres hijas para que su primogénito, de 19 años, pudiera entrar a la Normal Isidro Burgos: “No le podíamos dar una escuela mejor pero yo me sentí orgulloso porque en mi familia no había profesionistas”. Iba a ser la primera vez que en todas sus generaciones alguien iba a estudiar. Cuando el padre de Christian se enteró de la desaparición, se plantó frente al cuartel militar de Iguala. Ahí le respondieron que “afrontara las consecuencias” de lo que su hijo “andaba haciendo”.

Aquel soldado se refería al activismo social de los estudiantes de Ayotzinapa. No sabe que en todas las normales rurales del país no solo se imparte una formación académica sino se enseña a trabajar la tierra, a visitar las comunidades, a practicar el deporte y la cultura, e inmiscuirse en los problemas de sus alumnos, por qué un niño no aprende, por qué va desnutrido.

Todo eso debe resolverlo un maestro rural y eso deriva en un activismo. Sin embargo, mucha gente ha querido creer que los de Ayotzinapa fueron desaparecidos por otra cosa: por nexos o filtraciones de la delincuencia organizada. Los que opinan esto resultan “más papistas que el Papa”, pues el propio Procurador General de la República, Jesús Murillo Karam, señaló en conferencia de prensa del 27 de enero de 2015, que “en consecuencia, la Procuraduría no puede decir que ninguno de ellos (los normalistas) pertenecían a un grupo delictivo. Incluso… yo creo que la mayoría de ellos eran jóvenes más deseosos de ser maestros y estudiantes que de cualquier otra cosa…”

En su oportunidad, el también sobreviviente y vocero de los normalistas, Omar García, también ha aclarado esa teoría. “Es más fácil que nos infiltre el gobierno que el crimen organizado”, le dijo a RompevientoTV, agregando que los normalistas siempre tuvieron actividades de boteo y tanto Guerreros Unidos como Los Rojos –los dos derivados del Cártel de los Beltrán Leyva– los quitaban constantemente de carreteras tanto en Tixtla, Chilapa o en la Costa Grande, diciéndoles que si no se metían con ellos, los narcos no se meterían con los estudiantes. ¿Entonces por qué ese cambio súbito en la actitud de los cárteles guerrerenses hacia los alumnos de Ayotzinapa? Ellos mismos no se lo explican.

“A nosotros nos encañonan desde el principio, a las dos semanas de que llegamos a la escuela, y en parte es para medirnos”, explica Omar García.

¿Y entonces por qué, de la nada, les dispararon los policías coludidos con Guerreros Unidos? Esa misma pregunta le hago a Ernesto, quien sobrevivió metiéndose debajo del camión que los transportaba luego de intentar junto a otro de sus compañeros empujar la patrulla que les cerraba el paso, y me responde lo mismo: “Ni nosotros mismos sabemos…”

Ernesto me cuenta que cuando vio que una bala impactó en la cabeza de su compañero Aldo Gutiérrez, se refugió debajo del autobús. Cuando cesaron los disparos les reprochó a los policías que recogieran los casquillos. De él es la voz que se escucha en un video: “¿Por qué recoges los casquillos, cabrón…? ¡Por qué los recoges, hijo de tu puta madre! ¡Sabes lo que hiciste, maldito perro!”

Estas frases fueron suficientes para ser acusado de saber demasiado de cartuchos y armas. Y sí lo sabe, porque desde los 17 años, Ernesto fungió como policía comunitario en su natal Tixtla para proteger a su comunidad de los narcos, recibiendo capacitación de la policía establecida. A Ernesto también le escucho decir que para los de Ayotzinapa ni el comunismo ni el socialismo animan sus pasos. “Ésta es otra época”, me dice, “más compleja”.

Ernesto me da otro dato. Antes de la desaparición de sus 43 compañeros, la PGR tenía abierta una averiguación contra la Normal sobre narcotráfico. La fiscal que lleva el caso le dijo que ésta no había procedido a lo largo de cuatro años porque no habían podido recabar ni una sola prueba.

Mientras tanto, los padres de los normalistas están destrozados. El padre de Christian me cuenta: “He andado en los cerros y la gente está intimidada y no nos dan ni una sola pista porque saben que también los van a matar. Ni siquiera una denuncia anónima. A los normalistas los quieren tachar de narcotraficantes. Su único delito fue buscar conocer los libros, las letras”.

Y con ello, no puedo dejar de recordar un pasaje de Guerra en el Paraíso: “Ya ves lo que nos dijo Eulogio, que a los Tonantlin de Citlala, por haberse ido a quejar a Iguala, cuando regresaron el alcalde Pineda los fusiló en la plaza del pueblo, como escarmiento”.

Buscar la paz sin encontrarla
Pocas semanas después de aquella conferencia que di en Tixtla, la Secretaría de Cultura de Guerrrero me invitó a participar en las Caravanas Culturales por la Paz que buscaban llevar espectáculos musicales y artísticos, así como charlas de escritores en los municipios con mayor incidencia delictiva de Guerrero, desde los peligrosos Teleolapan y Chilapa, hasta los no menos violentos, Atoyac y Tecpan.

Acepté de inmediato. En la selección de destinos, me toca visitar la Costa Chica. En el viaje me acompaña el poeta oaxaqueño Ibán de León. Partimos de Acapulco hacia Marquelia muy temprano, como primer destino. Vamos en convoyes de seis o siete vans con una patrulla de la Secretaría de Seguridad Pública y Protección Civil de Guerrero, a la vanguardia, con torreta en todo lo alto. En la retaguardia, nos sigue una ambulancia muy bien equipada con paramédicos que no se nos despegan para nada.

En Marquelia se nos unen dos poetas defeños pero que viven en Guerrero: Raciel Quirino y Emiliano Aréstegui, quien reside en Cuajinicuilapa, donde se registró una balacera durante un desfile de un jardín de niños y cuyo video fue subido a redes sociales donde una niña le pregunta a quien graba: “¿Se murió mi mamá?”, mientras quien la cuida busca guarecerla de la lluvia de balas.

En Marquelia la tensión se siente en seguida. Poco antes de llegar, en un retén militar, el ejército nos baja en busca de armas y droga, a pesar de que viajamos en vehículos oficiales del gobierno del estado. En la entrada de Marquelia, los convoyes de la Marina recorren la calle principal. Veo a una oficial, armada con G-3, a bordo de pesados camiones castrenses. Los policías municipales no están menos armados. Son chaparritos y apenas aguantan el peso de las M-16 que les cuelgan del hombro.

La gente en Guerrero desconfía de todo lo que sea gobierno. Y eso nos pasa factura. Los que leemos apenas si tenemos público. Incluso es poca la gente que asiste al concierto de los soneros Mono Blanco. Desconfían. Y tienen razón. Traen el fantasma de la guerra sucia, de la eterna guerra entre el ejército y quienes se rebelan contra la injusticia y la pobreza. Se vive Ayotzinapa como si se viviera la lucha de Genaro Vázquez o la de Lucio Cabañas. Y es que cómo explicar este pasaje de Montemayor que supuestamente ocurrió en 1974 pero que suena plenamente a 2014: “Pero hay celdas en otra parte, abajo, cerca de unas máquinas o de unos hornos, algo así, porque hacen ruido todo el tiempo. Solo se escucha ahí ese ruido y se está con mucho calor, con una luz muy débil, como una especie de humo. Ahí van los que considera desaparecidos el ejército mismo. Siempre hay ruidos de máquinas y gritos de los presos que fueron arrojados ahí, torturados. Los soldados le llaman a esas celdas “el infierno”. Ahí estaba yo”.

Y ahí, aún con un clima tenso, los visitantes pedimos conocer la hermosa playa de Marquelia, tan hermosa como la misma bahía de Acapulco o Zihuatanejo, un paraíso que el país y el gobierno estatal han decidido ignorar.

Al otro día, muy temprano nos dirigimos a Ometepec, ya más cerca de la frontera con Oaxaca. Ahí también se siente tensión, pero el municipio se las arregla para llevar a estudiantes de secundaria a escuchar algo de literatura. Al grupo se suma Iris García Cuevas.

Leemos y algunos jóvenes sonríen, otros bostezan, quizá a uno que otro le interesa lo que decimos. Afuera, soldados custodian la entrada del palacio municipal de Ometepec, con los dedos listos, puestos en el gatillo.

Como en Marquelia, en Ometepec buscamos un lugar donde tomar una cerveza. Es un simple cuarto con tres mesas y una rocola. Juega América contra Chivas y después de un rato, entran varios hombres al lugar. Dos de ellos se acercan. Nos chocan los puños como si fuéramos grandes amigos. Dicen que se ponen a mis órdenes.

–Soy el abogado del ISSSTE de aquí –me dice uno de ellos, con más facha de maleante que de burócrata. Su compañero se pone agresivo. Me pregunta qué hacemos en Ometepec, que cuánto tiempo pensamos quedarnos. Dice una cosa más que no alcanzo a oír. El supuesto abogado le tapa la boca.
–Ya déjalos. ¿Que no ves que son gente de bien? Ya vámonos…

Apenas se retiran, el lugar se vacía. Yo aprovecho para aprender a bailar cumbia de la Costa Chica con la dueña del lugar, una señora de unos 60 años, que parece festejar que aquellos hombres se hayan ido.
De Ometepec cruzamos la frontera de Guerrero para presentarnos en Pinotepa Nacional, en Oaxaca, pero algún conflicto burocrático nos empuja hasta Santa María Huazolotitlán, a unos 20 kilómetros de Pinotepa. Ahí, el contraste con Guerrero es abismal, comenzando por los policías municipales que lucen relajados con sus simples carabinas y revólveres calibre .38. Los estudiantes de secundaria sonríen, participan, disfrutan de las actividades, de los bailes regionales, de los espectáculos infantiles que les lleva la caravana.

El pueblo es el lugar de nacimiento de Misael Habana, director de Comunicación Social del gobierno guerrerense, quien nos explica que Huazolotitlán luce bien porque la mayoría de sus habitantes emigraron a Estados Unidos hace mucho y esa inyección económica los ha blindado. Y en efecto, las casas del pueblo tienen lo mismo arquitectura californiana y texana que chimeneas y albercas. El experimento de la caravana funciona: los estudiantes nos ponen atención, preguntan en qué consiste la poesía y teorizan los posibles finales del cuento que les he leído. Acercan libros, libretas y hasta mochilas para que se los firmemos. Una niña asegura que quiere ser escritora.

Quizá tenemos suerte. Quizá la paz solo reine en este pueblo, pues Oaxaca también ha recibido el embate de los Díaz Parada o de Los Zetas. Tenemos suerte. Y por eso nos damos la oportunidad de recorrer el pueblo completo. Ponemos sillas afuera del único depósito de cerveza del lugar, La Cervecería Tío Cun. El pueblo es una fiesta porque ha ido a tocar La Luz Roja de San Marcos, el grupo de cumbia más famoso de Guerrero.
Parece una contradicción, la fiesta guerrerense solo puede festejarse fuera de Guerrero. Y tiene lógica. Guerrero es un paraíso secuestrado por demonios, militares, políticos, narcos, que se afanan en perpetuar una guerra que debió haber terminado hace mucho, cuando Genaro o Lucio dieron la vida por mostrarle al mundo la marginación, la pobreza y represión que viven muchos hombres y mujeres en esa región. La guerrilla debió terminar al alertar sobre estos rezagos ancestrales. Pero no sucedió, Metlatónoc y Cochoapa el Grande, siguen siendo dos de los municipios con mayor pobreza del país.

El odio, el desprecio, los intereses particulares y la guerra, han perpetuado una de las mayores contradicciones que vive el suelo mexicano: convertir un paraíso como es Guerrero en un permanente campo de guerra. Y al parecer, no hay quien pare esa inercia.

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