Desperté en la alfombra de Damián. Crudo. Debí darme cuenta que las cosas no irían por buen camino desde que quise bañarme y el agua caliente me dejó esperando.
México estuvo cerca de no lograr la clasificación a la segunda ronda del mundial por primera vez desde 1994. Fue hasta que corría ya el segundo minuto de tiempo extra que Kim Young-gwon se encontró con el balón en el área chica del equipo alemán. Cuchareó el balón encima de Neuer para ganarse el amor de toda la afición mexicana. Ahí nos salvó, al menos por un juego más. Y en el zócalo celebramos un gol ajeno a falta de goles propios.
La plancha del Zócalo estaba llena como en sus mejores marchas. El bullicio de los desconocidos parece imponderable para disfrutar los juegos de la selección. Sentirnos cerca e identificados con esos a los que de otra forma no voltearíamos a ver. Cantamos el himno como hubieran querido nuestras maestras. La tarjeta amarilla antes del minuto de juego me decía que el equipo verde no había despertado en un día bueno. Pudimos haber soñado cosas chingonas, pero se habían quedado atrás, en la almohada. Ahí estaba otra vez la pinche realidad. Cruenta, cabrona.
El primer error fue apurar a Damián cuando Luz me mandó mensaje de que ya estaba en el metro. Con la calma siniestra de quien ha sido apurado, Damián hizo todas sus actividades, bañarse, vestirse, preparar sus cosas, comprar un jugo y dispararme una torta de tamal. Para Damián no hay mejor desayuno que un jugo de naranja y una guajolota. Luz esperó media hora al final del andén.
Los suecos amenazan la portería azteca. México no se nota tan suelto y cómodo como en los dos partidos anteriores: se ha ido deteriorando conforme los juegos suceden. De la práctica de un arte pambolero a pinche escuadra de futbol llanero. Así somos muchos mexicanos, incapaces de la disciplina y la constancia. Muchos mexicanos somos como la selección. A veces ofrecemos sinfonías y otras no podemos con dos acordes. Pero a estas alturas ni modo de dejar de creer.
De regreso veníamos casi en silencio. Pero había calificado, así que el silencio que produce saberse vencido comenzó a disolverse. En Hidalgo, y así se lo hice saber a la señora juez, nos bajamos Damián y yo para permitir el descenso. Un güey, un pinche Godínez me estaba empujando desde el andén. No le hice caso. Pero al entrar me empujo y me dijo algo. Me insultó. Voltee encabronado a encararlo. Luz se interpuso, enseguida Damián, pero le alcancé a dar un llegue con la mano abierta.
El primer gol dolió, pero había tiempo para ir contra el destino. México no parecía tan indefenso. El árbitro, de nacionalidad argentina, parecía el malvado idóneo para completar el escenario de nuestra tragedia. Todo lo marcaba en nuestra contra. Hasta un penalti. Un penalti tirado con la fuerza de un vikingo. Un penal tirado por un vikingo que llevaba el número 4 en el dorso, y aunque Ochoa se estira, ni con dos Ochoas detienes ese disparo. Puta madre. Todo mal.
El Godínez del vagón me dijo que me llevaría con la policía. Le dije que me valía madre. Era como el pinche niño acusón de la secundaria. Un güey acostumbrado a hacer todo bien, a llegar temprano, a tener un uniforme impecable y apegado a las reglas. Un alma sin color incapaz de la rebeldía. Jaló la palanca de emergencia. Pero el tren no se detuvo. Damián y yo llegamos a nuestro destino, el metro Revolución. Nos bajamos, pero Godínez Ñoño no nos dejó. Fue tras nosotros. Damián se encabronó tanto con la actitud pendeja y acusatoria de aquel tipo y lo llevó de la mano con la hermosa oficial que estaba junto a los torniquetes.
La selección mexicana no llegaba a la portería sueca. Me imaginaba qué hubiera sido esto si llega a venir Ibrahimovich. Hay días en los que la tragedia nos acecha detrás incluso de nuestras acciones mejor intencionadas. Y Edson Álvarez, que había dado un partidazo, se equivocó. Un gol en propia meta debe ser de las cosas más dolorosas que te pueden suceder en un mundial. Esta selección es necia en darle la razón a los que no creen en ellos. A los pesimistas que no logran ver nada bueno en dos victorias.
Discutí con Godín en el metro. Nos llevaron a parte, me quisieron poner esposas pero me negué. Si no las llevaba Godín, no las llevaría yo. Me llevaron a la estación Pino Suárez. Ñoño nos acusaba a Damián y a mí de no ser mexicanos. A mí, que he defendido a esta indefendible selección, que creo en ella aún en las derrotas. Acusó de extranjero a Damián, que fue el primero en formarse como voluntario durante la tragedia del septiembre pasado, que viste con orgullo su playera negra del equipo tricolor. Le dije a la juez lo que Godín Ñoño me había dicho en el metro. Ella me dijo que si yo quería procedería una demanda. Que la discriminación no es una falta administrativa. Si no un delito. Luz me escribe preguntándome si necesito su ayuda. Le digo que no, gracias. Seguro saldré de esta con calma. Godínez no quiso pedirme una disculpa, él quería demandarnos a nosotros. Así que fuimos a levantar el acta o como se llame. Los polis intentaban convencerlo de que no era conveniente para él ir frente a un juez a enfrentar un delito. Estaba necio. Damián y yo estábamos relajados, viendo el juego de Brasil en el teléfono.
Nos fuimos del zócalo sin mirar a los otros. Confundidos, con la esperanza apachurrada, pensando de una vez por todas en un futuro mejor. Al final Godínez razonó y nosotros nos fuimos, nos despedimos de la poli dándonos la mano. Sonriendo.
Después de todo no fue tan mal día. Tengo dos buenos amigos que me acompañaron en la derrota y el apuro.