A María Eugenia Merino y Verónica Murguía.
Todo por el plagio de Pérez-Reverte,
caso que Verónica ya dio por cerrado:
Pienso que un creador plagiado, luego de superar el duelo por el trago amargo, debe sentirse orgulloso y moralmente superior al menos durante dos minutos (máximo diez, ojo) ante quien le ha robado su creación. Es motivo de halago el saber que una idea propia fue considerada por alguien más como para adueñársela. Claro está, el bribón se convierte en culpable de dos actos que lo vuelven despreciable: hurtar algo ajeno y luego hacer malabares para demostrar que es suyo, no del autor original. Ello se convierte en una aceptación implícita de inferioridad por parte de quien plagia. Pero dado que una creación literaria o artística que valga siempre termina por trascender a la vida del autor, resulta ocioso pensar en la fama terrenal cuando el conjunto de la obra se sostiene por sí mismo. Agotado el preámbulo, es momento de hacer pública una confesión.
Mi plagio lo descubrió María Eugenia Merino hace 12 años cuando llegó a su fin el ciclo en el que tomé una clase con ella. Las atenuantes pueden ser muchas, pero sí, sí fue un plagio. Lo que estaba en juego era una calificación semestral. Todo había comenzado con una lectura que gocé ampliamente, La balada del café triste, de Carson McCullers. Después habría que entregar un ensayo de cinco cuartillas, algo que no fuera sólo un reporte de lectura. Por aquellos años el tiempo me rendía poco, casi nada; cruzaba la ciudad para llegar en tiempo a tomar mis materias. Lograba librar casi siempre la distancia, pero por alguna razón olvidé que la Ley de Murphy goza de manifestar su maldad con soltura en días cruciales. Las trayectorias de los eventos que estuvieron dormidos por largo tiempo decidieron despertar de manera simultánea para pelear por el mismo instante, como dos mozalbetes que pretenden quedarse con el balón que encontraron en el terreno baldío. El trabajo de fin de semestre debía entregarlo un martes a las cinco de la tarde. Cosa curiosa, la semana previa un viaje de trabajo se prolongó hasta el domingo. Luego el lunes optó por sumar percances menores que exigieron minutos valiosos. Llegó el martes, y apenas había escrito dos cuartillas de las cinco solicitadas. La hora de entrega se acercaba. Entonces hubo que apresurar la salida de mi despacho, conducir por el Periférico que a esa hora todavía estaba tranquilo y pensar en algo durante el camino. Finalmente llegué a la Escuela e hice escala en el café-internet de enfrente (las tablets no habían salido al mercado y el internet inalámbrico era lentísimo). Escribí poco más de una cuartilla con los apuntes que había reunido durante la lectura. El tiempo seguía su marcha. Busqué en la red algunos resúmenes acerca del libro, al tiempo que revisaba las páginas web sobre McCullers y su obra. La angustia salía de su condición incipiente y amenazaba con abandonar el cascarón en cualquier momento. Fue cuando una de las búsquedas desplegó en la pantalla un trabajo universitario en inglés, bastante completo y sólido. Brisa fresca. La cuartilla y media que me faltaba se convirtió en un frenético trajín que incluyó traducción simultánea, mecanografía cardíaca y consulta bibliográfica. Mientras mis dedos oprimían el teclado cual secretaria ejecutiva, llegó a sentarse junto a mí a una compañera de clase, la noté inquieta. Apenas y nos saludamos; ella se concentró en el monitor. Hacia las 16:55 terminé de traducir el texto que la chica estadounidense compartió amablemente en el ciberespacio. Imprimí ahí mismo el texto, quizás un par de veces, pues las hojas se atoraban en los rodillos de la vieja impresora. De cualquier modo con el hallazgo completé las cinco cuartillas. Esa misión parecía cumplida. Entregué en tiempo y forma el trabajo.
La semana siguiente un compañero de clase me dijo que la maestra necesitaba hablar conmigo, agregó que era muy importante. Acudí al llamado. Ella estaba en su pequeño privado, muy seria. Sin decir nada me devolvió el texto, en el que había escrito primero un “diez”, tachado con rojo y arriba “cero” (o cinco, no recuerdo bien). Junto a mí estaba la compañera preocupada que había visto en el negocio con internet. La maestra indicó que ambos estábamos reprobados, pues se le había hecho muy extraño que en dos estilos tan distintos (mi compañera de clase era poeta) apareciera la misma frase con referencia a un evento que al resto del grupo le había pasado desapercibido en el libro. En efecto, esa compañera encontró la misma página web y también eligió traducir. La amenaza era que podrían darnos de baja, pues el tema del PLAGIO era imperdonable en una escuela que había sido fundada gracias a una Sociedad Autoral cuyo espíritu era justamente el respeto al Derecho de Autor. La anécdota –vergonzosa, sin duda– terminó con una segunda oportunidad. La maestra nos calificaría sobre un tabulador menor al 10, a cambio debíamos repetir el trabajo con el doble de cuartillas. Es decir, fue un castigo meramente escolar, eso sí, nada grato dado el contexto.
Mientras reflexionaba sobre la nueva entrega solicitada tuve tiempo de hacer memoria en cuanto a mis plagios anteriores. Lamento reconocer que sumaba tres. El primero se remontaba a mis años en la primaria, cuando se estrenó Star Wars en México. Al día siguiente de ir al cine mi papá nos llevó como cada mes a la peluquería Le Parisien, esa que estuvo junto al Teatro de los Insurgentes, en la esquina con Mercaderes, frente al Vips en el que los motociclistas de onda solían reunirse para tomar sus malteadas en la segunda mitad de los años 70. El plagio consistió en un corte de cabello. Pedí al peluquero que me dejara como Han Solo, es decir, de raya en medio. Incómodo de que me peinaran en el kínder con la raya de lado, era momento de tomar una decisión sobre mi aspecto, así que con mis seis años cumplidos como aval de autodeterminación, mostré al hombre de las tijeras la sección del periódico donde venía la cartelera de cine y le di a entender que pusiera manos a la obra.
Mantuve ese mismo estilo de corte hasta quinto de primaria, pues en sexto ingresé a la selección de basquetbol y la banda elástica de toallita que usaba en la frente como el héroe de la época y estrella de los Lakers, Kareem Abdul-Jabbar, no se llevaba con mi peinado. Ese fue el segundo plagio.
El tercero data de 1985, y nuevamente tuvo que ver con la peluquería. Esa vez era Alex Lifeson, el guitarrista de Rush. Me pareció adecuado replicar el corte de cabello con el que aparecía su foto al interior del álbum Power Windows. El basquetbol ya lo había dejado por la paz y para entonces jugaba tenis. Según yo, mi look fue una buena decisión. Me sentía más seguro para acercarme a las adolescentes del club. Todo lo demás fue mera anécdota, excepto un amor que duró varios meses. Desde mi opinión, había logrado ligarla por ese corte de cabello, pero luego ella me dijo que en realidad le gustó de mí el passing-shot con el que gané un set a su hermano, poco mayor que yo. Fue cuando entendí que no era necesario imitar a nadie para obtener lo que uno quiere en la vida (y eso que todavía no había visto ninguna película de Woody Allen; apenas tenía 13 años y al genio de Brooklyn lo descubrí hasta los 15, aunque sí solía leer la tira cómica del periódico dominical basada en él). El plagio de aquél corte de cabello sólo sirvió para una ilusión personal que no me llevó a nada, más que a unos cuantos cuchicheos a mis espaldas, y ya.
Uno se traslada poco a poco hacia la parte contraria, la que despierta gula y ambición entre los hinchas que pueblan las partes altas de las tribunas. Primero fueron los escenarios. Hablo de un paso efímero y nada trascendente por la escena rocanrrolera, en el que mi presencia si acaso causaba un poco de cólera entre los greñudos que se fusilaban mis riffs y composiciones. De un momento a otro cumpliría 17.
Por aquellos años Alex Otaola estudiaba en el Estudio de Arte Guitarrístico. Era buen cómplice de la misma locura musical que me envolvía. Un tipo original, de una pieza. Lo malo fue cuando tuvo el desatino de invitar a nuestra banda a un nuevo-rico de Copilco-el-Bajo, que terminó por arruinarlo todo. El junior sedujo con algunas groupies de su barrio al buen Alex –no el de Rush–, pero al cabo del tiempo le dio baje con un combo cerebro-bafle Peavey y a mí un proyecto musical que nada logró con él. En efecto no eran composiciones como para presumir, pero al menos había originalidad y riesgo. Yo solía oponerme a tocar covers, pero el nene de Copilco-el-Bajo que hurtó el ampli al Alex buscaba sólo la fama y presumir en la prepa que formaba parte de una banda. Los videos con conciertos de Iron Maiden o la película The Song Remains de Same, de Zeppelin, me ayudaron a comprender que había una enorme distancia entre lo que tocábamos y el verdadero Rock. En contraparte un grato recuerdo de aquella época fue cuando el mismo Otrarrola se refirió a mis composiciones musicales de una manera que hubiera parecido burla, pero ahora entiendo que fue un halago. “Luis es como Zeppelin, compone varias rolas malas para que le salga una muy chingona”. Vale, eran comentarios de adolescentes. Pero un buen día Marcelito, mi mejor amigo y miembro honorario de la banda (además de mecenas de nuestro primer estudio de ensayos), me dejó saber que el junior de Copilco-el-Bajo me tiraba mala vibra. No entendí a qué se refería, de hecho supe el significado de “mala-vibra” hasta el siguiente año; entenderán ustedes que lo mío era el tenis, escribir algunas rolas que se olvidarían con el tiempo y soñar historias –muchas veces en voz alta– que ahora convierto en películas, libros y series de televisión. Ese fue el primer descalabro que experimenté con el Plagio: George Lucas, Kareem Abdul-Jabbar y Alex Lifeson me habían pasado sus respectivas facturas.
De cualquier modo la vida en algún momento devuelve el equilibrio que cada ser vivo se merece y hoy día Otaola es uno de los mejores guitarristas del país. Por otra parte, este que escribe tiene la fortuna de contar historias a millones de personas a través de las pantallas y, bueno, el plagiario de Copilco-el-Bajo, cuyo botín sumó proyecto rocanrrolero infantil más un amplificador Peavey de 2 piezas, tiene una barriga pronunciada, muchos dolores de cabeza y el olvido más grande que sus nostalgias, según me han contado. La mezcla “escasotalento + muchoEgo” son a menudo causas de los eventos más tristes de la vida terrícola. Claro, uno lo ve así porque es marciano. Pero como en esta región del Sistema Solar se predica con el ejemplo y los menos de diez minutos propuestos para creerse mucho se agotan, dejemos en paz y para siempre al nuevo-rico de Copilco-el-Bajo.
Después de eso me han plagiado algunas cosas más, ninguna realmente grave. Por ahí las iniciativas que uno empuja a veces se convierten en algo grande, y otras se desvanecen pronto. A fin de cuentas ¿de quién es una Idea? A veces coinciden éstas en circunstancias y lugares muy distintos pero en momentos casi simultáneos. Por ejemplo, una novela que inicié en 2004 preferí dejarla incompleta durante largo tiempo, pues la premisa y trama eran casi idénticas a la película Dolls de Takeshi Kitano, que vi en 2005, sólo que en vez de Japón, propuse un barrio de Magdalena Contreras cerca del bosque Los Dinamos. Habría sido una vergüenza enfrentar otra experiencia tan embarazosa como la de esa cuartilla y media que traduje de un texto de internet por la cual estuve a punto de ser expulsado de una escuela donde se forman escritores. Me da terror imaginar si hubiese entregado a la editora que por entonces me asesoraba, una novela que en las primeras diez cuartillas pareciera la versión charra del citado filme japonés.
Cada vez que pienso en el plagio también recuerdo el apartado correspondiente al tema que se redactó en el Convenio de Berna de 1896, revisado, actualizado y enmendado 8 veces hasta la versión vigente que data de 1979. El derecho moral y el derecho patrimonial corresponden al autor de una obra intelectual. Más allá de una desmesurada ambición, mirar el texto u obra como algo que trasciende el chabacano asunto monetario, no lo exime de su condición mercantil, dado el contexto social en el que aparece. No podemos ignorar el código socialmente aceptado para incorporar al terreno “Legal” una obra de arte, y que incluye el intercambio económico. Más allá de si el responsable de la creación pensó en recibir o no una retribución monetaria, por más hippies que pretendamos ser, en lo general el mundo funciona así (particularidades debe haber miles). Pero en el supuesto de que el creador acuda al terreno del altruismo, al menos hay una consideración que lo puede salvar del anonimato: El derecho moral. Dicho de otro modo, la huella de quien transformó una idea en algo reconocible por al menos uno de los cinco sentidos y que dará la batalla contra el tiempo (hasta el arte efímero puede caber en esta suposición). No se trata de un Absoluto. En efecto, hemos llegado a los límites de la ridiculez, y hoy día uno ya no se sorprende de encontrar pequeños establecimientos de comida Cocina de Autor conformada por platillos que nuestras abuelas preparaban con mejor sazón y sin fines de lucro.
Demos un salto enorme hacia atrás e instalémonos en la Edad Media, o en la era presocrática, si es que insistimos en el eurocentrismo. ¿Cómo saber los nombres de creadores si no era usual registrar contratos en las notarías y los códigos de barras o tridimensionales ni existían? Hoy día carecemos de testimonio que nos indique la autoría de obras generadas entre Olmecas, Persas o antiguos asirios. Tal vez una aportación del Renacimiento que debamos agradecer es la autoría como un tema que fortalece el individualismo en su fase temprana, aunque luego la visión mercantilista llevara al rango de virtud la ambición desmesurada.
Se critica a los autores que se preocupan demasiado por el derecho patrimonial de sus obras. Casi no se habla de las instancias que lucran sin decoro con la creación de dichos autores. Se habla mal de los No-Famosos que reclaman el reconocimiento a sus creaciones. Se defiende mucho a los Famosos que tratan con desdén a esos No-Famosos. Luego vienen textos, pronunciamientos mañosos y hordas de lameculos, para hacer quedar como arribistas y trepadores a los que genuinamente sólo quieren que se reconozca la originalidad de una creación. Por otro lado, está ese otro sector culturoso del que emanan los oportunistas y que todo el tiempo están buscando sus quince minutos warholianos. Basta acudir a una inauguración de Galería o Museo, a cualquier Premier de película o eventos afines para encontrar hasta en los bocadillos a seres ansiosos de salir en la foto, de ver su nombre “publicado” donde sea.
Aquella película de Robert Alman, The Player (El Ejecutivo), quizá sea propicia para considerar de una buena vez lo que implica andar por el mundo como tipo cool sigloveintiunero: un abusivo productor de Estudio mainstream hollywoodense que asesina al guionista para no darle el crédito –ni el pago– de una historia. El pez grande se come al chico, y quizás así ha sido desde que éramos peces. Pero podría ser momento de dejar de comportarnos como tiburones dado que es una especie muy arcaica y pensar que, como animales más evolucionados, algunas veces hasta pensamos. Poco después, comencé a redactar nuevamente el reporte de lectura, ahora sí, completamente original.
Luego de todos estos años, además de invitar a que se evite el plagio en cualquiera de sus formas, recomiendo la experiencia de leer a Carson McCullers o Verónica Murguía, y también a Antonio Muñoz Molina o Juan Marsé; así evita uno la soberbia de Pérez-Reverte y su ejército de bots en Twitter.