l 12 de enero del 2010, un terremoto de 7.3º sacudió a la isla de Haití; el epicentro se localizó a 15 kilómetros de Port au Prince.
El Palacio Nacional, la Catedral, el Mercado de Hierro, consulados, hospitales, iglesias, escuelas y cárceles colapsaron, barrios enteros desaparecieron. Casi cuatrocientos mil difuntos, más de un millón de heridos, más de millón y medio de viviendas caídas, aproximadamente cinco millones de damnificados.
La telefonía y el internet se esfumaron; la iluminación de la isla quedó al amparo de los astros.
En el transcurso del 2012 conocí a Odelin, uno de los muchos refugiados que llegaron a vivir a la colonia en que habito, ubicada en los calcañares del Ajusco. La primera vez que nos encontramos fue en el puesto de carnitas de “don Trinche”.
Yo iba terminando mi primer taco de aldilla y pedí uno de barriga y uno de corazón con buche, más un tepache. Me parece que Odelin, a juzgar por la desmesura que desplegó en sus ojos, se sorprendió del amplio abanico de manjares que ofrece un puerco frito.
Como tartamudeando un español que parecía catalán, me preguntó de qué eran los tacos más sabrosos, respondí que dependía del gusto. A mí los que más me gustan son los de barriga, o los de nana, confesé. Y nunca se debe despreciar la surtida, añadí a manera de aforismo.
Pidió uno de maciza con cuerito y se aventuró a probar uno de nenepil; ambos pasaron la prueba, pero fue el de barriga el que terminó por abatir cualquier signo de reticencia. Se despidió con amabilidad y desapareció al doblar la esquina. Qué bueno que ya se fue ese pinche negro, ¡es un brujo!, nos dijo el taquero a los comensales. Una señora se persignó con el taco en la mano.
La Parroquia de María Reina se encuentra a dos calles del puesto de “don Trinche”, y el negocio de carnitas funciona a su vez como una especie de confesionario público de la colonia.
El chismerío se entreteje y prospera, a la mitología del barrio se le suman nuevas historias. El ir a comer carnitas a ese sitio implica un riesgo (aparte de la dosis de triglicéridos), y éste radica en que su negocio funciona para que los comensales (en su mayoría feligreses de la iglesia mencionada) den rienda suelta a su fanatismo y su ortodoxia.
Apenas se había retirado el haitiano, una señora de morfología porcina atizó la brasa: Ese cabrón embrujó a mi sobrina, y la tiene encandilada. “Don Trinche” expuso con autoridad: Le ha de haber hecho un amarre. Nos trajo a la colonia sus rituales de salvaje, su vudú y esas chingaderas; o tú cómo ves, mi estimado, mencionó dirigiéndose a mí. La religión no es magia, dije para evitar controversias, aunque me hubiera gustado decir que se basa en la interpretación mágica. Tiene negras intenciones, dijo sarcástico un señor de ojos vivarachos. Que se la exorcice el padre Alfredo y sanseacabó, expresó categórico “don Trinche”.
Ya alguna vez mi apetito y buen humor habían sido arruinados en ese sitio; sucedió que una joven señora de pelos alborotados y otros atributos de remolona, constantemente interrumpía sus bocados para externar “milagros” que le habían acontecido; me miraba fijo tras sus lagañas y con aire adormilado comenzaba a decir cosas como:
Te lo juro, manito, yo sólo dormía todo el día y toda la noche, y no quería verme en el espejo porque sabía que estaba tomada por el demonio. Pero sólo Jesucristo, en su infinita sabiduría y eterna bondad me pudo curar; me habló, y yo lo vi cómo iba bajando por el aire, y me dijo: “¡Acércate a mí, que curaré tus heridas y besaré tus cicatrices!, ¡acércate a mí, que yo no te dejaré sola!”, y yo me acerqué y le toqué su manto, que brillaba de tan blanco, y le agarré su mano y se la bañé con mis lágrimas, y cuando miré su barba rubia, sus ojos azules, sentí cómo se me salía el Satán, y nuestro Señor me dijo: “Estás salvada, otra vez eres pura, humilde oveja de mi rebaño”. Yo no faltó a misa, manito, es mi comida espiritual.
Ese día no hubo apariciones celestiales, ni retórica catequizada, ni milagros, sólo la encarnizada injuria, el vituperio racista, la difamación de un refugiado, considerado un salvaje, un depravado; Un demonio venido del África, fue la definición que aportó la esposa del taquero.
Semanas después me volví a encontrar con Odelin; había emprendido un negocio en el tianguis de los lunes, un pequeño puesto de comida haitiana para llevar.
En charolas de unicel de tres compartimentos ponía: arroz con chicharos y zetas, guiso de calabaza anaranjada con berenjena y, por último, puerco frito sobre una cama de rodajas fritas de plátano verde y camotillo.
Ante la estupefacta mirada del chino Tong y la cara de pocos amigos de su esposa, Odelin prosperaba, y los orientales advertían que la clientela ahora no sólo se la arrebataban los argentinos que hacían paninis y burritos de morcilla y chistorra con frijoles, sino que una nueva propuesta gastronómica extranjera había arribado al mercadillo.
Ese día me reconoció, abrió una charola y me invitó a probar el puerco. De tan bueno le pregunté cómo lo guisaba. Como me enseñó mi madre en la isla, se fríe junto a las bananas para que endulce.
A través de la charla conocí algunos aspectos de su vida. En Haití había sido transportista de abarrotes, pero acá podía obtener licencia hasta los cinco años de residencia, a partir de la obtención de la nacionalidad. Confesó que algunas de las colonias esculpidas en los cerros tlalpenses eran muy parecidas a la mayoría de barrios de Puerto Príncipe, Pero ya no es el mismo Puerto Príncipe, expresó en su atropellado, aunque descifrable, español.
Ahí me enteré (lejos del chismerío incisivo de los vecinos) que nadie de su familia sobrevivió al terremoto; su mujer, sus hijos, su madre, todo quedó sepultado; era evidente que las ruinas le aplastaban la memoria.
Odelin vivía en una vecindad con reputación de infiernillo. Habitaba en un cuartucho donde había un sillón por cama, unos huacales apilados que formaban un ropero, tubos colocados de pared a pared con ropa colgada a ganchos (oscureciendo aún más la habitación), tres sillas, una hielera que servía de refrigerador y banco, una pequeña mesa, encima de ésta una licuadora, una televisión portátil con radio integrado y una parrilla de gas con dos quemadores, trastos decorando las paredes; afuera, luego de una de hilera de siete cuartos igual de reducidos y amolados, pasando los lavaderos, unas cortinas descorridas mostraban dos retretes cariados y un cuarto contiguo de regadera que remataban el corredor.
Mientras Odelin preparaba comida haitiana para ponerla en venta, varios sermones se rindieron en su honor (cuentan las lenguas) en la Parroquia de María Reina.
El padre Cuevas exhortó a los feligreses a iniciar una cruzada contra las religiones del demonio, en especial el vudú, había que expulsar a sus falsos sacerdotes de esta comunidad de buenas costumbres y rectas conciencias. Si alguien le hubiera preguntado, Odelin habría confesado que profesaba desde niño la religión católica, pero ningún cristiano se animó a hacerlo.
El padre Cuevas fue trasladado de El Valle de Panlío (Nicaragua) a su natal México, ya que: Al sacerdote de Quilalí, Alfredo Cuevas, lo señalan de expulsar del templo en varias ocasiones, a los católicos que son de tendencia sandinista, como lo ocurrido el pasado 29 de diciembre, según testimonio de Filomena Cano y de otras dos señoras que para recibir la ostia, las obligó el cura mexicano a que dejaran de vender el periódico La Voz del Campesino[1]; en el 2010, las autoridades eclesiásticas mexicanas resolvieron nombrarlo sacerdote de la Parroquia María Reina en sustitución del padre Francisco Javier.
Esta vez, las víctimas de su persecución no serían simpatizantes sandinistas.
Pocas semanas le duró el negocio a Odelin, las afrentas que el cura lanzó en su contra hicieron que sus ventas bajaran considerablemente; y por si hiciera falta, los chinos, los ches y otros comerciantes de comida preparada presionaron a los dirigentes del tianguis para que no le rentaran piso.
Y cuando amenaza con caer, llueve desgracia, y llovió sobre el pobre refugiado. Si vivir en esa vecindad (entre vendedores de crack y consumidores entrando y saliendo las veinticuatro horas, cuartos hacinados por familias enteras, filas para ocupar el retrete o darse una ducha) era ya miserable, el ostracismo y maltrato que gradualmente sufrió aquí o allá, la agresión verbal que escaló a física, hicieron de la ya mísera existencia del haitiano, un literal infierno.
Desapareció así nada más. Yo reparé en ello hasta meses después, cuando fui a comer carnitas con “don Trinche”. ¿A poco no sabes, mi estimado?, exclamó con un tono de intriga, ¿en serio no sabes?, dijo imprimiendo suspense y, como tras un redoble de tambor, reveló: Se pasó a “La mano con ojos” el pinche brujo. Ora anda de capo; dicen que le dicen “el Charro negro”.
Yo nunca lo creí, hasta que lo vi en el tianguis, cobrándole por “la seguridad” al chino Tong, a los ches y a todos los demás sin importar su nacionalidad; él me vio, mas denotó indiferencia, pasó a mi lado y fingió o actuó a la perfección una escena de no-te-conozco; dos mocosos iban atrás de él cumpliendo su función de perros centinelas.
¡Odelin!, le grité cuando se estaba subiendo a una ranfla, él realizó con la frente ese signo de desprecio que se les forma a los-que-han-sido-repudiados, prendió el vehículo, un narcocorrido y un motor rugieron.
[1] https://www.laprensa.com.ni/2002/01/12/departamentales/815716-cambios-en-iglesia-catlica-de-las-segovias