n las cátedras universitarias, al menos las que yo conozco, las de una licenciatura en Letras, en cierto momento algún profesor te enfrenta a una explicación esquemática de una curiosa oscilación —oscilación, por llamarlo de algún modo—, una oscilación —o alternancia— de las épocas filosóficas y artísticas en la historia de la humanidad, una idea desarrollada por Friedrich Nietzsche en El nacimiento de la tragedia: la oscilación entre lo apolíneo y lo dionisiaco (acá podríamos decir: lo apolíneo y lo sabaciano).
Y esta extraña oscilación, para decirlo de manera abrupta, es la alternancia de un orden y un desorden, acaso la alternancia de dos órdenes que responden cada uno a una guía distinta. Lo apolíneo se sostiene en la norma, en la matemática, en el respeto a la ley y en un pensamiento conservador y, sobre todo, en la sobriedad.
Lo dionisiaco responde a la multiplicidad, al atrevimiento, a la transgresión, al cultivo de una imaginación sin paredes, incluso al cultivo del crimen y la embriaguez.
Así, dentro de lo apolíneo, podría colocarse al renacimiento o al neoclasicismo, y más tarde al realismo. En lo dionisiaco, al barroco, al romanticismo, y aún después, diría yo, al modernismo, un movimiento que quizá sea una combinación de ambos extremos. Cada uno de esos movimientos es una respuesta al anterior. Una rebelión hacia el orden o hacia el libertinaje. En ese movimiento, concluían los catedráticos, se hallaba la base de la humanidad y su genio, y más aún, el equilibrio de los tiempos.
Cuento lo anterior porque, para mí, es la base que sostiene la novela de la búlgara Kristin Dimitrova; más que la base, se revela como el motor, la inercia que impulsa los hechos y las relaciones entre los personajes. Pues Sabacio es una novela que trata, entre otras cosas, de la lucha vital de un personaje llamado Orfeo, un joven cuyo mundo se encuentra en medio de una tensión irresoluble. Es hijo de Apolo y sobrino de Sabacio (o Dioniso). Guarda un conflicto con la rectitud y la oficialidad de su padre, poeta del régimen, y se siente atraído por la libertad que raya con el crimen de su tío Sabacio.
Habría que acotar antes, sin embargo, y como ya podemos advertirlo, que en esta novela —la cual sucede en la Bulgaria contemporánea— los personajes ostentan el nombre de su estereotipo clásico: así, Orfeo es en principio un profesor de filosofía pero sobre todo un músico, un violinista que lidera un grupo de house y jazz llamado Los Argonautas, en donde sus amigos, Belerofonte y Pegaso, son bajista y baterista respectivamente y buscan mediante la música hallar la pieza maestra, quizá —digo yo— el vellocino de oro de la música.
Eurídice, su mujer, es una actriz frustrada que nunca puede lograr un papel importante en el teatro nacional. Sus padres, Apolo y Caliope, son —como dijimos— miembros de la comunidad cultural del país.
Sabacio, su tío, es un empresario pseudomafioso que resuelve todo con el poder del dinero y las influencias, y quien ofrece a Orfeo una oportunidad única: dejar sus mediocres empleos, y sus altos ideales, para conducir un programa de arte en una barra televisiva.
Ante esa tentación, Orfeo cederá sin remedio y por necesidad; sin embargo se hallará siempre en conflicto, en medio de la valoración constante de lo que ha abandonado irremediablemente, y lo que comienza a construir y no le satisface. Pronto logra cambiar su forma de vida, pues hasta entonces había vivido como arrimado con sus padres, y alcanza una posición económica más desahogada e independiente, una vida cómoda pero vacía hasta cierto punto.
Como es obvio prever, el mundo consagrado a las artes que antes componía su existencia se derrumba poco a poco. Se sucede así el abandono y el extravío de su mujer —luego de ser tentada por una oferta que guarda las formas de una serpiente venenosa—, la disolución de Los Argonautas y, a poco, la corrupción del propio Orfeo de la mano de Midas, el jefe de la televisora donde trabaja, mediante una tramposa sustitución de los contenidos de su serie televisiva.
A partir de entonces, nuestro héroe sufrirá otras desventuras, a veces trágicas y sorprendentes, que no revelaré para no frustrar el goce y el suspenso del probable lector. Acaso puedo revelar que Orfeo habrá de vivir, como lo dicta el estereotipo de su personaje y su leyenda, su descenso a los infiernos bajo la guía a veces invisible de su tío Sabacio, quien parece controlar el mundo entero o al menos el mundo en el que Orfeo se mueve.
Como decía al principio, la presión que ejerce la idea del padre rector, Apolo, y la seducción del cuasi criminal Sabacio en la mente de Orfeo impulsará el desarrollo de la novela, le otorgará un conflicto que pareciese insalvable y dimensionará el mundo en el que las piezas se mueven. Curiosamente, y como sucede a menudo, un personaje que le da título a novela me remite a otra: El Gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald.
En esa novela aparece también un millonario seductor, Jay Gatsby, cuya pasado criminal nunca se esclarece del todo y alrededor del cual parece girar un pequeño mundo del que todos son espectadores pero cuya trama no puede despejarse a cabalidad. Justo como ocurre con la historia personal de Sabacio, quien carga el peso de un pasado de infortunio, de orfandad y resentimiento puros.
Como toda obra clásica, o toda obra basada en ellas, la novela de Kristín Dimitrova guarda algunas moralejas o, mejor dicho, lecciones para el lector actual. Esta transposición de una tradición mítica intenta ponernos en aviso, decirnos que el mundo se halla signado por un destino irrefrenable y que existen estructuras inamovibles en el mundo social y el personal, estructuras que habremos de seguir ciegamente como piezas de un tablero. Como si cada uno de nosotros, así nos llamemos Kristín o Alejandro, Joaquín Guzmán o Donald Trump, nos conformaran leyes escritas en un código primordial, leyes que nos asignasen un nombre que desconocemos pero revelamos con nuestros actos y cuyo estereotipo seguimos inconscientemente. Por tanto, no nos libraríamos de ser un ambicioso Midas, un temperamental Zeus, un extraviado Telémaco, o acaso un decrépito perro Argos en las varias facetas de nuestra existencia.
Si bien debo decir que guardo cierta distancia de las obras literarias, cinematográficas y teatrales que actualizan un mundo clásico o mítico, acaso literario —por ejemplo, esa manía constante de los creadores de colocar a Odiseo en el Nueva York contemporáneo combatiendo al cíclope de Wall Street, o acaso la elaboración de un western con los personajes del Viejo Testamento, Romeo y Julieta en Verona Beach, o incluso la recreación de la pasión de Cristo en medio del relleno sanitario del Bordo de Xochiaca — como sucede en la ya lejana novela El evangelio de Lucas Gavilán, de Vicente Leñero—, debo reconocer que a veces el recurso ayuda a conformar un paisaje literario alterno como sucede en la novela de Dimitrova.
Evidentemente la interpretación será completamente distinta si leemos la historia actualizada de un mito clásico pues de manera automática le asignaremos características y destinos fatales a sus personajes y su derrotero, así como ocurre cuando vemos por segunda o tercera ocasión un filme policial del cual ya conocemos tanto al asesino como el móvil de su crimen.
A partir de ello alimentamos la expectativa de conocer cómo se resuelve finalmente una historia que la tradición conoce, pues no todas la historias a las que nos enfrentamos a diario y por distintos medios son originales o las desconocemos del todo.
Cuando asistimos por enésima ocasión a la historia mil veces hilvanada de la Odisea, nos embarcamos en una nueva lectura porque nuestro goce no se encuentra en el destino final de Ulises sino en el largo viaje que le toca en suerte. Pues una tradición también se construye mediante la insistencia, la reformulación y el replanteamiento.
Por tanto, Kristín Dimitrova en Sabacio nos cuenta una historia vertida otras veces; sin embargo, en ella parece decirnos que existe algo inalterable a pesar del paso de los siglos, las corrientes filosóficas y los movimientos artísticos: el destino del hombre se halla por siempre cifrado por fuerzas contrarias, algunas sustentadas por él mismo, fuerzas que lo moldean y lo impulsan sin remedio.
Kristín Dimitrova, Sabacio, México, UAM, 2016, 253 pp.