LA PERMANENCIA DEL TIRANO

n el siglo XX, la figura del dictador sedujo –literariamente hablando–, a algunas de las mejores plumas de Latinoamérica. Lo mismo los premios Nobel Gabriel García Márquez con El otoño del Patriarca o Mario Vargas Llosa con La fiesta del Chivo, pasando por supuesto por Arturo Roa Bastos y su imperdible Yo el supremo, abordaron con eficacia literaria el gran misterio del poder y sus personeros.

Los dictadores, esos monstruosos y atrayentes individuos, muchos de ellos salidos de la miasma de la sociedad, que tuvieron en la palma de sus manos el destino de su país y, por supuesto, la vida de sus conciudadanos, no han dejado de intrigarnos aún en nuestros días de democracias maltrechas.

Mi abuelo y el dictador, segunda novela del escritor César Tejeda (Ciudad de México, 1984) retoma lo mejor de la narrativa de la dictadura y la ensambla con una historia de investigación autobiográfica. En ella, Tejeda-personaje, un joven escritor mexicano, indaga sobre su pasado inverosímil: fue hijo de un hombre septuagenario cuyo padre –es decir, el abuelo del autor–, tuvo un encuentro tremebundo con el presidente Manuel Estrada Cabrera, déspota que dirigió los destinos de Guatemala entre febrero de 1898 y Abril de 1920.

Tejada-autor centra su novela en un episodio de esos que marcan para siempre a las familias: la marcha que se ve obligado a emprender su abuelo, de nombre Antonio, a través de los casi cincuenta kilómetros que existen entre Antigua y la Ciudad de Guatemala, para carearse con el presidente, quien lo acusa de traidor a la patria. Por supuesto, Antonio no va sólo: lo acompaña un piquete de soldados que se divierte sometiéndolo a simulacros de fusilamiento.

Para agregar más dramatismo, durante esa caminata va a la retaguardia la esposa de Antonio, con su primer hijo en brazos y dentro del pañal del pequeño un revólver cargado con el que pretende liberar a su marido de la muerte.

Artífice de esta trama siniestra fue el presidente Manuel Estrada Cabrera, quien, aunque de origen civil, supo teñir su mandato con excesos dignos de la más sangrienta junta militar, todo ello, por supuesto, mezclado con intentos de legitimarse a través del edificio legaloide que él mismo irguió; además, abrió la puerta de su país a la infame United Fruit, trasnacional que definiría para mal los destinos de toda Centro América.

César Tejada como autor intercala los episodios en que él mismo investiga la historia de su familia con la novelización de la figura de Estrada Cabrera. En ese sentido, las partes en donde Tejada narra su investigación tienen un tono similar al que utiliza Javier Cercas en El Impostor, mientras que en las recreaciones históricas su prosa alcanza registros dignos del mejor realismo mágico: el tirano aparece como un ser mítico y terrible, un Cronos de mil ojos y mil tentáculos que nunca duerme y que es capaz de escuchar los pensamientos. Tales episodios, así como en los que Tejada aborda la historia de su familia son lo más gozoso de la novela.

Otra de las virtudes notables de César Tejada es su capacidad de construir personajes entrañables y complejos: su abuelo Antonio –quien, curiosamente, es de los más opacos–, la aguerrida abuela Victoria, Maximiliano y Victor Manuel, los que causaron la desgracia familiar, e incluso la bisabuela Luisa, obsesionada por las cejas masculinas y amante de un cejón y peninsular sacerdote. Todos ellos inolvidables para el lector.

En contraste, las partes en la que el joven autor se introduce como personaje dentro de la diégesis para narrar su investigación no alcanzan esa maestría, e incluso muchas podrían omitirse del relato sin que se perdiera calidad. La referencia a Cercas no es gratuita: hay que recordar que el autor español utiliza esa misma estrategia cuando refiere su proceso para escribir del embustero Enric Marco, sólo que, a diferencia de César Tejada, Cercas aborda en El impostor los profundos conflictos internos que encaró mientras investigaba a Marco. En cambio Tejeda no se involucra emotivamente, sino que más bien se enfrasca en una interminable sucesión de acciones sin interés novelístico: Fui, tomé el autobús, fui a la biblioteca, investigué, regresé a México… Todo perfectamente redactado, pero carente de emoción.

De cualquier manera, a pesar de sus carencias, Mi abuelo y el dictador es una muy disfrutable novela que nos vuelve a plantearnos el enigma del poder y sus testaferros y de la malsana fascinación que –aún hoy, en la segunda década del siglo XXI–, nos ocasionan.

César Tejeda, Mi abuelo y el dictador, 2017, Caballo de Troya

 

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