NO. Hace poco leí una charla entre Kiko Amat e Irvine Welsh que me hizo recordar una de las raras y extravagantes historias de Troy, un viejo amigo que hice durante mi vida –como norteño-falso– en Santa Catarina, Nuevo León. El genio de Troy afirma que en su juventud, por los rumbos de Ecatepec de Morelos, Estado de México, conoció a su otro yo: un ex miembro de la banda de Los Panchitos. Ambos escritores, mientras conversaban, coincidieron en que sobre sus espaldas llevaban –durante mucho tiempo de sus vidas– dos personalidades: una del aficionado a la literatura y la otra del miembro de la pandilla de punks, skins, hooligans o mods del barrio en el que crecieron. El autor de Cosas que hacen BUM! en Sant Boi, Barcelona y el de Trainspotting en Leith, Edimburgo.
Irvine Welsh, en algún punto de esa charla, dice: “[…] siempre estuve militantemente convencido de que ambos mundos podían ser compatibles. Y lo sigo estando. La mayoría de los amigos con los que crecí son matones ex-hooligans, y casi todos trabajan en la construcción; son unos monstruos enormes. Me ven como uno de ellos, pero la verdad es que yo siempre he sido el rarito. Ahora eso les encanta, de acuerdo, con el tiempo han acabado por apreciarlo. Podríamos decir que han vivido tanto tiempo con ello que han acabado por aceptar y celebrar mi lado excéntrico. Por otro lado, mis amigos del mundo del arte y la literatura me ven como un pirado violento y peligroso, con un pasado complicado pero valiente y aceptado en el mundo artístico. Es curioso cómo paso de ser un intelectual flácido a un tío duro que no teme decir lo que piensa, sin dejar de ser yo mismo [ríe]. A veces, durante el Festival de Edimburgo, mezclo a mis amigos de toda la vida con mis amigos de los círculos artísticos de Londres y nos vamos a beber. Nunca hay problemas, porque la gente se ha vuelto más generosa con los años, pero es casi como si alguien de Marte y alguien de Venus intentasen hablar”.
Cuando terminé de leer toda la conversación me fue inevitable sonreír y agradecer que pude conocer a Troy y demás personas locas e interesantes durante mi estancia en el poniente de la Sultana del Norte, donde residí diez años. No cabe duda que la juventud y la calle –compuesta con la dosis exacta de inexperiencia– son una gran combinación, son como la mejor escuela que podría tener la vida para hacerle frente. Por ello siempre me ha interesado leer –e intentar escribir– historias que uno ha podido respirar de cerca, con personajes de carne y hueso que no pierden el piso tratando de aparentar ser algo, sin caer en etiquetas de snobs y estúpidos clichés que uno mismo se crea, olvidando su propio nombre y todo el entorno del que surgió.
OS. Siempre me gustó contemplar el mundo excéntrico de Troy, todo ese hábitat de alucinaciones y rebeldía natural que profanaba él y sus amigos más cercanos. Troy pertenecía a un grupito de podridos punks de la colonia Adolfo López Mateos, mejor conocida como “La López”, lejos del centro del municipio de Santa Catarina, Nuevo León, bajo la sombra del Cerro de las Mitras, cercana a la carretera que va a Saltillo, Coahuila, donde patinaba hasta romper sus tenis y tronar sus tablas; aparte, Troy era el líder de una agrupación de street punk: Los Pesticidas, famosos por hacer sudar drogadictos en sus tocadas, en el interior de distintos hogares sin aires acondicionados; o de golpear con sus guitarras a fortachones que en medio del baile de brincos y empujones que se hacían durante las presentaciones de Los Pesticidas, se metían al slam a golpear chicas y chicos simplemente por diversión, porque así se consolidaban dentro de ese estilo de Nuevo León Hardcore (NLHC) con violencia, músculos, “hermandad”, vigor, estupidez y pose.
“Eran tiempos de sólo patinar y reventar donde se pudiera, afrontando los problemas con el alcohol, escuchando a The Stitches, The Saints, Circle Jerks, 7 Seconds, Johnny Thunder & Heartbreakers, entre otras bandas”, menciona Troy. Y sobre La López, su barrio del cual jamás se ha alejado, agrega: “La López sigue siendo una colonia culera y nada interesante en la que abundan los viejos irrespetuosos de vergas peludas [risas]. Nunca he dejado Santa Catarina. Siempre he estado echando el rock por acá y no he pensado en moverme de municipio. Para mí Santa Catarina y La López no han cambiado en lo absoluto. Sigo teniendo casi los mismos amigos desde ese entonces y eso es lo que importa. Lo único que pudo haber cambiado, que lo mejor sería decir desaparecieron, fueron las fiestas y tocadas improvisadas en plazas públicas, casas abandonadas o cocheras de quienes se atrevían a soportar cosas de todo tipo. Lo chido era que durante un tiempo Santa Catarina, en especial de éste lado de La López, estuvo en boca de todos los punks callejeros de Monterrey y sus otros municipios. La banda destroy se dejaba caer para acá y no a los bares de moda ni su chingada madre”.
También, sobre Troy y sus compinches, se sabía que acostumbraban reunirse en alcantarillas y otras cosas que estoy seguro, para esas épocas –inicios y mitad del nuevo milenio– era común que se dieran en gigantescas metrópolis. Pero en esos tiempos la juventud de Santa Catarina parecía que no era común que viviera cosas así. La juventud creo que se enfilaba a: 1) Comer elotes en vaso en la Plaza Municipal rodeado de familias. 2) Comenzar a bailar break dance o ser un futuro MC respetado. 3) Convertirte en una especie de Miklo Velka al vivir toda la moda que se creó gracias a la película Sangre por sangre. 4) Afiliarte a algún cártel del narcotráfico mexicano. 5) Montar a caballo y pasar los fines de semana en un rancho de la Huasteca asando carne. 6) Subirte a una patineta y así sobrellevar la adolescencia; como bien lo hacía Troy con sus pelos parados, trasladándose de un lugar a otro arriba de su tabla, y tocando donde fuera posible con Los Pesticidas.
“Seré muy sincero, como Los Pesticidas, nunca salimos de Santa Catarina [risas]. Muchos de los organizadores de tocadas en aquellas épocas no gustaban de ese garage-primitivo-street-punk; como que esos ritmos eran algo muy novedoso en aquel entonces, y es por eso que teníamos que organizar nuestros propios toquines”. No obstante, Troy de nueva cuenta regresó a colgarse su guitarra y cantar algunas canciones del ayer: “No hace mucho con otros dos amigos de Santa Catarina llevé una banda que nombramos Los Retretes, tocábamos canciones de Los Pesticidas; fue la continuación del grupo que jamás quisimos dejar caer el baterista Pako Ramírez [ilustrador y quien también tocó con esa mítica banda santacatarinese] y yo. El bajo lo tocó Jehú Coronado [joven poeta regiomontano y ex líder de Yo Maté a Tu Perro]. Todas esas agrupaciones formaron parte de Grabaciones Puro Pedo, sello que nació entre nosotros, en el cual grabábamos casetes y de vez en cuando hacíamos tocadas en la terraza de mi casa”.
RES. El encuentro de Troy con su otro yo me lo contó en aquella época donde le pegaba a la batería con Mocho Cota, grupo de fastcore que formé junto a Pako Ramírez (guitarra y voz) y Ous (bajo), en las entrañas de Santa Catarina, Nuevo León, después de que ellos dejaran de tocar con Lactobacillus Casei Shirota Para El Fat Baby y yo hiciera lo mismo pero con Zarathustra Has Been Killed In The 70’s. En esa ocasión, tras ensayar en un cuarto muy pequeño que Ous tenía en su hogar, arribamos a la casa de Troy para beber algunas cervezas, mientras una sensible canción de pop español a cargo de Los Fresones Rebeldes o La Casa Azul –no recuerdo con precisión– nos recibió. Sin embargo entre melodías, risas y cuando caía la noche al comienzo de un fin de semana, lo que más sobresalía del hogar de Troy era un VHS de esa película mexicana que hicieron sobre Los Panchitos, el cual hasta la fecha conserva con nostalgia, y en aquella ocasión estaba colocado en una repisa; como si se tratara de un Santo milagroso, una figura religiosa a la que se le venera.
Los cuatro presentes durante aquella noche podría afirmar que somos aficionados a ese tipo de películas de “baja calidad” y es bastante obvio que sentimos admiración por esa pandilla de chicos banda que apareció por los rumbos de Tacubaya, Santa Fe (cuando se conservaba como uno de los basureros más grandes de la Ciudad de México), Observatorio y hasta en terrenos baldíos de Cuajimalpa. Los Panchitos se encargaron de aterrorizar a los capitalinos en la última época de los años setenta y parte de los ochenta, como buenos vagos.
Troy afirma que aquel ex miembro de Los Panchitos, uno de los más de 500 chavos banda que llegaron a conformar al grupo echando relajo en las tienditas de las esquinas, robando cervezas, trepando en los camiones repartidores, intoxicándose con chemo, escuchando a Three Souls in My Mind en sus fiestas, vistiendo garras a la Sex Pistols o Ramones, peleando con cadenas y puntas contra su pandilla rival Los Buk y trisoleando en las tocadas de rock, se reflejó en él, en un chico con menos de 20 años de edad que había viajado de raite desde Santa Catarina, Nuevo León a la Ciudad de México sólo para conocer el popular Tianguis del Chopo que data de 1980.
“Esa onda de irte de raite nada más porque sí, de la noche a la mañana, era lo mío; no te imaginas lo que fue. Nos fuimos varia banda para el D.F. Creo que ya no tardan en cumplirse unos quince años de esa aventura y hasta la fecha nada lo supera. Yo me la mamé, únicamente traía dos culeros pesos [risas]. Te lo juro. Y antes de salir de mi casa le dejé una nota a mis papás que decía: “Se peló Baltazar”, es lo que recuerda Troy después de preguntarle cuándo sucedió esa aventura. Solté una carcajada y tampoco puedo desmentir lo que me decía un viejo amigo. Lo conozco y en esencia él así es. Le cuestioné si en alguna ocasión antes ya había viajado a la Ciudad de México: “Nunca había estado allá. Tardamos más o menos unas catorce horas en llegar de raite. Viajamos con traileros que se paraban en medio de la carretera a dormir, para que se las mamara una puta o comer algo; yo qué sé”.
Los imberbes punks de la Ciudad de las Montañas llegaron a la Ciudad de México un jueves por la mañana. Los capitalinos del extinto Distrito Federal, dice Troy, se portaron a toda madre. Sin embargo, tanto él y quienes lo acompañaron en ese viaje, lejos de Santa Catarina, Nuevo León, a cientos de kilómetros, se enteraron que el Tianguis del Chopo sólo se pone los días sábados en la calle Aldama de la colonia Buenavista, a un costado de la Biblioteca Vasconcelos y Eje 1 Norte.
“Estuvimos vagando por el centro y durmiendo en alcantarillas para evadir el frío. Recuerdo que únicamente llevaba una chamarra de tela puesta, una camisa desgarrada hasta el ombligo y no quedaba de otra más que inhalar tolueno para que se nos quitara el frío [risas]”. Y Troy continuó relatando esos días: “Buscábamos comida en la basura, y cuando finalmente llegó el día para conocer el Chopo nos metimos por debajo de las barras de un Metro, vimos que eso era normal para ir hacia el afamado tianguis. Lo chido fue saber que íbamos en el vagón correcto, había mucha banda de pelos parados. Ya cuando comenzamos a caminar dentro del Chopo nos topamos con la bandita destroy que nos preguntaban: ¿De dónde vienen?, ¿cuándo llegaron, ¿dónde rifan?, ¿en qué se vinieron?, ¿traen varo? ¡Pinches Monterrey ñeros!”.
UATRO. Recientemente me reencontré con Troy para revivir esa anécdota de él y un ex Panchito. Aquel viejo amigo ahora es un hijo bastardo de Paul Weller de The Jam y The Style Council, un guapo y estético mod –tal vez el único– de Santa Catarina, Nuevo León que conduce un viejo y lindo scooter Vespa o Lambretta; no lo distinguí con exactitud. Troy se convirtió en un chef y es el dueño de Di Parma Bistro, su restaurante de cocina italiana y repostería gourmet que está ubicado en avenida Perimetral Norte 807 de la colonia Adolfo López Mateos, en sus terrenos de siempre.
Troy me recibió en su local y todo fue distinto. No hubo pelos parados, chaquetas de cuero, patinetas, ombligueras, drogas, fiesta, tocadas en su casa, canciones de Eskorbuto y mucho menos mocedad, locura y desenfreno. Me presentó a su novia y sus dos perros dálmatas que viven con él. También me sorprendió lo elegante que se ven las mesas de Di Parma Bistro junto a su scooter que permanece ahí estacionado. Es un lugar acogedor pero armonioso. Leí en el menú platillos como: “Ensalada de durazno asado al vino blanco, queso mozzarella, mix de lechugas y vinagreta dulce”. También encontré pastas (Pomodoro, Alfredo, Arrabiata, Mia rossa, Al burro, Bologñesa, Aglio olio); ensaladas (Cesár, Capresi, Parma); lasaña (Ragu de carnes al tomate, queso y bechamel o Ragu de verdura, queso y bechamel).
Sin más ni menos, en medio de mi plato con lasaña y una refrescante limonada, decidí preguntarle a Troy cómo fue que dio con su otro yo, con ese chico banda que dijo haber pertenecido a la banda de Los Panchitos.
“Entre tanto cotorreo, toque de mariguana, mona, regalos de casetes y discos, terminamos con unos güeyes en un lugar llamado El Clandestino, allá por el rumbo de Ecatepunk. Fuimos a una tocada donde no nos dejaron entrar por lo intoxicados que andábamos [risas]. Caminamos por una especie de canal [Río de los Remedios] donde había todo tipo de vagos y gente que ahí vivía con sus familias. Llegamos a un deshuesadero de autos en el que había otra tocada. Ahí fue que di con un tipo que apodaban como El Roto, un señor entre los 40-50 años, piel morena y con un paliacate en la cabeza; decíamos entre broma y broma que tenía aspecto de cholo-punk [risas]”. No puedo negar que Troy se emocionó otra vez contando su historia. Se expresaba con cada uno de los gestos de su cara, con sus ojos saltando entre sus enormes cejas, y sus manos acompañando el ritmo de nuestra conversación. Y Troy continuó diciéndome: “El Roto al parecer era alguien muy respetado entre la banda culera de esos rumbos. Se me acercó a preguntarme: ¿Y tú de dónde?, ¿qué quieren acá?, ¿traes pa’ un toque? Yo no le contesté nada y seguimos cotorreando. En esa tocada escuché por primera vez un: Hay… hay… hay… hay… hay…, que por su puesto era la canción Radio alicante muerta de la banda española Urgente, con la cual salté a reventarme en un pogo que se hizo”.
Después Troy mencionó que la tocada de punk parecía no tener fin. Salió del deshuesadero de autos a fumar e inesperadamente El Roto le chifló, para después apodarlo como “Panchito” entre sus demás valedores.
“Me preguntó si quería un toque de mota. Comenzamos a cotorrear e inmediatamente me dijo que con mi ombliguera se había acordado de él, estando chavo, más o menos de la misma edad, unos 18 años”, dice Troy. “Conectados El Roto y yo, después de fumar mezcalina y cuando terminó el último grupo de tocar, nos lanzamos a su humilde casa que estaba muy cerca de ahí. Estuvimos platicando por un buen rato hasta que desperté en el suelo. Antes de irnos, ya para regresar a Santa Catarina, El Roto me dio el VHS de Los Panchitos y nos acompañó al Metro. Al despedirse recuerdo con exactitud que me dijo: cuida la película porque soy de los últimos que quedan firmes. Bueno… eso me han dicho. Cámara, Monterrey. Suerte”.
En esa, la segunda ocasión que Troy me contó ésta anécdota, su vivencia estaba plasmada con datos más exactos; como si todo esto apenas le hubiera ocurrido el día anterior. Pero en aquel entonces, hace ya más de una década, cuando sólo tenía 18 años y era un podrido punk de La López, desconocía quiénes eran Los Panchitos. Supo de ellos hasta llegar a su casa y reproducir el VHS. Era un reflejo casi perfecto; como mirarse al espejo después de despertar.
“Al chile no sabía nada de Los Panchitos. Yo creo que ese fue uno de los tantos problemas que viví al ser un punk de Santa Catarina [risas]”, Troy dijo eso y sostenía entre sus manos la película. Incluso no me había percatado y el VHS estaba firmado por El Roto. Mi sorpresa fue aún más grande. La felicidad de conmemorar algo así provocó que el tiempo se detuviera. Y antes de salir de Di Parma Bistro, Troy dijo: “Ahora siempre recuerdo al Pelón Vicious [un punk muy viejo de Monterrey] que me decía que yo era muy parecido a un güey que salía en la película de Los Panchitos. Jamás había recordado eso hasta después de dejar el D.F. Pero una de dos: El Roto me quería coger, o creo que fui bendecido por Dios”.