TERRORES DE LA MODERNIDAD MEXICANA: EL CONDOMINIO INSURGENTES 300*

*Este texto se publicó originalmente en el número 8 del mes de septiembre de 2014 de la revista  Casa del Tiempo, de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM).

ntrar a un edificio abandonado tiene su mérito, sobre todo cuando se dice que presenta daños estructurales y por ocupar un lugar en la lista negra de la Procuraduría Social del Distrito Federal, que considera al Condominio Insurgentes 300 como uno de los más conflictivos de la capital. Aunque los dictámenes de Protección Civil han concluido que no existe riesgo de colapso, la posibilidad de ser agredido por alguno de los combativos habitantes que defienden a capa y espada su patrimonio no es menor. Además, en la entrada del edificio, un largo pasillo flanqueado por locales comerciales, un policía tiene órdenes de no dejar pasar a nadie a menos que se acredite la posesión de uno de los cuatrocientos veinte despachos con que cuenta el famoso condominio. Un cartel exhibe a una persona que “saca fotografías y quiere vender el edificio”, y otras más advierten que nadie puede pasar sin el permiso de la administración.

Para poder subir me acompaña el dueño de un despacho a quien llamaré “A”. Tenemos suerte: el policía en turno no está su lugar y empezamos a subir hasta el piso siete, donde está la oficina que hasta hace pocos años fungió como sede de un negocio de cosméticos. Antes de que iniciáramos el ascenso, “A” me contó algunas de las historias de terror que suelen suscitarse dentro de esta mole: falta de agua, juntas de condóminos en las que se pasa de las palabras a los golpes e incluso a las armas, administradores con pistola en prevención de atentados, apropiación de áreas comunes, puertas incendiadas, malos manejos de las cuotas, venganzas, robos y crímenes, como el del magistrado Abraham Polo Uscanga, asesinado dentro de su despacho en el piso nueve, en 1995.

Conforme subimos y para tomar un descanso, “A” me lleva a recorrer algunos niveles. Le interesa que vea cómo lucen los pisos que han sido remozados, los menos, y también que contemple la desolación de la mayoría. Son comunes las ventanas rotas, cables que cuelgan de todas partes, basura, grafitis, muebles inservibles y hasta piezas de los elevadores que, desde luego, no funcionan. Tras pasar un vestíbulo donde se agrupan escaleras, elevadores y baños sin lavabos ni sanitarios, se entra al corazón del edificio: dos largos y oscuros pasillos que conducen hacia los despachos. La sucesión de puertas enrejadas o con cadenas parece infinita. Huele a humedad y a basura. A veces se alcanza a percibir el lejano sonido de alguna radio que suena quién sabe dónde. De repente la música cesa. Ahí dentro no se escuchan los ruidos de Insurgentes ni de la calle de Medellín, muy transitadas a esa hora de la mañana. Al exquisito Stanley Kubrick le hubiera gustado filmar a las gemelas asesinadas de la película “El resplandor” en cualquiera de esos pasillos. Es mejor regresar a las escaleras y seguir subiendo.

En los testimonios que sobre el Condominio Insurgentes pueden encontrarse en la red hay historias de fantasma, luces que se encienden en las noches, pero frente al silencio y la soledad del lugar lo que más preocupa es que aparezca uno o varios seres humanos que nos pregunten qué estamos haciendo o por qué sacamos fotografías. Es inquietante saber que hay personas que viven ahí, a juzgar por las plantas recién regadas que inútilmente tratan de hacer agradable el entorno. ¿Qué se sentirá ser el único habitante de un extenso piso, sabiendo que en los niveles de arriba y de abajo no hay nadie? ¿Qué se sentirá llegar de madrugada, subir nueve o diez pisos, algunos completamente a oscuras, corriendo el riesgo de sufrir un accidente o de toparse con desconocidos?

Dos anuncios publicados entre mayo y junio de 1958 ofrecen datos interesantes: en El Universal dice que el Condominio Insurgentes contará con banco, cafetería, tabaquería, farmacia, peluquería y estacionamiento. Quienes compren un despacho o local podrán pagarlo en un plazo de diez años. En el Novedades del domingo 8 de junio, se lee: “Sea propietario de su oficina en el Condominio Insurgentes”. Debajo aparece el edificio dibujado en perspectiva y la siguiente leyenda: “La nueva administración del Condominio Insurgentes que está acabando el edificio, le GARANTIZA entregarle su despacho o local totalmente terminado el día 15 de julio de 1958 hasta el 8º piso y el día 15 de agosto el resto del edificio”. El anuncio, además de establecer la posible fecha en que se inauguró el inmueble, deja entrever conflictos durante la construcción al mencionar a una “nueva administración”, etiqueta que incluso hoy en día es señal inequívoca de desmarque, de diferencia respecto de un caótico pasado. A pesar de su relevancia en un contexto como el de la colonia Roma, la prensa nacional no pareció darle importancia a la inauguración del Condominio Insurgentes, un rascacielos de 56 metros de altura en el que tuvieron sus despachos famosos abogados, médicos y comerciantes. Como si deseara permanecer en el anonimato, el autor del proyecto es un misterio. Se menciona erróneamente a Mario Pani, autor del “Condominio Reforma” (1957), ubicado en la esquina de Paseo de la Reforma y Guadalquivir, considerado como el primer condominio de la ciudad de México. De igual manera se habla de Enrique del Moral o de Enrique de la Mora como posibles autores, quienes, al tener problemas con el dueño, decidieron abandonar el proyecto. Ninguno de estos grandes arquitectos hubiera empleado columnas dóricas en el enorme acceso del edificio, ni habrían resuelto de manera tan torpe la torre de circulaciones, que siendo tan amplia posee escaleras demasiado estrechas. El nombre del autor se esconde porque nadie quiere cargar con la responsabilidad histórica de un edificio menor, qué ironía, que demuestra que cuando las directrices del Movimiento Moderno cayeron en manos equivocadas, los resultados produjeron ratoneras, adefesios, monstruos de concreto.

Luego de visitar el despacho de “A”, me sorprende su propuesta: “Vamos hasta arriba”. Y eso hacemos. “Durante algún tiempo una señora se apropió de la azotea. Decía que era suya”, me dice mientras avanzamos. En un video que puede verse en Youtube[1], el paso hacia la azotea estaba clausurado por una puerta improvisada sobre la cual se había escrito una advertencia: “Propiedad privada. Cualquier persona que sea sorprendida violando los candados sin previa autorización de parte de los dueños será consignada ante las autoridades”. Humor involuntario e impunidad, dos ingredientes de la mexicanidad.

De nuevo la suerte nos acompaña. El paso está libre. Dos esculturas de papel maché son las únicas presencias frente a los elevadores estropeados, abiertos, cuyas puertas han sudo sustituidas por láminas y paneles de madera. “Dice mi esposa que aquí arriba había un restorán llamado ‘Cielito lindo’ o algo así”, dice “A”, que aprovecha para sacar fotografías del paisaje. A cincuenta y seis metros de la calle, la vista es inmejorable.

Cuando ya vamos de regreso, recuerdo a uno de mis maestros de la universidad, Fernando Rodríguez Barra, responsable del último curso de la materia de Construcción, verdadera prueba de fuego para medir la resistencia de los futuros arquitectos. Implacable a la hora de cuestionar si un sistema de cimentación a base de pilotes era mejor que uno de pilas, o si una losa reticular era una mejor opción que unas vigas pretensadas, al “viejito”, como le apodaban, le gustaba repetir algunas ideas de su filosofía personal. Nos decía que, a veces, lo mejor que le podía pasar a un proyecto era no construirse, sobre todo cuando desde el principio nace con vicios de origen. “Un edificio no dura cinco o diez años sino toda la vida, fastidiando a quien le toque habitarlo”, afirmaba. Y es que este Condominio Insurgentes, que muchas personas consideran un referente o un icono, es el testimonio de una época en que la corrupción llegó para quedarse en todos los aspectos de la vida diaria. Es un ejemplo de cómo se confunde lo grandioso con lo grandote, lo “lujoso” con lo eficiente. A medio camino entre caricatura y naufragio, al Condominio Insurgentes le falta originalidad: conocido también como “el edificio de la Canadá” porque uno de sus costados se iluminaba con las famosas letras de la hoy extinta zapatería, todos sabemos que el original, el primero, está en Tacubaya, y ese sí vale la pena conservarlo.

 

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