n uno de los salones del Parlamento Canadiense, en Ottawa, se exhibe una pintura llamada Los Padres de la Confederación. Se trata de un cuadro de gran formato en el que están retratados los 36 caballeros que participaron en las conferencias que hace 150 años sellaron la constitución de Canadá como país. La pintura es la reinterpretación de dos anteriores que retrataban sendas reuniones previas, que fueron necesarias para que cada los representantes de las provincias se pusieran de acuerdo y firmaran el convenio. La pintura exhibida en el parlamento fue realizada por Rex Woods entre 1964 y 1967 (para celebrar el Primer Centenario), reproduce una anterior llevada a cabo por Robert Harris y añade a los tres últimos “padres” y un retrato del mismo Harris. Y ya, ahí está, después de agregar y quitar elementos, la nación se halla completamente formada; el cuadro, terminado; los padres, satisfechos y por la ventana se ve el caudaloso San Lorenzo atestiguando también del nacimiento de Canadá.
Este sesquicentenario (una palabra adorable a la que los angloparlantes no se acostumbran) ha destapado una serie de discusiones sobre qué es Canadá, qué es lo que se festeja este año, si estas provincias eran o no las originales, para quiénes es la fiesta, para quiénes no, y si se toma en cuenta o no la influencia francesa en el proceso. Se han tocado muchos temas, incluyendo la muy decimonónica costumbre de representar a los Padres, sin que se reconozca que entonces debió haber algunas Madres de la Confederación (además de la reina Victoria de Inglaterra, que se ganó el título de “madre” con tan solo no oponerse a la unión). Las muy masculinas escenas en fotografías, grabados y pinturas, dejan en claro el tipo de sociedad que generó la creación del nuevo país: paternalista, inglesa, blanca, blanca, blanca.
Por eso, justo cuando se tocan las melodías más animadas de la fiesta, un asistente brinca a la pista con movimientos estrafalarios. Entonces las cejas se enarcan y las narices se arrugan. Un nativo americano se ha colado en la reunión, reclamando, además, su sitio dentro del cuadro… literalmente. El artista plástico Kent Monkman, insertándose en la tradición de contar la historia desde la pintura, realizó su propio cuadro de la constitución de la federación, titulado The Daddies (Los Papis) y aprovecha un espacio vacío frente a la junta para plantar a su alter-ego: Miss Chief Eagle Testickle. Sobre el juego de palabras en el título solo voy a decir que Miss Chief (“la señorita jefe”) y mischief (travesura), suenan exactamente igual en inglés y es el primer guiño que hace el pintor a su audiencia: la exhibición es una travesura, como si un niño pícaro decidiera molestar a todos los adultos presentes.
Miss Chief no es solamente un indio americano, sino también sexualmente ambigua/o. Es un hombre de pelo largo hasta la cintura que usa zapatos de tacón Louboutin (ya saben, esos con la suela roja) y posee una arrolladora personalidad. En la pintura con los papis, Miss Chief está desnudo/a, de frente a ellos, y su actitud es la de quien le explica algo muy complejo a un grupo de estudiantes que han pasado demasiado tiempo de su vida jugando con sus computadoras. Se ha convertido en el centro de la reunión, como solo él/ella sabe hacerlo. Los caballeros tan flemáticos y respetables del cuadro de Woods miran a Miss Chief con sus ojos azul intenso, inyectados de sangre. Narices y mejillas rojas, y las copas vacías en sus manos revelan el exceso de alcohol. Los papis de la Confederación no parecen ya tan rectos.
La pintura se exhibe en un salón del Museo de Arte de la Universidad de Toronto y es parte de una exposición del trabajo de Monkman en el que la intrusión de Miss Chief en plena consolidación de la Confederación no es sino una de muchas provocaciones, y tal vez no la más fuerte.
Me fui con Eric para Toronto con el único objetivo de ver a Miss Chief, temiendo realizar un gasto fuerte para ver solamente un “cuadrito” (el ámbito cultural canadiense me decepciona con frecuencia). Pero no fue así. El cuadro con Miss Chief dando cátedra a los Papis es la pieza central, pero el resto de la exhibición no tenía desperdicio. Dentro de la misma tradición narrativa se encuentran otros cuadros en los que Kent narra cómo fueron retirados los niños indígenas de sus casas por miembros de la policía y de la iglesia. Es un hecho histórico lleno de violencia por parte de las instituciones que alegaban que los pequeños debían vivir en hogares civilizados (otra vez la palabrita), en los que se hablara solamente inglés (ojo, inglés, no francés) para que lo aprendieran a hablar y escribir correctamente y se olvidaran de las supersticiones y prácticas bárbaras de sus padres.
Kent retrata el dolor: se pueden oír los gritos, los niños se aferran a los padres, otros huyen hacia el bosque, las madres tratan de recuperar a las criaturas, mientras las monjas y los policías, con sus brillantes uniformes rojos, se imponen al final. Es un retrato de las humillaciones sufridas por los nativos de todo este pobre continente.
La exposición abarcaba cuatro salas, en cada una se contaba una historia conmovedora, trágica, humana, irónica. Sin embargo nunca utilizaba un tono plañidero, no intentaba causar lástima ni provocaba compasión. Era simplemente una colección de cuadros épicos que contaban la historia de una nación, la canadiense, pero la que no se ve, de la que se sabe menos, de la que menos curiosidad despierta. Es la historia de una épica en la que el héroe, al final, no llega a Ítaca ni es coronado con laureles, sino que es arrumbado en una reservación, privado de alimentación y educación decentes, olvidado. Es la épica del perdedor.