uando me invitaron a Colombia me dije no mames, quédate lo más que puedas a la verga. El tiquete redondo era para veinte días aunque no sabía cómo iba a gastar casi un mes en Bogotá. No fui de vacaciones, un escritor me invitó y me dijo trae tu manuscrito, acá van a publicarte. No averigüé más por no cebar la oferta porque esta clase de gracias son delicadas como diente de león. La víspera del vuelo no podía dormir y comencé a leer Trilogía sucia de la Habana y permanecí meditando las últimas líneas del relato con que arranca el libro, “Cosas nuevas en mi vida”: “Si el viento arreciaba más y arrancaba las planchas de fibrocemento del techo me daba igual. Nada importa”. Me retumbó en su centro la tierra: Nada importa. En México es difícil llamar la atención literariamente pero si el talento viene manufacturado afuera, papas, al fin que la culpa es de los tlaxcaltecas. En Acapulco mi ciudad hay un par de bandas de lameculos profesionales que se rotan en el gobierno cultural y se empeñan en contener la aspiración legítima a la cultura, en esta zona de guerra y miseria que es el estado de Guerrero. Entonces iría a Colombia a ver qué chingados.
En cuatro horas llegamos a Bogotá. Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Panamá nos los mamamos en menos tiempo del requerido para ir de Acapulco al chilango. Desde el cielo la mancha urbana de Bogotá parecía una amalgama incrustada en la geografía accidentada de una muela. Otra vez la eterna sensación de no saber qué chingados hacía tan lejos de casa. Viniste a publicar un libro. Estaba tan inseguro de mí como de mi manuscrito, pero así he sido toda la vida y estaba harto de ser un hijo de puta chafa. A ver si Bogotá me quitaba lo cagón. Antes de salir del aeropuerto cambié pesos mexicanos por colombianos y la nena de la casa monetaria me trató suavemente y pensé qué bárbaro, bienvenido a Colombia. La indicación de mi amigo el escritor famoso fue coge un taxi y vete a casa de Esteban Hincapié, él te va a recibir, luego nos organizamos para que te vengas a mi departamento.
Me preparé para Colombia escuchando “Aguanilé” como cien veces a todo poder; pero al empezar a circular por Bogotá los primeros paisajes rolos no tenían esa calidez, más bien hacía un chingo de frío y la sustancia era plúmbea. Llegué al barrio de la Macarena, al complejo de departamentos donde vive Esteban. Me daba culo que Esteban ni me conocía ni tenía por qué encargarse de mí pero ni pedo. Con los días comprobé que a los mexicanos nos quieren bien en Colombia gracias a Juan Gabriel, José Alfredo, José José, Cantinflas, sobre todo al máximo canciller, el Chavo del 8. Además llevaba el mejor lubricante social: mezcal de Guerrero. De inmediato hablamos el mismo idioma. Primer día en Bogotá y ya estaba hasta el fondo en casa de Esteban. Más tarde llegó Dufay Bustamante, joya de poeta joven, quien encontró en los pasillos del edificio al pintor Adrián Espinosa, hijo del egregio literato Germán Espinosa (quien sería el escritor insignia de Colombia de no ser por García Márquez, según me ilustraron). Avanzada la noche Adrián se puso a discutir acerca de plebiscito de paz con las fuerzas paramilitares y esto detonó el típico griterío colombiano y que la mamá de Esteban saliera a callarnos como a unos púberes cansones. Luego Esteban corrió a Adrián Espinosa del departamento y trastabilló hasta su habitación. Dufay comprendió cuando aludí a la noche y al producto nacional por excelencia, me miró coquetamente y sólo distendió las fosas nasales como un conejito malicioso. Nos largamos a las calles en martes de madrugada en busca de “las noches de las narices frías”.
Fuimos a un barcito llamado Café Cinema, peñita donde parecía refugiarse cierta intelectualidad. El poeta anunció a las chicas de la barra que venía con un mexicano y no supe con qué finalidad. Conocí la Póker, mi primera cerveza colombiana. Luego nos movimos por la famosa avenida Séptima mientras Dufay recitaba fragmentos de poemas y referencias a Cervantes como si me hablara de los goles del Pibe Valderrama. Llegamos al Café Libro, un micro sitio donde saludamos a Jorgito, cantinero cansado pero bien trajeado, que al hablar tartajea como un tierno crío. Dufay le anunció que soy mexicano y pidió que nos vendiera una “champañita”. Parecía que advertir mi mexicanidad aflojaba ciertas tensiones del roce social colombiano. Al fondo había una salita íntima. Ahí estaba un sujeto lleno de rabia cuyo rostro era tan afilado como el de un águila y paraba la trompa como el gran picudo que es. Estaba acompañado de Ismaelito, un peligroso abogado que opera para el gobierno de la capital, bajito de estatura y contento de tener a un mexicano en la cosa nostra. Nos trajeron la champañita y comenzamos a darle kranky en presencia de esa gente. Inmediatamente sentí el fogonazo. Bienvenido a Colombia, me felicité, esto está fuerte. De la nada Aguilera increpó a Dufay alegando que él no necesitaba de droga para estar a toda chimba y que eso es para gente estúpida como nosotros. Aguilera gritoneaba como un director técnico, como si el drogado fuera él, todo lleno de ira. Dufay fue paciente para dejarlo expresarse y escucharlo atentamente mientras hacía equilibrio con la cabecita de la llave cargada de una montañita de polvo en una mano y la bolsita en la otra, para no esparcir la caspa del diablo. Zum, fosa uno, zum, fosa dos, y le responde: Bueno, oiga, pues listo, a mí sí me gusta la droga, ¿me permite drogarme a gusto? Gracias. Al ver que nos estábamos esnifando una champañita se arrimó un peruano idéntico a Evo Morales, ebrio hasta su cabello lacio como baba, para demandar a regañadientes que le compartiéramos del porfirizado. Aguilera reventó de tanta periquería y se lanzó contra el peruano gritándole que se largara a su país, que en Colombia sólo estaba robando lo que correspondía a los nacionales, y luego se fue contra mí y alardeó que a él le importaba un culo México y los mexicanos, que yo también podía largarme a mi país desde ayer. Nos fuimos. Andando en las calles intercambiamos los motes de la cois según nuestras naciones. Así resultó que en Colombia la apodan “pérez”. Uy, como mi apellido. Pues vamos a buscar otro, propuse. Traía unas saludables ganas de encontrar un pérez, es decir, de hallarme. Era una hora difícil para una empresa de tal calado, pero fuimos a buscarlo un motel sombrío donde unas rucas imaginaron que buscábamos consumar algún idilio homosexual y nos indicaron una habitación al fondo del pasillo pero el poeta se encabronó y ubicó a las pajarracas esas, buscamos perico, señoras, aclaró con autoridad. Las chimoltrufias se mostraron lastimadas moralmente y nos corrieron. Afuera el vigilante nos lo vendió sin prejuicios ni perjuicios. Fuimos a sentarnos frente a una iglesia de estilo arabesco y nos pusimos duro y dale con aquella polvareda mientras este Virgilio urbano me narraba por qué se había convertido en poeta. Por mi madre ciega, dijo, para hacerle ver el mundo con palabras. Vergazo, ahí había un artista en serio. Llegó el amanecer y preferí no regresar a casa de Esteban así de dañado y avergonzado como me sentía. Dufay dijo que no me preocupara porque poseía un amplio sistema de pensiones, las casas de sus amigos. Eran las seis de la mañana cuando tomamos un camión y cerramos la jornada con un elesedé que Dufay sacó y partió a la mitad como si departiera en un ágape. César, un pintor, nos abrió la puerta con cara de no jodan a esta maldita hora de la noche. Renuente sin embargo nos dejó alucinar en su casa mientras él fue a trabajar, nos quedamos en su estudio y nos regaló de su marihuana y de su música. Cuando la sustancia ultra sensibilizó nuestros sentidos Dufay me introdujo la poesía de Jan de Jager, seleccionó los versos más destructores esa mañana y los leyó con estro de Mío Cid y no pude creer la maravilla de lírica que estaba degustando. Primer camino del exceso en Bogotá, nada mal, pensé.
“Sucia mañana del lunes”
Al día siguiente acompañé a Dufay a cobrar un estipendio que le debía un man importante que trabajaba en un edificio pomadoso. El poeta se dirigió a la recepcionista con semejante osadía que pensé que pedía una cerveza en una barra, posee el garbo de un Huckleberry y la altivez de un Wilde. Caminamos como penitentes y volvimos de noche al departamento de Esteban porque Dufay viajaría a Mérida Venezuela a un encuentro de poetas. La madre de Esteban lamentó al vernos entrar. Esa noche salió Dufay y me instalé. Mi amigo el escritor es Efraim Medina Reyes, autor de Érase una vez el amor pero tuve que matarlo, y de Todo lo que todavía no sabes del pez hielo. En México no es muy conocido pero en Colombia es un terremoto. Editorial Planeta ya le sacó toda la crema de la temporada. Tiene una banda llamada 7 torpes, así que por aquellos días ensayaba para una lectura concierto en otro Café Cinema (en Bogotá todo es café algo, café casa, café auto, café perro). Esteban se ocupaba de los asuntos de Babilonia, su editorial, y yo me hacía el importante con que tenía que imprimir el famoso manuscrito y me largaba a la calle. También debía preparar el proyecto para un estímulo económico que no deseaba porque esas mamadas me obligan a escribir cosas que no me hacen vibrar; todo por el billete. Vagué a lo burro y al medio día volví donde Esteban con una botella de whisky y tres encuadernados. Tenía la visita de una argentina aceleradísima que parecía haberse bebido toda la producción cafetalera del país y no dejaba hablar a nadie ni le importaba la diplomacia entre tres naciones. Cuando se fue comentamos acerca de ella y deslicé a Esteban que la tipa parecía haberse metido un pérez triple, con la oscura intención de abrirle el apetito y sugerir que consiguiéramos algo. Esa tarde conocí a Watusi, un dealer con aspecto de Chaparrón Bonaparte que entrega las bolsitas decoradas con estampitas de carita feliz más un popotito, dentro de un sobre hecho con sus manos y sellado con otra happy feis. Marketing puro del underground. Le compré due bolsuquis. Watusi se congratuló de surtir las narices koblenz de un mexicano y me dejó su número para que lo llamara con toda confianza pero sólo de tres de la tarde a nueve de la noche, en su estricto horario de trabajo. Bien, me dije, pues vamos a darle Colombia a esas perezosas narices tuyas. Con Esteban nos metimos a una miscelánea compramos un cuarto de whisky y kranky y kranky y duro y dale con aquel pérez. Mandé al carajo el proyecto para estímulo económico, tenía el estímulo de Bogotá, las narices entumidas, la lengua suelta; arriba estaba el cielo gris y la tarde lluviosa acompañándonos; hablaba con Esteban, futuro y renuente editor, diciéndome a cada rato, oye, marica, esto, oye, marica, lo otro, que el primer capítulo de tu trabajo es demasiado corto pero me gusta la idea de un relato que truene el mito de Acapulco, como anticipando una negativa, y yo sentía como si me picaran las costillas porque para nosotros “marica” es una ofensa mientras para ellos es un apelativo inocuo como decir “wey”. Esa noche fuimos a una cantina donde la dependiente puso música de Rocío Dúrcal al detectar que había un mexicano in situ; aquí podrían quererme, pensé, al menos esa doña. A la noche siguiente fue el concierto de Efraim Medina y sus 7 torpes band y yo me insuflé el resto del pérez y me lancé al Café Cinema a patrulla y un señor jotolón a quien pregunté por el domicilio quiso acompañarme para guiarme según él, pero iba excitadísimo de provocarme según él e ilustrarme de que en Colombia le dicen “culear” al acto homosexual, ¿y cómo le dicen en México, y hay muchos gays?, parecía que la sola palabrita le hacía agua la cola y la boca, la repitió insaciablemente como si salivara un caramelo de limón. Lo mandé a chingar a su madre apenas llegamos al sitio y me di cuenta de que en la entrada había varios chavitos con algún ejemplar de los libros de Efraim, esperando el concierto y buscando la dedicatoria del autor. Cuando entré Medina leía poemas. Dado el momento le hice señas de que había llegado y no sé qué cosa con los colombianos pero se puso a anunciar al micrófono que su amigo mexicano escritor había llegado y tuve que pasar al frente a darle un abrazo como si fuera la presentación de una quinceañera, y en el escenario le entregué la botella de mezcal como si fuera su último juguete. Medina la abrió y bebió y la compartió con el primer frente del público, entre ellos un gachupín entusiasmado con el destilado nacional. Luego me sentó a una mesa con Leo Campos, corrector de estilo de Planeta, con quien botaneamos a Medina con que no se daba cuenta de que ya había empezado el festín. Cuando llegaron los músicos aquello fue una severa tonga. Medina instaló una orgía. Cantó, gritó, se arrastró, se desnudó, bebió todo lo que la gente de daba, aulló como un lobo, besó a todas las mujeres que pudo, hasta hubo un man interesado en regalarle a su chica y aquél tomó de ella lo que le dio. De repente como una aparición me encontré con Pepe Elo, un mexicano quien a fuerza de tirar verbo ha convencido a todo el mundo de que es experto en producción cinematográfica. Llegó la policía porque había varias menores de edad entre la jauría. Una de las nenitas había viajado más de diez horas sólo para ver a su ídolo Efraim Medina. Al final nos fuimos al departamento del rockstar con su amigo Julián Arango, con Carolina y Angie, una tipa minúscula empeñada en dominar a la bestia con temas sociales y cuestionándole la moral, cosas que no funcionan con los monstruos. Al día siguiente la menor de edad que vino desde lejos llegó al departamento para regalar su virginidad a Medina mientras a mí me mandaron a pasear con su hermano Jhonn, otro jotito pero este políglota y morenazo que me paseó aburridamente por el centro de la ciudad y me llevó a comer chino cuando yo sólo quería dormir porque estaba mamado (devastado de resaca). Al día siguiente bajamos a desayunar a un mercadito del barrio, Efraim más una chica hermosa que también llegó a visitarlo. Ella preguntó por qué soy escritor, por qué todos quieren ser escritores. No supe responder. ¿Para eso había ido a Colombia, a qué me criticaran la vocación? Me sentí tan inseguro como con mi manuscrito; mientras esa mujer era tan bella y confiada de sí que cada movimiento le parecía dictado desde el Cielo.
Por la tarde del sábado Esteban me llamó para citarme en la librería Luvina a unas cuadras del depa de Efraim, en Chapinero. Estaba acompañado de Alejandro Rey, ex guerrillero y actual cineasta. De repente en esos días yo traía fifí como una dama carga afeites en su bolso. Con Esteban comenzamos a darle kranky en el baño de la librería cafetín. Luego nos fuimos con Alejandro a buscar a Doc Comparato, el máximo king de las telenovelas y las series de la televisión carioca, quien estaba hospedado en un hotel de lujo y quería ir a cenar. Doc es un tipo con apariencia de Danny Devito y con la misma actitud de hijodeputa. Habla bajito y en portugués así que a veces no se le entienda una chingada, uno nada más le respondía que sí o que no o que jajajá, quizá te está comprando el alma pero no puedes saberlo. Alejandro Rey nos llevó a un restaurante donde tenía cuatro botellas de vino tinto a crédito. Era la noche del 31 de octubre y en Colombia se celebraba el jalogüín y todo el mundo andaba disfrazado de dráculas y hombre lobos y súper héroes. Doc nos contó una historia siniestra como él. Es cardiólogo y tiene sobrepeso. Pues un buen día en Sao Paulo se puso los calzoncillos para ejercitarse en la banda corredora y de repente le vino una taquicardia. Cardiólogo como es supo que en cuarenta y cinco minutos sufriría un infarto, así que tranquilamente según su estilo criminal, tomó sus cosas y se fue al hospital donde apenas llegar repartió indicaciones para que lo instalaran en piso y lo preparasen para quirófano, él mismo se realizó una cirugía a corazón abierto, dirigiendo al equipo médico bajo instrucciones precisas. Al final Doc sólo pidió un whisky y que lo dejaran descansar y al paso de los días convaleció hasta salir por su pie de aquel hospital. Putsss. Qué historia tan alucinante, pensé, voy al baño a meterme más perico. Ahí le saqué el número de teléfono a Aleja, una tipa deliciosa que al día siguiente de coquetear me mandó a la gáber. Es más o menos el estilo bogotano, ya me había percatado de que las chicas primero te miran y luego se hacen las estrellas. Estaba fascinado con ese Doc así que le pedí una tarjeta de presentación para estar en contacto. Esteban Hincapié también quiso la suya pero sólo quedaba la última. El brasileño dijo que era para mí porque soy guapo. Luego nos tomamos fotos y vino a pararse junto a mí y me abrazó. Me dejé porque soy guapo. Pero pensaba que ello podía afectar la publicación de mi manuscrito. Aquella noche dormí en casa de Esteban y al día siguiente me despertó un concierto de rock que duró todo el maldito día. Me di cuenta de que los chavos bogotanos tocan buen indie pero no dejan dormir. A esas alturas cada mañana me sacaba una pasta de mocos sangrientos resultado de tanto pérez. Por la tarde cogí mis maletas y volví al departamento de Medina, se había ido a Medellín o Cartagena con la chica hermosa que se pregunta por qué la gente quiere ser escritor. Llegó el temible domingo y me encontré solo en el departamento de Efraim y me salí a vagar para mitigar la nostalgia. La cerveza no se me antojaba, no quería regresar a dar lata a casa de Esteban, no sabía cómo marcar el número de Watusi con clave internacional. Los domingos la avenida séptima, una vía peatonal, se convierte en un tianguis al estilo mexicano donde entre tanto collage la gente paga por cantar canciones de Juan Gabriel en kareokes móviles, tal como cualquiera que se detiene en la calle a beber un refresco. Ahí fundí mi soledad con el bochinche bogotano. Compré una lata de vodka Smirnoff en una promoción que hacía un par de edecanes, mi única intención era parlar con alguien. Las chicas se pusieron contentas de su cliente mexicano y se rieron de mi acento y de que siempre digo “pues” al final de cada frase. Les solté que andaba buscando una novia colombiana y una de ellas, Kelly, me dijo que sí, que la llamara. Sin embargo esto no me quitó la tristeza. Luego en un tenderete de libros pirata encontré el título Opio en las nubes, del bogotano Rafael Chaparro Madiedo. Vergazo, pensé, esto es una señal. Que lo compro. Así me inicié en una nueva religión, la de Pink Tomatoe.
Lunes. Leyendo Opio en las nubes comprendí lo que estaba haciendo en Bogotá. Resistiéndola. “Qué cosa tan seria.” Adoptaría la filosofía de Pink, uno de los gatos más chimba de la literatura, que a la letra reza: “Sólo existe el presente y punto. El presente es ya, un hecho, una calle, una lata de cerveza vacía, es la lluvia que cae en la noche (…) es una gata a la que le digo eres cosa seria y ella me responde sí, soy cosa seria, mierda, el presente es un poco de whisky con flores, es una canción con café negro, es ese ritmo con olor a tomates, ocho de la mañana, techos grises, teticas con pecas, nada que hacer I want a trip trip trip mierda, qué cosa tan seria”. Mierda, ese gato es un doctor, pensé. Me prohibí la tristeza. También el poeta Dufay había dicho que con la tristeza nada. Aquellas mañanas hice lo que me enseñaron Julián y Efraim, desayunar un caldito en el mercado del barrio, donde todas las doñas se despepitan cuando alguien pasa frente a sus fondas recitando “a la orden, a la orden”, con ese acento de Beti la fea. Allá los desayunos son sustanciales como una comida meridiana. Salía con la barriga llena canturreando “a la orden, a la orden”, con ese sonsonete colombiano que ya se me había metido a la sangre. Todo el día repetí “a la orden, a la orden”, como un mantra. Es difícil asimilar una nueva filosofía así que todavía pendejeaba con mi vieja y aferrada personalidad, quise hacerme el importante buscando actividades trascendentales para llenar mis días vacíos. Me puse a buscar obras de teatro y cosas de alta cultura, intenté volverme productivo, quise escribir algún artículo para revistas locales. Qué mal pupilo de Pink Tomeiro you are, me denuncié. Mejor llamé a Watusi con el nuevo número que Esteban guardó en mi celular. Qué gusto le dio. En cuarenta minutos nos encontramos en una coordenada de la Séptima, en una zona ejecutiva y pedorra del tipo de Insurgentes en la Ciudad de México. Nos metimos a un baño del edificio donde está la Universal Films e hicimos la transa. Otra vez andaba cargado con un par de rechonchas bolsuquis de pérez pink. Mierda. Con Kelly quedamos de vernos al día siguiente. Me citó en un lugar conocido como zona franca, hasta la madre de lejos de Chapinero. Cogí un taxi y el trayecto se me hizo como de aquí hasta donde viajan aquellas nubes. Claro que llegué tarde como a todo en la vida. El taxista me dijo que Trump y Hillary eran como el cáncer y el sida, daba igual, vamos a morir. Kelly no se puso brava por mi impuntualidad porque vive junto a la plaza, qué chama tan lista. Qué hacemos dijo con su acento de cumbia barranquera. Cerveza, le dije, emborracharnos, luego papas. Bebimos y reímos por compromiso en un sitio tipo búguer kin y luego de excitarme con sus historias de edecanería la fufurufa me dijo que cobraba. Cuánto pues. La necia no quería enunciarlo porque le daba vergüenza, le pasé mi pluma y una servilleta y escribió la cantidad de 300 mil pesos colombianos, casi 4 mil aztecas. Yo dije que sí pero que esperaba que mi editor me devolviera el resto de una platica que le había prestado, que mañana hablábamos. Luego ella dijo que quería hacer chichí y fuimos al baño, ella a orinar y yo a aspirar. Nos despedimos. Unos quicos. Fue todo. Día perdido. Qué cosa tan seria, me acordé del maestro Pink Tomatoe. Al día siguiente vagué por la plaza del Chorro, el sitio donde nació Bogotá. Bebí chicha, especie de pulque. Al día siguiente compré hoja de coca y dos playeras, una de Jaime Garzón, periodista humorístico silenciado por la derecha política y criminal, y la otra de Taxi Driver, ¡¿talking to me?! Me la puse de volón. En la tarde siguiente fui a la universidad de Los Andes a un conversatorio previo al dictamen del concurso nacional de cuento latinoamericano Gabriel García Márquez (que bien pudo llamarse German Espinosa), por tener algo que hacer, por hacerme el interesante y no quedarme solo y triste guardado en el departamento. La hice de periodista y documenté toda aquella verborrea en audio porque siempre traigo mi grabadora. Ahí estaban Eduardo Halfon, de Guatemala, Tomás Downey, de Argentina, Samantha Schweblin (también argenta), y Luis Noriega (Colombia), respondiendo preguntas de un público universitario: que cómo es su proceso creativo, que cuántos pelos tienen en el culo, cosas que venía escuchando desde que estudiaba escritura en las cantinas bajo la tutela del decano José Alfredo Jiménez. Qué hacía ahí metido con las malditas narices escurriéndome sin parar, mientras Halfon me observaba y no dejaba de adivinar el mal que me aquejaba. Cosa más triste. Lo único bueno de aquella tarde fue que vi a la mujer más bella que encontré en Bogotá. Nos observamos detenidamente, sé que nos deseamos, le dije te amo pero es imposible acercarme a ti porque eres una reina y ahí está tu padre cuello estirado y toda esa gente académica y la muchachada estudiantil y yo estoy asquerosamente drogado. Luego pasaron días que no recuerdo ni importa cómo se diluyeron. Luego no pude más con mi alegría impostada. Me deprimí otra vez y me encerré en el departamento a leer Opio en las nubes. No sería mi libro de cabecera de no haberlo leído bajo el opresivo cielo plomizo de Bogotá. Qué haces aquí, me reclamaba. Mierda, que viniste a publicar un libro, me recordaba el viejo Pink. Además cuando andas de rumba ni te acuerdas de que eres un cagón. Gracias a Pink y al pesado cielo de Bogotá comprendí lo que es oler a “tigre fatigado”, a “profesor de historia”, lo que significa que los días huelan “a diesel con durazno”. Ahora ya sé a qué vine a Bogotá.
“and all the nobody people, and all the somebody people, never thought i´d need so many people”
Cuando Efraim volvió de donde andaba, aquel departamento de Chapinero cobró vida. Las y los fans del autor de Cinema Árbol y de Técnicas de Masturbación entre Batman y Robin volvieron a circular por el cubil. Medina citaba a sus admiradores y platicaba con ellos, les firmaba los libros y me mandaba por chelas y al final se cogía a la nena más disponible y guapa de las grupis. Aquel último sábado llegó una intelectual de doctorado en matemáticas y filosofía cuya única preocupación era expresar cuestiones so intríngulis que nadie comprendiera y luego ostentarse superior, solitaria y aburrida por no poder relacionarse con nadie por ser intelectualmente inferiores, su último novio había sido el plomero. También estaban Dani, una puberta con rechazo por su generación y afiliada a todos los clichés contestatarios. Alejandra Chapulín, medio hombre, con su novio Tal, medio mujer. La abogada X. Un man no sé quién ni cómo. Y Angie la activista, de regreso y empeñada en gobernar a Medina aunque faltara a sus principios feministas. La fanaticada se retiró y sólo quedó ella. Sacamos más vino, más cheves, tocamos a Nina Simón en el reproductor mientras en la computadora sonaba un cantante de bolero no recuerdo quién. Un espíritu de nostalgia llenó aquella sala, con la tarde gris fría asomada por la ventana pidiendo entrar. Medina me preguntó si había disfrutado a mi padre. Absolutamente, respondí, sólo que no lo sabía hasta que murió. Unas lágrimas. Unos tragos. Como de la nada y luego de evaluar mi presencia en su departamento, en esa Colombia, Medina me dijo que yo debería botar ese nombre mío, que no dice nada para ser escritor. ¿Édgar Pérez? ¿Qué diablos es eso? Deberías llamarte no sé, algo más electrizante. Algo como Mateo Estrómer. Déjate el Pérez pero sólo con la inicial. Mateo P. Nitroglicerina. Yo qué sé carajo. Mateo P. Rotten. Mateo Pe la Chingada Jodienda. Pensé que la P. podría significar Pink, como Tomeiro, mi nuevo gurú. Algo se detuvo en el tiempo y el espacio. Pilas, me advertí, comprendí que estaba siendo bautizando, que Bogotá me tomaba entre sus fríos brazos para decirme nene, aquí dejas de ser la mierda que has sido y te vuelves pa México con una attitud nueva y chingonsota. Llévatela con calma, me sugerí, debes escoger un nombre duro, algo que retumbe como bong universal. Hay religiones que no necesitan iglesia. Hay bautismos que no requieren agua. Aquellas eran mis últimas noches junto al Medina. Nos largamos a la rumba porque su amigo Julián nos esperaba en un restaurante fino en compañía de gente pomadosa y buena onda. Angie socialista tuvo que refugiarse en mi conversación aburrida porque se sentía fuera de lugar. No me importó porque acaba de renacer y me sentía como un amor chiquito. Ahora soy bogotano chapinero hijoeputano mexicano. No había ido a Colombia a publicar un libro (bueno, sí pues) pero sobre todo a botar mucho este espíritu viejo que me tiene hasta la puta madre de enfadado, de cuajado y hundido en la mierda. Luego nos fuimos a un congal de salsa dura, me absorbí el resto del pérez y me puse como Tom la locomotora, bailé salsa como un Andrés Caicedo, es decir con feeling de rocker. Llegaron unas amigas de Julián y me enamoré de una de ellas que tenía la actitud más libre del mundo. La tipa llegó jugando y se fue volando. Bailamos y luego de unas vueltas maravillosas me dijo vámonos a sentar porque usted me está abrazando mucho. Pero sus tetas me lo pedían secretamente. Por tercera vez le pregunté su nombre y me lo repitió y luego gritó que no, coño, que no me llamo Gabi, que me llamo Cati. Ok, Gabi, discúlpame, es que acabo de nacer. Sonreímos. ¿Y usted cómo se llama? Mateo, respondí, Mateo P. Skycraper ¿Su apellido es gringo? Es opiano. No le interesó mi bobada. La música estaba fuertísima y no se podía parlar, sólo beber y sacudir el esqueleto. Eso estaba bien porque Angie seguía cacareando de dolorosa política. Mientras yo fingía ponerle atención platicaba conmigo poniéndome de acuerdo en aquello del nuevo nombre. Qué tal Rudy Mateo, me propuse. Me respondí ok, es posible. Me gusta lo de Rudy, suena como un piano aporreado por un flaco greñudo y glamuroso. Ok, corte y queda. Pero faltaba algo más. Ten paciencia, me insistí, es apenas el comienzo. No hay esperanza pero no desespérez.
Días después despedí a Medina en un taxi al aeropuerto porque se volvía para Italia, donde radica. Me dejó instalado en su departamento mientras llegaba mi día de volver a México. Llamé al viejo Dufay y al joven Esteban y les dije que quería verlos antes de irme, que fifí, café y toda la cosa. Esa noche nos estábamos periqueando en el café cinema y ahí llegó Adrián, el hijo de Germán Espinosa. Adrián es pintor, es extravagante y se puso a tiburonearnos dando vueltas ansiosamente alrededor de nuestra mesa en lo que terminamos nuestro coloquio y al final nos abordó para invitarnos a su departamento en el mismo complejo donde vive Esteban. Antes de irnos la chica de la barra dejó saber a Dufay que le gustaba el collar con un colmillo que traía el mexicano y entonces se lo regalé y ambos nos hicimos felices. Llegamos al departamento donde vivió el excelso Germán Espinosa. El mexicano ignorante que soy no sabía que se encontraba en un sitio histórico, lleno de obras de arte, de memorias, de fundamentos y bienes de la cultura nacional colombiana. Ahí Adrián desató su carácter explosivo e inundó la madrugada con verborrea política estética y moral. Condenó al sistema del mundo y a la humanidad. Nos narró cuando el gran poeta León de Greiff expulsó a su padre Germán y a Josefina, su madre, de su casa luego de una noche bohemia, y que cuando iban por la calle los señores Espinosa, De Greiff fue detrás de ellos algo arrepentido y a lo lejos les gritó que se detuvieran, atribulado y como sin palabras fue hacia la pareja agraviada, pero lo único que se le ocurrió fue peguntar a Josefina si traía fuego para encenderle un cigarrillo. No recuerdo por qué Adrián me puso prueba con una trampa ética. ¿Tú matarías a alguien que no lo merece por blablá motivos? Sí, respondí contrariamente a lo que esperaba. Lo haría con mucho gusto porque no se lo merece. Nos diñamos a la risa estúpida. Yo sólo ensayaba mi nueva personalidad. Ambientado Adrián me condujo a su estudio, cogió un lienzo y lo plantó ante mis ojos esperando mi reacción. De primera instancia parecía una composición abstracta. No sé, le dije, tengo la sensación de que el sentido de esta pintura es al revés, que la sostienes de cabeza. Y sí, se trataba de una perspectiva de la estructura de un puente de acero como de la torre Eiffel o la Golden Gate, sólo que intencionalmente me la había mostrado al revés. (Eran las compuertas de Rotterdam, supongo.) Sin querer lo asombré y nunca comprendí por qué pero se entusiasmó con la inteligencia primitiva del mexicano. Me abrazó de gusto, me besó cada mejilla, la frente, me estrechó con algarabía como si hubiera encontrado a un hijo perdido, como si descansara en la felicidad de recobrar la esperanza en la humanidad. En el colmo me regaló una de sus pinturas que trata de un castillo en llamas mientras al pie unas siluetas de tanques de guerra avanzan hacia el fuego. Luego me enteré de su devoción por la Segunda Guerra Mundial y por las máquinas y las estructuras. Luego investigando comprendí que se trata de El palacio de la paz, de Rotterdam, envuelto en un fuego de guerra impío. Tarde comprendí la irónica desesperación de ese cuadro. Aquella noche Adrián me gritó eufórico pringándome la cara de saliva: “¡Te regalo este cuadro, llévatelo, llévatelo y haz lo que quieras con él, no me importa, tíralo a la basura si quieres, yo ya no quiero verlo más, pero te advierto, lo que te llevas ahí es muerte, porque dentro de ese castillo hay gente muriendo, gente sufriendo, quemándose viva!”. Percibí una connotación esotérica; su sensibilidad fuera de lugar en este mundo. Gracias, Adrián, expresé confundido, no sé qué me llevo pero lo que sea que me heredas lo asumo con entereza. (Quise creer que se trataba de mi propia muerte, la tercera muerte de mi antiguo espíritu.) Julián Arango me dijo quédatela, un día esa obra te va a salvar la vida. Así que tengo un pedacito de arte e historia de Colombia en mis manos. Jiji.
La última noche la pasé con Dufay en una pocilga donde jornadas antes la esposa de un artista de renombre perdido de alcohol me pidió un besito luego de que nos presentaron, la complací porque a veces soy un total humanista. Dufay me dijo que le agradaba mi actitud tan despreocupada. Es que volví a nacer, le expliqué, pero creyó que seguíamos jugando al creacionismo, como desde la primera noche. Vino una tipa borracha y me echó cerveza encima porque escuchó mi acento mexicano y quiso llamar mi atención, así que le dije ven pues y platicamos y luego bailamos y se puso tranquila. Dijo tiene ritmo, tenía que ser mexicano. Pensé ah chingá, desde que tengo un espíritu nuevo eso del ritmo está aquí, me toqué el pecho a la altura del corazao. Cómo te llamas me preguntó la chama. Rudy, improvisé, Rudy Tolentino (como el segundo apellido de mi padre, como San Nicolás Tolentino, patrono de almas purgantes.) Me gusta, pensé. Ella dijo tienes nombre de artista. Lo soy, nena. Luego unos tequilas y más pérez y al final cenamos unas arepas con salchichón en la calle.
En mi última jornada de veras fui al Café Libro y saludé a Jorgito el cantinero ya como viejos camaradas, compré de veras mi último pérez porque ya mis narices pedían de veras una tregua. Mientras bebía una cervecita una morena de Venezuela hablaba como loca machacando con que un tipo en Venezuela la dejó y le robó la casa y ahora necesitaba un préstamo para comprarse otra pero le faltaba un documento y el banco no le daría el préstamo y una chingada verborrea que no le paraba. Nos tenía hartos. De repente cambió tema y dijo que un tipo en la plaza le echó piropos y que ella no creía porque esa faldita que llevaba no le favorecía tú crees, y que se la levanta y que me enseña el sexo todo aconchado y forrado de una telita naranja fluorescente. Y que le digo voy a hacer unas compras de suvenir y todo eso y aquí te veo a las cinco de la tarde porque vamos a ir a mi departamento en Chapinero. ¡Ah Chapinero, papi! Se ve que tienes plata. Sí pues. Y antes de irme al aeropuerto fui a Lima. Todavía iba entumido en el taxi al aeropuerto Eldorado, ordeñado, contento. Olvidé sacar la basura del departamento. Regresaba a mi país con mi nuevo espíritu todo chévere, mi nuevo nombre todo bacano, mi pintura valiosa con tema de la Segunda Guerra Mundial, mi religión Pink Tomatoe, mi biblia Chaparro Madiedo, mi nuevo hermano Dufay y mi nuevo editor Esteban, mi nueva nacionalidad híbrida y ecléctica, mi nuevo sentido de pertenencia a nada. Sobre todo, con un espíritu y un nombre profundos, Rudy, me dije, gusto en conocerlo, llámame Rudy M. Tolentino. Al fin tenía la respuesta para la amiga de Efraim: soy escritor porque me fascinan las causas perdidas. Subí al avión sin importar nada más que volar. Desde la ventanilla en pleno despegue dije chau, Bogotá querida, nos volveremos a ver.