MARTITA, UN TAXISTA Y EL COMPLOT MONGOL

Hay días en que todo puede salir mal e inesperadamente todo sale bien.

Así le pasó a Filiberto García el día en que lo llamaron para que investigara sobre una intriga internacional en el Barrio Chino y se enamoró de Martita. Todos tenemos una Martita, pensé cuando leí El Complot Mongol, esa persona en la que constantemente estamos pensando mientras trabajamos en la oficina, o bien, investigando un complot que involucraba gringos, rusos y chinos. Conocí a mi Martita no en una tienda china, sino afuera de una librería y no era una mujer sino un hombre. Pero esta no es la historia que quiero contar, sino la de las Martitas que todos tenemos en algún lugar, sea en el Barrio Chino de la ciudad de México, afuera de una librería, al otro lado del mundo o, como en este caso, en Estados Unidos.

Hablamos por teléfono, era hora de comer, y como habitualmente lo hacemos quedamos de vernos para comer en algún sitio. Así acordamos el lugar y la hora, en pocos minutos me estaría deleitando boca y estómago. Eran aproximadamente las tres de la tarde, tomé un taxi en la del Valle y le pedí que me llevara a Xola. Era época navideña, así que había un poco de tráfico, principalmente nos retrasó una venta de arbolitos en la calle.

Aproveché el tiempo para sacarle plática al taxista, como acostumbro hacerlo. Me gusta la facilidad con que algunos taxistas conversan con uno, como dos amigos en un café poniéndose al día. Hay algunos más renuentes que otros pero, en general, los hombres al volante buscan una buena charla, más si ésta viene de una mujer. Así me he enterado de grandes historias, algunas desconsoladoras y otras increíblemente raras. Ese día me tocó al volante un hombre de entre cuarenta y cincuenta años, que luego de la charla sobre el clima y el tráfico, me preguntó a qué me dedicaba, a esto suelo responder que corrijo libros y les regreso la pregunta para saber más sobre ellos.

El taxista me contó que él había trabajado varios años en Houston, haciendo diferentes cosas pero que lo habían regresado. Sentí el tema familiar, pues tengo varios parientes que dedicaron buena parte de su vida a trabajar en Estados Unidos y que volvieron sin nada. Le pregunté qué hacía de taxista, por qué no había seguido allá, y me contó, en pocas palabras, que las cosas estaban difíciles y que nunca se sintió arraigado a ese país tan distinto en costumbres al nuestro. De inmediato imaginé las carencias que debió haber sufrido, claro, esto fue pura imaginación mía, pues él no comentó nada más al respecto.

Me dijo que estaba en el taxi porque apenas si había terminado la secundaria y que a su edad ya no era fácil conseguir un trabajo. Asentí. Le pregunté que si no extrañaba el gabacho y me respondió que ya se había hecho de nuevo a la vida en México y que no le iba mal en el taxi, además, que tenía una novia aquí. La mula no era arisca, la hicieron. Cuando comenzó a hablar de su novia, pensé “aquí viene enseguida el comentario sobre lo mal que le va con su mujer, que está pensando en dejarla o que quizá ya está saliendo con alguien más”, porque también de estas intimidades se entera uno en los taxis. O bien, que comenzaría a hacer comentarios coquetones, de esos que a algunas personas les salen muy bien, usando su mal de amores para conseguir una aventura. Pero este no fue el caso. Si alguien me hubiera dicho que estaba a punto de vivir en ese taxi una de las experiencias más gratas que mezclan vida y libros posiblemente no le hubiera creído.

El Complot Mongol, de Rafael Bernal, es una de mis novelas favoritas. Es la primera novela policiaca que leo de principio a fin sin despegar los ojos y en un tiempo realmente corto, porque es una historia divertida, irónica, pero también romántica. Porque tiene un protagonista espectacular, Filiberto García, un hombre tosco, ex revolucionario venido a matón que trabaja con la policía, que pinchea todo el tiempo y que lo único que tiene de manso son los ojos de gato; que viste traje de gabardina, sombrero texano y zapatos de resorte, y que se ve envuelto en la investigación de una intriga internacional. Una figura retorcida que vivió la Revolución y que de ella nada le quedó más que la cruda de una revuelta y que, sin embargo, le dejó vivo el corazón.

Pero como iba diciendo, el taxista tenía una novia aquí. Y antes de que yo pudiera agregar algo, me dijo, “pero allá tenía una novia chinita que me gustaba mucho” y los ojos se le iluminaron de la única forma que imagino se le podían haber iluminado a Filiberto cuando pensaba en Martita. Ante su comentario, imaginé las cualidades físicas que suelen caracterizar a las mujeres asiáticas, aquella exaltada elasticidad que muchos de mis amigos añoran (Y nunca se les ha hecho con una chinita) y que el porno ha sabido explotar al por mayor.

¿Y qué pasó con ella?, le pregunté. “Pues mire, anduvimos tres años y todo iba muy bien, hasta que me vine a México.” Y ¿por qué no se la trajo? “Pues al principio sí quería, pero qué iba a hacer yo con ella aquí, si no habla español.” Ah, ¿entonces usted habla inglés? mmm ¿o chino? “No, hablo poco y muy mal inglés, pero ella tampoco lo habla.” ¡¿Entonces?! “Pues mire, si yo le quería decir algo le hacía así…” En ese momento el hombre, que me veía por el espejo durante el trayecto, a la par que no perdía de vista el camino, comenzó a hacer señas con las manos, se señalaba la cara, el pecho y hacía unos gestos extraños que ningún lenguaje debe incluir. ¿Era ése el lenguaje del amor? O tal vez era tan avanzado que excedía mi comprensión, pues yo no logré entender nada de lo que el señor estaba haciendo.

Pero, a ver, ¿cómo?, o sea, ¿nunca se hablaron?, ¿en tres años? “No. No necesitábamos hablarnos.” Entonces imaginé otra vez lo buenas que deben ser las chinas en sus cosas para no necesitar hablar con un novio en tres años. (Lengua china mu difícil, mu difícil. Hay mu chos calateles que aplendé, señol Galcía… Mu difícil).

“Nos conocimos en una fiesta. Ahí estábamos los dos y ninguno platicábamos con nadie, nos acercamos y de pronto ya nos habíamos agarrado de la mano y nos empezamos a besar. Y pues estaba muy guapa la chinita.” (Mu bonita Martita, muubonita. Decía el chino Santiago). Eso se parecía a mis fiestas de la secundaria, pensé. “Nunca le pedí que fuera mi novia, de ahí en adelante comenzamos a salir y anduvimos tres años.” Yo seguía sin poder dar crédito a lo que el taxista me estaba contando, no parecía estar choreándome porque la mirada que tenía al pensar en su Martita simplemente no se puede fingir. A un hombre realmente enamorado se le nota en los ojos, como dicen, de borrego a medio morir.

Ahí estaba yo, entonces, con Filiberto García. Nadie hasta el momento me había parecido siquiera el reflejo de ese hombre que en el trabajo, en medio del caos de la ciudad, pensara con tal añoranza y deseo en su Martita. (Y allí está Martita en la recámara y yo aquí haciéndole al Vasconcelos con purititas memorias. ¡Pinche maricón!). Y a mí que tanto me gusta esa novela, me invadía una felicidad de las buenas. Y como buena romántica, insistí, ¿por qué no se la trajo? “Hablábamos por teléfono?…” ¡Momento! ¡¿cómo iban a hablar por teléfono?! “Bueno, hablábamos y no, una amiga nos hacía el favor de traducirnos, yo hablaba con la amiga y ella le decía lo que yo le decía.” Ah, ok. “Pero no tenía mucho caso estar así, mire, yo ya conocí acá a mi novia y estoy a gusto con ella.” Sin embargo, la mirada de aquel hombre al hablar de su actual pareja no era ni el rastro de la de Filiberto.

Qué mal, pensé yo. Y como en mi cabeza seguía latente la imagen de Filiberto pensando en Martita, le dije al taxista, le voy a recomendar una novela, se llama El Complot Mongol, verá que se sentirá identificado con el protagonista. Le dije a grandes rasgos de qué se trataba la novela, haciendo énfasis en la relación de Filiberto y Martita, en que se ubicaba en la ciudad de México y en lo hilarante y conmovedor que resulta imaginarse a aquel personaje tosco pensando durante la chamba de pistolero en su Martita. Rápido el taxista me pasó un pedazo de papel que traía en la puerta del coche, no sé si era un ticket o qué, no me fijé, y una pluma y me dijo que le apuntara el nombre “El complot mongol, de Rafael Bernal”, apunté yo, y le dije que no estaba caro, que le costaría unos cien pesos más o menos.

El hombre me preguntó que eso dónde lo conseguía. Le dije que en cualquier librería lo podría encontrar. Con cierto desconcierto me preguntó otra vez que dónde, que dónde había librerías. Le dije que en Miguel Ángel de Quevedo había varias. No pasó tiempo para que su mirada de desconcierto regresara. “¿Pero cómo, viene en disco o qué?, ¿en DVD?” y me di cuenta que me había entendido telenovela cuando dije novela. “No, no, es una novela escrita.” “Ah, ya, ¡un libro!” “Así es.” Justo en ese momento habíamos llegado a donde mi Martita me esperaba. Le pagué y me dijo a modo de despedida y con una emoción de niño “Verá que lo voy a comprar y me voy a acordar de usted cuando lo lea.”

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