LA DEL MOÑO COLORADO
Mariana Ozuna Castañeda
En la película cómica mexicana El diablo no es tan diablo (1949), hay una secuencia-sketch o cuadro de costumbres tan del uso de la época: la protagonista de la historia se encuentra de compras (perdiendo el tiempo y chismeando) en un almacén, pide una camisa para niño, el vendedor de mostrador es un anciano que se esmera por cumplir las demandas de la mujer: ¿la tiene más blanca?, más blanca pero de manga larga, más blanca de manga larga pero abullonada, blanca de manga larga abullonada pero con cuellito redondo, ah, y un moñito rojo…, el vendedor le aconseja que lo que ella necesita es una camisa de fuerza, ella le espeta un ¡grosero! y deja al pobre hombre en medio de camisas para niño fuera de sus cajas.
Decir femenino (o infantil) también significa que lleve moñito, desde los calzones, pasando por los corpiños (qué invento de ropa interior es ése), los zapatos, las calcetas, los pantalones, los vestidos no se diga, las bolsas, los sujetadores de cabello (donas, ligas, diademas, valerinas) si son para niñas o mujeres han de tener moños (o brillitos, relieves, “pendejuelas”, florecitas, olanes, cada época con sus perendengues). Los escolares ya no visten camisas con moñitos como la que buscaba Amparito Morillo en el filme, pero al parecer las mujeres debemos seguir usándolos.
Mi madre como muchas mujeres que saben (intuyen o se aventuran) cómo cortar, zurcir, deshacer una prenda de ropa para adaptarla a su gusto, odiaba los moñitos, estorbaban según ella, así que cortaba sus brassieres, les quitaba las varillas, les pegaba trozos de tela más suave, que le ayudara a transpirar; buscaba y rebuscaba en mercados, almacenes de ropa importada y tianguis el calzón a su gusto y luego lo modificaba. Hoy en día sería una interventora, digo, porque a esa práctica le dicen intervención de la moda. Los agujeros en sus prendas eran cicatrices de moñitos. Con la edad y la vista cansada dejó de remendarlo todo, se concentró en los pantalones, “no me gusta que me aprieten la panza después de comer”, para mi madre la panza debía gozar de su espacio en la ropa, debía haber sido contemplada por quienes diseñan. Yo, como muchas otras mujeres de nuestros tiempos he sucumbido a lo que hay, a lo que nos queda, ya sea porque no sabemos cortar ni remendar, sea porque preferimos sumir la panza o no comer.
No hay entidad más incluyente que el mercado (esto es una ironía), dentro de sus límites conviven las amantes de los brillitos en las carcasas de celular, los adultos infantilizados con Hello Kitty, o los infantilizados con Hello Kitty Black, hay accesorios lisos hasta para los antimoños, estamos todos, pero la lencería junto con la infancia (extraña y provocadora contigüidad) son bastiones de la mujer complaciente, el reino del encaje, los olanes y los moñitos.
Parece que hay más de dónde elegir, parece… Resulta casi imposible salirse de los moñitos o de los colores de tendencia del imperio sanguinario de la moda (sanguinario por sus imposiciones de tallas, por los costos sociales de su producción industrial, por los efectos de sus estereotipos femeninos, por la homogeneización de las personas, en especial de las mujeres y de los infantes). Y cuando se elige dejar los moños y la tendencia y los “cortes que te favorezcan”, llueven sobre las disidentes las frases aceptadas de “qué mal gusto”, “ se ve rara”.
Si la ropa sigue siendo tema en cuanto a las mujeres (qué tal el acoso callejero justificado por la ropa que usan las agredidas), qué usar durante la menstruación lo es también. Los anaqueles de toallas femeninas, pantiprotectores, o como se les decía genéricamente en mi pubertad “kótex”, ofrecen toallas para usar con tangas, de colores, con aromatizante (aromatícese el coño, todo un tema), nocturnas, de diferentes niveles: flujo regular, moderado o abundante, delgadas, ultradelgadas…, hace años vi a un padre perdido frente a ese muro de paquetes, solicitando ayuda porque su hija lo había mandado a comprarle unas toallas. Todas las marcas prometen absorbencia y no moverse (eso de que la toalla termine en el ombligo es de la chingada), y a la mayoría de las compradoras les interesa que “no se vean” bajo la ropa. Los tampones han logrado aceptación y se han adueñado de un pequeño espacio en los anaqueles.
Hasta hace unos años yo usaba tampones. A mí que no me vengan, traer una toalla es usar pañal, y claro que si usas tampones está la amenaza del SST (Síndrome de Shock Tóxico), algo que puede ocurrirte si los usas, pero la compañía advierte que no, que es poco probable, que casi ni pasa, y por supuesto, a una no le va a pasar. Ahora hay otra opción comercial, la copa menstrual que se introduce en la vagina, Wikipedia asevera que ya existía desde el siglo XIX. Ésta como las telas lavables y reutilizables no son negocio, no ofrecen variedad ni aromatizantes, hay cuestionamientos acerca de sus efectos en la salud, y eso de manipular la sangre con los dedos, introducirse una misma un objeto dentro de la vagina sigue considerándose sucio moral y físicamente.
Parece que moños y toallas se contraponen, lo que debe ser visto y lo que no ha de verse; los accesorios hacen visible el cuerpo femenino; las toallas y sus aromatizantes ocultan ese mismo cuerpo. Y sobre ambos se dictan los qué, cómo y cuánto. Ese cuerpo oculto, el de las secreciones, no sólo tiene sus sentidos sino que da sentido: un moñito rosa no nos hace mujeres, mirarse y tocarse la vulva y vagina durante la infancia (y el resto de la vida), menstruar y dejar de menstruar nos dice más a cada una que las etiquetas coloridas de regular, moderado y abundante.