POPULANDIA ES LA CHIDA

Las lenguas vienen a ser muchas cosas distintas y se utilizan para todo y de cualquier manera, pero no hay que olvidar que son un bien formidable. Vivimos en una sociedad de consumo en la que todos los bienes tienden a ser privados, perecederos, escasos y caros. La lengua, en cambio, es todavía un bien universal, duradero, inagotable y gratuito. En un tiempo de individualización radical, es incluso un bien comunitario que postula la solidaridad humana.
Joseba Sarrionandia

Si usted es uno de esos pulcros policías del correcto español, fiel a las buenas costumbres y a la pauta moralina de lo que se debe decir y lo que no (en público o privado), si es fanático del arrebujado lenguaje diplomático que reina en la podrida farsa interestatal, y en reinos más pequeños, por ejemplo, el social, el “intelectual” o el laboral, le invito a abandonar esta lectura.

La lengua (masa de músculos cubierta por una membrana mucosa) no reconoce rangos ni sabe de jerarquías de la pronunciación, no posee preferencias, le da igual decir calcetín que hipopotomonstrosesquipedaliofobia que hijo de puta, y es bien sabido que goza desplumando, desmenuzando y royendo asuntos tabú.

La lengua coloquial es nuestra casa, y allí nos expresamos, al igual que nos pedorreamos, a nuestras anchas, con plena confianza y naturalidad. Es allí donde en realidad somos y existimos, en ese revoltijo de frases comunes enlazadas a otras hiperbólicas, baladís, crueles, extraordinarias, poéticas, obvias, repulsivas, falsas, alusivas, intrigantes, cursis, rebuscadas, sorpresivas, discriminatorias, barrocas, simples, imperativas, hilarantes, incompletas, fóbicas y demás categorías pertinentes a la fraseología y todas sus islas y sus ismos y archipiélagos.

La lengua de uso común, el habla popular y su genética expresiva, todo lo recoge y lo utiliza como una herramienta para obtener, o intentar obtener, lo que es deseado; para justificar ante los demás nuestros actos u omisiones. En la conversación corriente, como su epíteto lo indica, cabe todo, y la conversación con uno mismo, esa extraña disparidad entre la conciencia y el ser físico tallado en carne y su alter-ego de espejos y retratos (el triunvirato de la identidad), es mucho más rica aún que la románticas, bastas, y las más veces huecas, charlas filosóficas, en cuanto a expresión refiere.

En una sociedad, lo formalmente instituido “es lo que debe reinar”; todo lo contrario representa caos, salvajismo, es un opuesto y por lo tanto encarna una amenaza, es un agente extraño, un enemigo. En un mundo sembrado de pobres, predomina la represión en todas sus acepciones; no es la pobreza el adversario de lo establecido: son los pobres. Ante tales paradojas es necesario, para evadirse de la ley y la sujeción, escapar de la censura. Hace falta mucho ingenio y güevos. Recordemos que todo el aparato de la iglesia católica (soldados de las buenas costumbres y los correctos modos) ha fungido como líder moral y espiritual durante siglos, y más para mal que bien heredó sus estragos; la huella mnémica se encamina hacia la actitud servil, la hipocresía, la güevonada, el chismerío, la valoración de lo subjetivo por encima de lo tajantemente demostrable. Peor aún, hoy las nuevas hordas de tropas cristianas y evangélicas (lo mismo pero más ortodoxo) prometen acabar con el maligno en la Tierra, a base de diezmos, exorcismos, espectáculos metateatrales y alabanzas pop, reggae y metal.

Siempre me ha divertido esa gente que idolatra a Shakespeare (maestro indiscutible del doble sentido anglosajón) y se escandaliza cuando escucha a otros alburearse. El peladaje siempre será más ingenioso que las ínfulas aristocráticas de la clase media; más aún que la vergonzosa, reducida e ignorante clase ociosa. El habla picaresca de la ciudad, el mero centro del país y del asunto, es como el hijo de la pelandusca, una salsa de todos los chiles; un collar de perlas engarzado con los mejores ribetes y repujados del idioma. Es entre los marginales que cae como maná del cielo, una vez ya pasada por la criba de todos los estratos sociales, la basurilla del idioma junto a las más esenciales proteínas de éste, para ser utilizados por los seres desechados por la formalidad, la legalidad y la apariencia.

Los barrios bajos siempre han esgrimido la lengua de germanía, ese argot utilizado por la hermandad universal de los parias, esa inventiva sagaz, versátil y escurridiza para ejercer el mal; florilegio de metáforas, en su mayoría con alusión erótica, siempre disponibles y dispuestas a sortear el orden público y las buenas costumbres. Nuestro querido Lazarillo de Tormes o Rinconete y Cortadillo y un magistral recorrido por ‘El patio de Monipodio’, Padre de ladrones en Sevilla, descrito por la insuperable mano no tullida de Cervantes, nuestro ‘Homero moderno’, puede ilustrarnos un poco el panorama acerca del antiguo uso de esta jerga, convencionalmente atribuida a ladrones, asesinos, mendigos, viciosos, estafadores y prostitutas; el hampa y el lumpen. Otra recomendación es darse una vuelta por ‘La corte de los milagros’, descrita por la poderosa pluma de Víctor Hugo en “Nuestra Señora de Paris”.

La picardía tiende a romper la solemnidad y conducirla a la alegría de la vida y a la risa. Es una expresión que iguala a los desposeídos de la fortuna con los ricos, con los poderosos, con los cultos o con los pedantes.
Salvador Novo

El uso de los retruécanos lingüísticos y composiciones de ingenio burlesco han permitido a muchos cagarse de la risa en la jeta misma de sus adversarios sin que estos se den cuentan, aunque sospechen que se están burlando de ellos, y van desde politicastros de colmillo retorcido, sa-cerdotes de alto pedorraje, curas y obispos con debilidad por los culitos, estrellitas de cartón salidas de telenovelas con discursos santurrones, cagatintas rosados que creen ser irónicos y harto malvados, amas de casa cachondas por dentro y mochas por fuera, machitos en papeles de musculosos marineros inclinados a la jotería, opinólogos moralizantes, sabios de la programación televisiva, eruditos del fútbol, chotas de a macana y lonche, milicos sanguinarios, hasta cualquier compadrito hijo del vecino. No necesitamos recurrir a Chaucer ni a Boccaccio para desglosar, someramente, la evidencia de que la palabra es el último resquicio de la libertad; y necesitamos pasar desapercibidos cuando de asuntos ilícitos se trata, porque hoy en día todo lo que atenta contra el orden establecido es ilícito, aunque él atenta, ya no contra la vida digna, sino contra la vida misma.

En el habla, la intención es lo que cuenta. La sin hueso facial puede soltar frases ocurrentes, incluso ingeniosas, pero hay que saberla guardar, porque también puede despachar insultos vejatorios, envidias lascivas, verdades cínicas, reproches descocados, mentiras sobradas, alusiones hirientes, chismes baratos, dardos emponzoñados, dagas letales.

Existe, en el cajón de la ‘asociación de padres de familia’, junto a la Biblia y el Manual de Carreño, otro manual de ‘palabras y frases correctas’, y un apartado dentro del mismo que contiene la categoría de las ‘malas palabras’. Estas mal vistas y desdeñadas, a la vez que inocentes, entidades simbólicas, son discriminadas; sus conservadores “dueños”, sus “amos” caretas, se avergüenzan de su nacimiento. Mas sé de buena fuente que las palabras buenas hablan muy mal de las malas palabras.

Por qué son malas las malas palabras, quién las define como tal. ¿Quién y por qué?, ¿quién dice qué tienen las malas palabras?, ¿o es que acaso les pegan las malas palabras a las buenas?, ¿son malas porque son de mala calidad?, o sea que ¿cuando uno las pronuncia se deterioran? o ¿cuando uno las utiliza, tienen actitudes reñidas con la moral?
Roberto Fontanarrosa

De a coraza les salpico el blanco sentimiento que me embarga. Hablando la neta, a calzón quitado y con los pelos en la mano, el lenguaje subterráneo, el no oficial, la chora, la tatacha, el caliche, la jerga ñera, la herencia de Lalo Guerrero, Chava Flores y el Tin Tan, la flor de las banquetas (que no la mariposa), oficia barrio las veinticuatro horas. La villanía, la prohibición, el estraperlo citadino, defendido y utilizado por extraordinarios liróforos (Quevedo, Villon o José Hernández) se cristalizó en la Ciudad de México para perpetuarse con pensión vitalicia; y lejos de permanecer quieto, a sabiendas de que si no se actualiza y crea nuevos códigos para esquivarse de terceros incómodos morirá, sigue mutando y adaptándose a las nuevas formas de vida.

Despojándonos de todo convencionalismo y sus frioleras, el lunfardo, el slang, el caló, la germanía en sí, es el lenguaje de los desheredados, de los que no tuvieron oportunidad de elección; y siendo francos, no está en juego la supervivencia de la jerigonza, pues lo que más y mejor sabe hacer el 90% de ‘nosotros los pobres’, sin muchas veces saber siquiera en lo que se incurre, es hablar a lo puro güey, es decir: sin fundamento, y la fabricación de más pobres progres. Hoy, la comprensión popular del argot barriobajero es sumamente amplia; de hecho, parece mezclarse cada vez más, camuflándose en la boca de todos los estratos sociales. ¿Será que el crimen anda por todas partes? Parte de su repertorio ha sido difundido por el cine de corte realista y el no muy elaborado de ficheras, la historieta, el uso común de drogas, el uso común de espacios públicos, y privados como bares, antros, estadios, arenas, cervecerías, puteros, picaderos, etc.

Ya en Tenochtitlán se utilizaba un doble lenguaje expresivo, dotado de humor e imaginación, al igual que de connotaciones sexuales. Todo respetable cuicapicque dominaba los dones poéticos del lenguaje coloquial, como cualquier juglar beat o vate infrarrealista.

El albur, código inscrito en el discurso y captado por las trompas faringotimpánicas de los oyentes para al parpadeón descifrarlo en el seso y tener una posibilidad de revire, juego de palabras con doble sentido, retruécanos idiomáticos, trasposición de términos con calambur integrado; ese deporte verbal de tahúres e hijos del arrabal, de ingeniosos del tintero, de conocedores del idioma y lumbreras de la vida licenciosa, concebido en su forma moderna, cuentan las malas lenguas, desde la época novohispana entre los mineros, los constructores y los jornaleros (todos esclavos), ha evolucionado; se le nota confiado y decidido a no irse nunca.

La injuria y la ironía son un arte, mas ya habrá tiempo para tal disertación. El albur no alcanza tal dimensión, pero aporta muchísimo como inventor y reformador del habla. En todo México, principalmente en la meca, Chilangotitlán, se producen gestas épicas entre estos gimnastas cerebrales del lenguaje de babel. Resultaría inútil ejemplificar los cientos, quizá miles, de casos existentes y resultantes del habla chilanga, defeña, mexiqueña, capitalina o como guste llamarle; resultaría un libro gordo y largo para encajonar en el baúl de sus recuerdos. Además, no cometería la vileza de exponer ante todos el argot que solo a unos cuantos nos pertenece.

Si usted gusta saber más sobre el tema, comience echándole un ojo a “Letreros, dibujos y grafitos groseros de la picardía mexicana” del maestro Armando Jiménez, traduzca la “Chilanga banda” del maese Jaime López, arremétase a Chaf y Queli antes de pasarle al Polo Polo, o mejor aún, métase a una pulcata o a un tugurio de los de dos en dos, sálgale a la calle y pinte barrio, y si lo abaratan, pus sin Jimena y sin Yolanda. Recuerde, si la vida le da la espalda, pues agárrele las nalgas. ¡O tons qué! Desde acá, Felipe y con tenis, saludos pa’ la raza. Y sí señor, de lengua me como un taco.

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