El siguiente texto es cortesía de Producciones El salario del miedo
a naturaleza y el temperamento del reportero policíaco, esa especie en peligro de extinción, amenazada por la censura del Estado y la narcoviolencia mexicana, resultan similares a las de un campeón de boxeo de pura cepa: debe ser disciplinado, contar con oficio y resistencia; debe poseer una pegada contundente, el espíritu jovial, veloz e imbatible de un temerario.
Los triunfos, pero también caídas y derrotas que sufriera a lo largo de su vida y trayectoria profesional Mario Munguía Delgadillo (1929-2011), mejor conocido entre sus lectores como Matarili Lirilón, se ajustan con exactitud a esta idea: la del reportero policíaco como un peleador de box que libra una pelea mortal a doce asaltos.
Contemporáneo de otros pesos pesados de la época dorada de la “nota roja” como Eduardo “El Güero” Téllez Vargas, David García Salinas, José Ramón García Manzano Abella, alias “Garmabella” o el fotógrafo Enrique Metinides, Munguía fue uno de los periodistas más polémicos, atrevidos y mejor informados de su tiempo.
“Era muy aventado; mientras él dijera la verdad, le valían madres las consecuencias. Tuvo notas impresionantes y causó muchísima ampolla. Un periodista rudo y fascinante dentro la vieja guardia del periodismo policíaco mexicano”, afirma David Estrada, director en jefe de la revista Ooorale!, último medio con el que colaboró Munguía.
Pero su fama de rudeza y combatividad nunca fueron gratuitas. Durante 42 años (1969-2011) Munguía escribió, prácticamente de forma ininterrumpida, primero para la 2da de Ovaciones, después para el diario deportivo El Gráfico y finalmente para la revista Ooorale!, la columna que él mismo bautizó como “Matarili, por Lirilón”.
Su relevancia como columnista de la fuente policíaca es indiscutible, no sólo por los “tetramelones” de lectores que fue ganándose con el paso del tiempo, más de “dos millones” diarios según sus propias estimaciones (“Matarili”, Ooorale!, no. 155), sino también por el impacto y la controversia que llegaron a tener sus notas y declaraciones. Prácticamente nadie, con excepción de uno que otro colega o confidente incondicional, se salvó de su cáustico estilo.
Llevó al paredón y le dio “matarili” a presidentes, procuradores, gobernantes, jefes de policía, judiciales, funcionarios públicos, sacerdotes, escritores, empresarios, jueces, deportistas, narcos, traficantes, rateros, asaltabancos, artistas, vedettes, putas, padrotes y borrachos. Todos ellos exhibidos como lo que eran: mentirosos, cínicos y ojetes o lo que es peor, hipócritas, imbéciles, lacras y maricones. Y para cada una de sus acusaciones siempre aportó pruebas y fuentes fidedignas, contundentes.
Más que un periodista, con Mario Munguía Matarili, estamos frente a un verdadero sátiro, cuya prodigalidad y estilo picaresco, locuaz, sólo pueden atribuirse a una especie de arrebato Dionisiaco.
Por estas razones –sabemos que no faltarán los detractores que, como él mismo dijera, “les arda el cicirisco”– nos vemos obligados a reconocer su trabajo y trayectoria en la presente antología. Quizá no sea el púgil más dotado que diera el periodismo policíaco de antaño, pero sí uno de los más desvergonzados, incisivos y divertidos de leer.
Golpes bajos; un comienzo incierto
Acerca de los primeros años de Mario Ignacio Munguía Delgadillo, más tarde rebautizado como Matarili, sabemos dos cosas con certeza: 1) nace un 17 de Agosto de 1929, en Guadalajara, Jalisco, y 2) su niñez y adolescencia estuvieron marcadas por la muerte del padre y su ruptura con el seno materno a temprana edad.
“Mi papá era muy reservado con esa parte de su vida. Su infancia fue realmente muy difícil y triste. El hombre se hizo solo, estudió solo, trabajó solo”, cuenta su hija mayor, Alejandra Munguía Cambrán.
Proveniente de una familia de clase media baja, Mario fue el mayor de seis hermanos: María de la Paz (+) Raymundo (+), Francisco, Eva y Luis Munguía Delgadillo. Con ninguno de ellos, sin embargo, llegaría a consolidar una relación cercana, fraterna. Acaso sería el padre el único miembro de su numerosa parentela al que recordaría con afecto a lo largo de su vida. De pequeño acudía de su mano a las funciones de box que se realizaban a finales de los años 30 en las arenas jaliscienses. Una etapa breve, pero feliz de su infancia. Así lo narra el periodista:
Por cuestiones familiares emigramos al Distrito Federal y la situación se hizo distinta, no se pudo llevar el mismo tren económico; mi padre, Francisco Munguía Flores, se las vio negras […] con sus seis hijos y esposa, aunque de vez en cuando nos descolgábamos a las peleas de box […] Él murió el 8 de Febrero de 1941 y la casa se vino encima. (“Matarili”, Ooorale!, no. 197).
Con la muerte del padre la familia pierde su sostén económico y el pequeño Mario a su ser más querido. Al poco tiempo, recibiría otro golpe bajo de la vida: su mamá decide entablar relaciones con uno de los compadres del recién fallecido. Mario se confunde; después, se encabrona. Decepcionado, con apenas 12 años, huye del hogar tras enterarse del embarazo de su madre, quien terminaría por darle tres medios hermanos más: Armando, Silvia y Sergio Contreras Delgadillo.
Los datos comprobables acerca de esta etapa de su vida son escasos. Las habladurías nos dicen que tuvo múltiples oficios tras fugarse de casa: obrero en una fábrica de zapatos, chalán en un taller de diesel, donador de sangre, empleado en una plataforma petrolera e incluso que se hizo a la mar en un buque camaronero.
Una cosa es cierta: aprendió a rifársela en las calles, sorteando los peligros habituales de barrios como Tepito, Merced, Guerrero, Emiliano Zapata, Doctores, Obrera, y por supuesto, su amada colonia Peralvillo, en donde viviría durante su adolescencia y juventud. Allí, aprendería lo que ninguna escuela de periodismo jamás enseña: observar con temor y fascinación a la bestia humana.
Munguía nunca superó la pérdida del padre, y mucho menos perdonaría la alta traición de su progenitora, su amasiato (nunca se casó como Dios manda) con el compadre: “vivió lejos de su mamá hasta que se hizo famoso, entonces tuvo madre y hermanos”, relata Alejandra Munguía, quien tampoco recuerda con cariño a la familia de su padre.
La forja de un sátiro bailarín
“Algún día comenzará mi baile. Cuando llegue ese día, yo tendré algo que ellos no poseen”. Esta es la promesa que se hiciera a sí mismo un adolescente atribulado por el acné, la soledad y la alienación social, mientras espiaba a lo lejos el baile de graduación de su Instituto. Palabras sabias de Charles Bukowski, pues al tiempo de la carestía y la desesperanza sólo pude seguir un tiempo colmado por la felicidad y el derroche.
Tras una niñez y adolescencia incierta, a Mario Munguía también le llega la hora de bailar. Estamos a finales de la década de los cuarenta e inicio de los cincuenta del siglo pasado, en el México de la modernización y pujanza económica impulsada por la posguerra y el “Milagro Mexicano”. Un México que todavía no se sume en la espiral de la barbarie, en donde se puede salir cada noche de juerga sin miedo a terminar asaltado, secuestrado, violado o descabezado.
En ese México idílico, el joven Munguía es seducido por los excesos de la noche mexicana. Hace amigos por decenas, sus “ñeros bandoleros”, con los que parrandea hasta el amanecer. Frecuenta cabarets, antros y salones de baile; el dancing de aquella época. Domina varios ritmos: rumba, danzón, chachachá, swing, mambo y rockanroll. E incluso gana concursos y premios por sus habilidades dancísticas.
Sus lugares predilectos son los alucinantes Waikiki, El Salón Los Ángeles, El Salón México, El Fénix, La Floresita, El Smyrna, El Colonial, El Siglo XX, El Cocol, El Antillano, El Swing Club, El Follies, La Burbuja, El Rondalla, El Siboney, El Stambul, el Chamberí, entre otros. La ciudad es un gran burdel que ofrece la imagen de exotismo, magia y glamour al resto del mundo. Y Mario está en el centro de la pista, literalmente. Canta, baila, se emborracha.
En Nueva grandeza mexicana, Salvador Novo advierte que el logro más grande de la modernización mexicana fue precisamente el haber mitificado la imagen de ensoñación cosmopolita de los antros y cabarets de la capital. Pero esta imagen de éxito tan sólo es una apariencia, porque detrás del brillo y del oropel lo que hay es un albañal mefítico, cuyo aroma excrementicio y sexual, invita a los vicios, a la degradación. Nada nuevo, con la salvedad de que, a diferencia nuestra, los desposeidos todavía son capaces de redimirse en el éxtasis estridente del baile, en los fuegos beatíficos del alcohol o en las carnes venenosas de una prostituta adicta a la heroína. En el “Mexico City Blues” de los años 50 del siglo pasado se respira una atmósfera de horror santo, la cual resulta fascinante, misteriosa y liberadora, y que sólo escritores como Jack Kerouac, en novelas como Tristessa, alcanzaron a plasmar.
Como muchos jóvenes desposeídos, al margen del ensueño progresista y modernizador del país, Mario Munguía encuentra su salvación en los dancings y cabarets de barrio; en el consumo insano de cantidades industriales de alcohol; en el embrujo de ficheras y mujeres de la mala vida; en la liberación orgíastica del baile. Como señala Sergio González Rodriguez, en su ensayo Los bajos fondos, “aunque se beba alcohol y haya prostitutas, el fin absoluto de los dancings es el baile: el arte por el arte sobre el diámetro de un mosaico donde el baile es el lenguaje necesario de la seducción […] El dancing es un antro revestido con actitud vital: la cachondería o la desposesión hecha erotismo barroco”.[1]
A pesar de los excesos, la fiesta en el dancing se lleva en paz, los horarios se respetan y uno todavía puede confiar en el honor y caballerosidad de su peor enemigo. Ricos, empresarios y damas de sociedad conviven con obreros, putas y padrotes; políticos y funcionarios públicos con pistoleros, jotos y tahúres; escritores, deportistas y actrices de cine con ficheras, pachucos y caifanes. Así rememora nuestro sátiro bailarín el ambiente de aquella época:
En el Distrito Federal de los cuarenta y cincuenta […] se podían encontrar verdaderos forros de mujeres, y no solamente recetarse tacos de ojo, sino tortas de jamón […] un ambiente que, al chile, divertía, sin peligros, en cada esquina, pero no faltaron los funcionarios mamones que todo quieren controlar, gobernar, y no reconocen sus pendejadas […] ojetes y jotos como Ernesto P. Uruchurtu, así como otros mamilas que se espantaron con la vida nocturna que le daba ‘sabor al caldo’. (“Matarili”, Ooorale!, no. 156).
El “vitalismo arrabalero” con el que Munguía evoca la época del dancing no es gratuito. Tampoco su crítica al “maricón” de Uruchurtu, un regente que será recordado por siempre por su puritanismo hipócrita y provinciano.
Quizá por esto, a mediados de Junio de 1957, con el pretexto de “ampliar Reforma”, la momia Uruchurtu ordena desalojar a las más de tres mil prostitutas que conformaban la zona de tolerancia de la capital y sus lugares de esparcimiento: antros, cabarets, prostíbulos.
Los cincuenta lanzan sus últimos estertores. Se trató de un tiempo mítico, festivo, rebozante de embriaguez, de sujeción y jovialidad. Las aventuras de una sola noche, las crudas con sus amaneceres de espanto, el ímpetu desgarrador del deseo y sus desilusiones amargas se han acumulado, infatigables, en la carne de Munguía.
Mario está cansado, lleno de inquietudes. Tiene casi treinta años y nadie podría decir que “ya la hizo”. Quizá va siendo hora de madurar, se dice. Y lo intenta.
El primer a-Salto
Las pasiones dancístico-etílicas de Munguía, aunado al gusto que adquiriera desde pequeño por el boxeo, lo conducen, inexorablemente, hacia su verdadera vocación: el periodismo. Entre sus muchos “compas” de parranda se encontraba el periodista deportivo José Luís Valero Meré, entonces muy conocido en el ambiente del pugilismo y la lucha libre, no sólo porque era el hermano del dos veces campeón mundial (peso pluma y gallo) Guillermo Valero Meré, sino también porque escribía para revistas especializadas como Box y Lucha, Muscle Power y Ring Universal, todas ellas editadas por el Coronel Castañeda, en los talleres del periódico Excélsior.
Su amistad con Valero despierta en Munguía la inquietud por el oficio periodístico. La oportunidad de codearse con sus ídolos del ring, “apantallar” con el carnet de periodista, entrar de “a barbas” a las veladas de la Arena Coliseo, lo seducen. Su colega lo presenta con el Coronel Castañeda y pronto obtiene su primera oportunidad como reportero.
Valero y Munguía se vuelven inseparables, “uña y mugre”, en el duro oficio del beber y el escribir: “Valero y yo éramos idénticos, a los dos nos encantaba ‘chupar’, pero lo mismo que ‘chupábamos’, ‘chambeábamos’, ahí nos tenias formando… luego ‘inflamando’, éramos una pareja infernal, buenos para el ‘chupe’, ¡Bendito sea Dios!”.[2]
Acuden a gimnasios, deportivos, conferencias de prensa y a las funciones semanales de la Arena Coliseo a sacar la nota. Escriben sobre las memorables actuaciones de ídolos como Santo, Black Shadow y Blue Demon, pero también de las hazañas pugilísticas de José “Huitlacoche” Medel, Panchito Uribe y Raúl “El Ratón” Macías, a quien Munguía conocía desde hacía años atrás, cuando “no eran famosos” y jugaban juntos al frontón o iban a nadar a la alberca pública La pilar, en Av. Del Trabajo, en Tepito. Con otros, en cambio, entablan una singular amistad, como sucede con el legendario boxeador Rodolfo “El Chango” Casanova, a quien visitan en el manicomio de La Castañeda, en donde se encontraba recluido debido a un gravísimo caso de locura báquica.
Mención aparte merece la complicidad etílica que surge con José “El Toluco” López, una de las figuras públicas más fiesteras de la época y vecino de Munguía: “vivía a espalda de la casa, en la Colonia Guadalupe Victoria. Hicimos pareja abajo del ring, todas las pulcatas eran nuestras”. (“Matarili”, Ooorale!, no. 190).
Si bien es cierto que abajo del cuadrilátero Munguía es todo un campeón en la bebida, arriba, dentro del oficio periodístico, todavía adolece de aquello que distingue a los grandes peleadores de los simples amateurs: técnica y estilo.
En 1956 decide darle un vuelco a su disipada existencia cuando decide ingresar a la Escuela de Periodismo Carlos Septién García. A Munguía le sienta bien el ambiente académico. Depura sus habilidades periodísticas y recibe clases de maestros de la talla de Manuel Buendía Tellezgirón, Domingo Álvarez Escobar, Carlos Septién “El Tío Quinto” García y Vicente Leñero (entonces un alumno aventajado, dos años adelante de su generación), entre otros. Munguía no se titulará, sin embargo, hasta 1988 cuando dicha institución reconoce su trayectoria profesional de manera honorífica.
Otro vuelco decisivo se da el día en que conoce a la que será su futura esposa y madre de sus seis hijos: Laura Cambrán Sánchez, compañera suya en la universidad. Tras ocho años de cortejo, Munguía se decide a dar lo que filósofo danés, Sören Kierkegaard, denomina como El Salto hacia la “seriedad de la vida”.
–Sabes qué, Laura, yo no creo que viva demasiado. A lo mucho llego hasta los 40, no pienso vivir más. ¿Porque no te casas conmigo? ––ella duda un instante. Ha sido un buen novio, amable, sincero. ¿Pero podrá sentar cabeza algún día? Tantas fiestas, amigos y borracheras. Pero ante la perspectiva trágico-romántica de una muerte temprana del amado las dudas se evaporan.
–Si de verdad te quedan cinco años de vida como dices pues va. Casémonos.
Mario Munguía acaba con su soltería en 1964, cuando contrae matrimonio con Laura Cambrán, en la Parroquia de San Miguel Arcángel Chapultepec. Sin embargo, lo cierto es que ni siquiera casado abandona del todo su personalidad burlesca, las andanzas del bohemio seductor, la mascarada del esteta.
“Era un magnífico proveedor, pero fue un papá ausente. Mi mamá dice que de haber conocido a Mario Munguía como ‘Matarili’ nunca se hubiera casado con él. La fama aleja y llegó a sentirse que pagaba el suelo a suspiros”, confiesa su primogénita Alejandra, quien nace cuatro años después, en 1968.
A partir de aquí nuestro peleador-bailarín ya está preparado para saltar y moverse con astucia dentro del ring. Ha perfeccionado la técnica, tiene un buen juego de piernas y cintura. Está en camino de hacerse de un estilo propio. Sólo le hace falta una cosa: tener pegada. Los nocauts se acercan.
La Voz
–Ya la hiciste gacha, eres un chingón ––dijo La Voz––. Sólo una cosa: no te compliques, juega con y para El Equipo, por el bien de todos.
Estas palabras resonaron en la cabeza de Mario Munguía con la fuerza de un culetazo en el momento en que entró a formar parte de la plantilla del diario Ovaciones. Pero el encargado de repetirlas no fue ninguno de los directivos, editores o jefes de sección del periódico. No había necesidad, porque La Voz provenía de lo más íntimo de su ser-para-la-noticia. Tampoco había que explicar lo que en realidad significaba la frase “juega con y para el Equipo”. Por aquellos años, finales de los sesenta, la mayoría de los profesionales que escuchaban a La Voz, cuyo tono grave y severo atribulaba sus consciencias, sabían que El Equipo era uno y el mismo: el Ejército mexicano y los héroes nacionales, La Virgen de Guadalupe y la religión católica, el PRI y el Presidente de la República.
Seamos objetivos: en muchas ocasiones Munguía jugó con y para El Equipo, pero en muchas otras en su contra. Reconozcamos esto: fue a través del humor y la puesta en ridículo del poder como Mario intentó exorcizar los mandatos de La Voz. Una cosa es cierta: no salió ileso de esta contienda. Pocos periodistas, casi nadie, lo hacen. La mayoría terminan igual: descomponiéndose al sol como un cadáver pestilente.
Un periodista, decía Norman Mailer, sin importar que cubra política, deportes, cultura, espectáculos o nota roja es siempre alguien o algo que se pudre. Es carne de cañón que ha de quemarse para alimentar a las bestias, es decir, nosotros, y en última instancia a La Gran Bestia, es decir, el stablishment o sistema hegemónico. La peste que emana de esta combustión es inconfundible: “No es olor a podrido, no tiene la sustancia, el sabor o la vitalidad de la carne fresca para oler a podrido e inspirar miedo cuando está en mal estado; no, es más bien el olor del respeto excesivo al poder”.[3]
En un país como México esta problemática no sólo se agudiza, sino que, por si fuera poco, habría que añadir la presencia de La Voz –la propia autocensura. Se trata de un mecanismo de supervivencia perfeccionado de manera conjunta entre los siervos (periodistas y editores) y los amos del sistema, sin el cual los primeros estarían sujetos al peor de los desamparos –un desamparo de tipo económico, por supuesto.
Si hay un hecho periodístico incontrovertible es que ayer como hoy ha sido El Equipo y sus señores (presidentes, senadores, diputados, capos del narco, líderes sindicales, obispos, sacerdotes, militares y empresarios) los que han impulsado y demolido los medios de comunicación y carreras periodísticas que han querido.
Ayer, por ejemplo, fueron el presidente Adolfo López Mateos y el entonces Secretario de Gobernación, Gustavo Díaz Ordaz, quienes se encargaron de fustigar al periódico ABC, propiedad del coahuilense Federico Barrera Fuentes, por simpatizar con la revuelta iniciada por el sindicato ferrocarrilero en 1959. El ABC, sin embargo, jamás cedió a las presiones. Grave error. Pasaron cinco años y Ordaz, ya ungido como candidato del PRI a la presidencia lanzaba una amenaza velada; un vaticinio de lo que sería su sexenio: “En México existen todas las libertades menos una: la libertad para acabar con las demás libertades. Nadie tiene fueros contra México”, Gustavo Díaz Ordaz, candidato de las mayorías. (ABC, Julio, 1964).
Ordaz es electo y un año después el ABC muere de inanición cuando se le retira la publicidad oficial y la venta de papel para su producción, en manos de la Productora e Importadora de Papel (PIPSA), parte del monopolio estatal, también conocido como “libertad PIPSA” –una ironía exquisita.
Entre los muchos periodistas que abandonaron el barco del ABC tras su hundimiento, en septiembre de 1965, estaba Mario Munguía, quien ya colaboraba desde un par de años atrás como reportero suplente en la 2da. de Ovaciones, vespertino que hizo su debut editorial el 24 de mayo de 1962, coincidiendo con la inauguración del Campeonato Mundial de Chile.
El presidente y director general del Ovaciones, don Fernando González Díaz Lombardo, uno de los últimos herederos de la antigua “realeza mexicana”, a decir de Jesús Blancornelas, había comprado dicho periódico en 1950. En sus inicios el diario se enfocó exclusivamente a la cobertura de la fiesta brava y a las noticias deportivas. Con el tiempo, Don Fernando le fue injertando “secciones tripas”, como se le denomina dentro de la jerga editorial a la inserción de notas de carácter general. Luego, respondiendo a demanda del público y bajo la premisa de dar salida a toda la información no-deportiva, relegada en el matutino por la falta de espacio, Don Fernando lanza un vespertino: la 2da. de Ovaciones.
Meses después de su aparición, Díaz Lombardo delega el timonel del periódico a sus hijos Ramón y Fernando González Parra, siendo éste último quien toma la batuta de las dos ediciones. Bajo el mando de Fernando Jr., el vespertino se convierte en el impreso de mayor tiraje de la época (en promedio se imprimen de 130 mil a 150 mil ejemplares diarios, llegando hasta 500 mil en casos excepcionales como sucede con choque del metro en Octubre de 1975 o con el terremoto de 1985).
El éxito de la 2da. de Ovaciones obedecía a su perfil populachero-sensacionalista, pues complacía el gusto de las masas con sus golosinas predilectas: chismes de farándula, escándalos políticos, periodismo sensacionalista, el seguimiento a crímenes y casos policíacos, amén de una sugestiva galería de imágenes de féminas con poca ropa en la página tres, las cuales con el pasar de los años, irían perdiendo cada vez más prendas hasta quedarse desnudas por completo. Durante más de tres décadas –antes de que el rotativo fuera comprado por el emporio Televisa en 1992– la 2da. de Ovaciones o “La Play Boy de los pobres” se haría famosa por dos cosas: las “encueratrices” de la página tres y la columna policiaca de Matarili, por lirilón.
Mario Munguía, sin embargo, no llegó a convertirse en el afamado columnista, el mentado Matarili, de la noche a la mañana. Estamos a mediados de los sesenta y nuestro periodista tiene que ganarse primero la titularidad, mostrar sus habilidades con El Equipo, si es que aspira a quedarse de planta y dejar el freelanceo. La competencia es dura: hay jugadores talentosos, de respeto, viejos conocidos como Ángel Madrid (compañero suyo en la Carlos Septién), Félix Fuentes, Javier Álvarez y Francisco Pulido, con quienes se pelea a diario la de “ocho columnas”. Los editores, columnistas y jefes de sección que encuentra a su llegada, gente como Jorge López Antúnez, Raúl Lara Escoto, Héctor Pérez Verduzco, Carlos Montenegro y el “Lic.” Lázaro Lozano García, son huesos duros de roer, estrictos, demandantes con los reporteros más jóvenes.
En una ocasión, debido a su estilo desenfadado, tan inclinado a la chabacanería y las parrandas, el Lic. Lozano, jefe de redacción del periódico, pierde la paciencia y se ve obligado a “darle las gracias” por sus servicios; para su fortuna, allí está Tata Fernando, para evitar su salida.
–No se preocupe Mario, así es Lozano, nada más quiere asustarlo––. La voz serena, comprensiva, casi paternal de don Fernando Díaz Lombardo, reconfortando a Munguía––. Usted no le haga caso, que yo soy el dueño de este periódico, ande, regrésese a trabajar.[4]
Mario regresó, esta vez para quedarse como titular indiscutible.
Matarili, por Lirilón, cartelera policíaca de la muerte.
México, primavera de 1969. El país experimenta una serie de convulsiones político-sociales que lo cimbran desde sus cimientos. La masacre del 2 de Octubre, acaecida menos de un año antes, ha dejado una estela de sangre tan grande, que ni siquiera el fastuoso simulacro mediático de las Olimpiadas es capaz de limpiar.
Si bien es cierto que a la mañana siguiente de la matanza en la Plaza de las Tres Culturas los periódicos más importantes de la capital, Excélsior, Universal, La Prensa o el Ovaciones, dan cuenta de los sangrientos hechos en sus primeras planas, también es verdad que manipulan la información de tal manera que los héroes y las víctimas de la jornada resultan ser el Ejército, la policía capitalina y el Gobierno de Díaz Ordaz. Hablan de un “enfrentamiento” o de una “batalla” (no matanza ni masacre de estudiantes) entre “terroristas” y el ejército, e incluso, en el caso de El Sol de México, se justifica la represión alegando un supuesto “boicot en contra de los XIX Juegos Olímpicos” perpetrado por “influencias hostiles” a México. Unifican números y cifras: no más de 100 heridos, 30 muertos y mil los “agitadores” detenidos.
Como muchos otros reporteros de la fuente policiaca, Mario Munguía cubre y sigue de cerca el movimiento estudiantil desde sus inicios hasta su paroxismo sangriento del 2 de Octubre, acontecimiento del que es testigo y sobreviviente. Su crónica de los hechos es censurada por el diario.
Para nuestro periodista se trató de una experiencia de lo más traumática. Según su propio testimonio, publicado dos décadas después, en medio de tantos muertos, heridos, tanques y balazos, le sobrevino un susto de tal dimensión que se tradujo en una potentísima diarrea (“se me aflojó el fertilizante como nunca antes en mi vida”, solía contar a sus lectores), y no era para menos, pues por poco y no la libra:
Hace veinte años despertamos con el sabor a muerte […] La impresión de lo visto y vivido nos inmovilizó quince días… No sabíamos que nos pasó, pero las piernas nos dolían horriblemente, se hincharon y no cabían en ningún pantalón […] Cuauhtémoc Cárdenas Ramírez, entonces comandante del 4to. Grupo de la Policía Judicial nos rescató de la enorme hilera de detenidos contra el muro de la iglesia de Tlatelolco […] Cuando salimos de la hilera de detenidos ya oscurecía y al caminar patinábamos al pisar charcos de sangre y todavía veíamos muertos en la plaza, después bajaban otros cadáveres del edificio [Chihuahua] y al filo de las 23 horas acudimos al anfiteatro de la 3ra. Delegación y contamos 36 muertos por balas de trayectorias de arriba a abajo. (“Matarili, por lirilón”, 2da. de Ovaciones, 2 de Octubre, 1988).
Al igual que en otras latitudes, el 68 marcó un punto de inflexión en la vida política de México; “hay un ‘antes de’ (AT) y ‘un después’ de Tlatelolco” (DT), parafraseando al propio Matarili, que de hecho representa el inicio de su meteórica carrera como reportero estrella de la 2da. de Ovaciones. Como buen reportero policiaco lo mueve la insaciable fascinación por el crimen y la picardía morbosa del populacho. Munguía quiere exhibir la violencia que crece y se anida como un cáncer dentro de la gran urbe; evidenciar la infamia, la estupidez y la miseria de sus habitantes. Material hay de sobra. Tanto así, que buena parte de la información generada para la 2da. pertenece a la categoría de “nota roja”.
Muchos casos, los más perturbadores y extraordinarios, llegan a la primera plana del vespertino: la misteriosa aparición de una cabeza y un brazo en la carretera, un peligroso asesino de homosexuales, otro más especializado en prostitutas, el secuestro de la reina del Club de Leones a manos de hippies incendiarios, el descuartizamiento de un reputado ingeniero, una Medea chilanga o la banda de niños asesinos de Tepito. Otros tantos, sin embargo, no son siquiera mencionados, no porque carezcan de “impacto” o sean de nulo interés para los lectores, sino porque sencillamente no hay espacio para todo.
Atendiendo a esta circunstancia, en Junio de 1969 los directivos deciden abrir una nueva sección en el periódico, una columna enfocada a dar salida a toda la información policiaca que terminaba siendo desechada. Se haría alternadamente, una semana la escribiría el Lic. Lázaro Lozano García, otra Ángel Madrid, otra Francisco Pulido, otra Panchito Lozano, otra Mario Munguía.
–A ver, unos nombres para titularla–– preguntó el Lic. Lázaro Lozano García a los reporteros de la fuente––. ¿Qué les parece “flash policiaco” o “red policiaca”?
–Con el debido respeto mi Lic, eso de la columna está de pelos, nomás no vayan a empezar con jaladas de meter puro lead.[5] ––dijo Munguía––. Mire, lo mejor es hacer una “cartelera policiaca de la muerte”, contar las cosas como si fueran parte de una matinée de terror y a cada “película” le damos una embarrada de sangre, personajes, situaciones, lugares y hechos.
–“Cartelera policiaca de la muerte”… ––murmuró Lozano––. ¿No está muy largo el nombre?
–Ese es sólo el concepto, mi Lic, hay que ponerle otro nombre, más pegajoso, atractivo… Qué tal “Matarili”, como cuando la gente dice “ya le dieron matarili” o “matarili, al maricón”.
–No lo sé Munguia, me parece demasiado vulgar, por el momento dejémosla sin nombre.
Durante sus primeras entregas la columna careció de título oficial, se redactaba alternadamente de manera semanal y cada uno de los reporteros de la fuente firmaba con su respectivo nombre. Poco a poco, la “cartelera policiaca de la muerte” fue ganándose el gusto de la plebe y para agosto de 1970 los editores deciden bautizar oficialmente la columna como Matarili, siguiendo la propuesta del joven Munguía.
La decisión fue de lo más acertada, pues el doble sentido de la palabra era representativo del imaginario picaresco de México; por un lado, aludía a la inocencia juguetona de los tradicionales cánticos y rondas infantiles, genuino legado criollo-Novohispano, y por otro, a “esa acechanza contradictoria, muy amorosa en el fondo”, a decir de José Revueltas, que tanto persigue a los mexicanos desde la época prehispánica: su propensión al crimen y el sacrificio del otro, el placer de darle muerte o “matarili” al prójimo, hoy convertido en verdadero deporte nacional.
Para ese entonces Munguía es un peleador recio, con muchos recursos estilísticos, creativo. Cuando llega su turno de redactar la columna, alega a su editor:
–Nada más le advierto que eso de que una semana la firme Pancho, otra Madrid, otra Pulido, nomás no me parece, mi Lic. Si quiere que yo le siga voy a firmarla como yo quiera.
–No pues, allá tú, fírmala como quieras.
Y así lo hizo. Firmó como Lirilón.
El estilo satírico-ubuesco de Matarili o el “periodismo ñero”.
La ejecución de una obra lo es todo para el artista. Poco importa que se trabaje con las palabras, los colores, los sonidos o las texturas del mundo, “la ejecución –advierte Henry James– corresponde exclusivamente al autor, es lo más personal que tiene y podemos evaluarlo por ello”.[6]
Pero ¿qué es la ejecución de una obra sino el dominio de un estilo, es decir, esa condensación de la subjetividad hecha símbolo y signo inconfundible del autor y su mundo? Crear un estilo propio no es cosa fácil; se necesita tiempo, disciplina, y sobre todo, contacto íntimo con uno mismo. De esto sabe el poeta, el pintor, el bailarín; pero también lo sabe el boxeador que depura su técnica para moverse con gracia asesina dentro del ring. Pero, ¿y los periodistas? ¿Qué saben los periodistas del estilo?
LE DIERON UN TIRO POR SABROSO… Félix García Galindo, quien iba de “cencerro” de un chofer de la línea “México-Netzahualcóyolt”, placas 4A-094, se puso muy “suave” con un pasajero que obstruía la subida y bajada del pasaje y le ordenó que bajara a poner los “guantes”; pero resulta que el desconocido llevaba “matona” y apenas se hicieron las primeras “fintas” el pasajero sacó su pistola y le metió un tiro en la panza a Félix quien se encuentra en el hospital de Balbuena. (2da. de Ovaciones, “Matarili, por la mañana, por Lirilón”, 12 de Agosto, 1970).
Más acostumbrados a informar que a narrar, los periodistas viven tiranizados por la sobreproducción de sentido y el mecanismo vírico del lenguaje: sencillamente no pueden dejar de escribir, parlotear, regurgitar ruido e información. Solo que a diferencia del novelista o el poeta, el suyo es un estilo neutro, distanciado e impersonal, sujeto a ciertas reglas y formas preestablecidas; eficacia, inmediatez y precisión en la transmisión-recepción de los contenidos informativos son sus metas primordiales. De ahí su compromiso con la objetividad, su rotundo no a la invención de hechos, datos o declaraciones, su negativa a salpimentar de ficción la Realidad.
Y aún cuando el periodista cultive los géneros de opinión (crónica, artículo o columna) y se esfuerce por manifestar un punto de vista o convicción personal acerca de un determinado hecho, con frecuencia sus reflexiones resultarán insustanciales y prescindibles precisamente porque no se ejecutan bajo dispositivos, estructuras y/o técnicas de narración diversas, heterogéneas.
Si el periodista aspira a labrarse un estilo propio entonces está obligado a dislocar, en la medida de lo posible, el carácter rígido y preestablecido de los géneros, buscando ir más allá del punto neutro del lenguaje, mediante mecanismos narrativos heterodoxos, mucho más cercanos a la ficción, sin que esto implique traicionar los preceptos básicos de objetividad y eficacia informativa…
POR PREGUNTÓN AL HOSPITAL… René Ortega Hernández se comprará su “guia roji”, pues al preguntar a la señora María Gutierrez Mendoza por una calle, apareció el marido que es más “celoso que un oso” y al grito de: “¡Así los quería encontrar!”, Julio Domínguez López, blandía sobre su cabeza filoso puñal, que ostenta la leyenda: “Al momento me sientes frío pero después te gusta”; lo clavó dos ocasiones en la panza de René de 19 años, a quien no debió haberle gustado mucho el frío del acero, pues se encuentra ocupando una cama en el hospital de Coyoacán. María también se llevó lo suyo… (2da. de Ovaciones, “Matarili, por la tarde, por Lirilón”, 12 de Agosto, 1970).
Es en este punto donde Mario Munguía se destaca por encima de sus contemporáneos, ya que como ningún otro supo crearse de un estilo periodístico particular, el cual resultó innovador y adelantado para los columnistas y reporteros de nota roja de la época. Fue un precursor que tuvo el oído y la sensibilidad para dejarse sorprender por el ritmo, la música y la sensualidad plurisemántica, en ocasiones obscena, del habla popular. Contrario a la pulcritud aséptica de los doctos del lenguaje, el sello distintivo del Matarili es la zafiedad y el exceso; un estilo que recrea el habla pedestre y cotidiana de las masas: la incorrección de su sintaxis, la locuacidad y prosodia desquiciada de sus múltiples giros, entonaciones, rimas y dobles sentidos…
EL SUSTO FUE DEL TAMAÑO DEL MIEDO… A cualquiera se le afloja el fertilizante al ver tres cañones de fuscas apuntando y los monos que las empuñan ordenando a los presentes no hacer movimientos sospechosos… Entonces, nos cuenta el ñis Roberto Ríos Parra, que tuvo que aflojar todo lo que tenía y la tercia de ratas treparon el coche VW placas 820-APS y se “jueron” […] Uno güero de estatura mediana y con un resto de lunares en la fachada y otro chaparrón moreno y pelo lacio, gacho pa terminar pronto, pero el tercero es común y corriente, naco auténtico… (2da. de Ovaciones, “Matarili, por Lirilón”, 8 de Octubre, 1985).
Afecto al doble sentido y a la cábula, sus columnas representan un compendio humorístico de neologismos, albures, insultos, palabrotas, comparaciones, blasfemias y barbarismos delirantes; en definitiva, el despliegue de un “periodismo ñero”, bravucón y bufonesco, que interpela directamente el habla culta, ausente de ripios y cacofonías, de las clases educadas…
LA VEDETTE “JUANGA” METE EN BRONCAS A EMPRESARIOS… Posiblemente no alcance el capital a “Juanga” para responder a las demandas que llegarán en cadena por incumplimiento de contratos en su contra […] Mucha culpa la tienen la bola de mamertos que han dado cuerda al tal “Juanga” y le cuelgan el título de “genio musical”, lo cual descubre esa complicidad y hermandad entre la gavilla de lilos…
En sus columnas desfilan los idiolectos de las clases bajas, jodidas y vapuleadas por los de arriba. La suya es una poética que rinde homenaje al barrio, la vecindad y los bajos fondos de la urbe. El suyo es el verbo “mareador” propio de albañiles, obreros, merolicos, pelanduscas, taxistas, presidiarios, ambulantes y verduleros; gente más corriente que común, tosca, irascible, sin grandes estudios académicos, como en cierto sentido nunca dejó de serlo él…
ES UN PLEITO ENTRE MAYATEX… La verdura de todo este rollo es que “Juana La Loca” es una cusca que por su belleza gusta de jugar con varias cartas […] se acercó a su vida Roberto Zuluaga, un “comeguano”, de 24 años, que desplazó a Doña Paz Arcaraz, que por años controló a “Juana”… Debe ser un “perico de los palotes” el tal Zuluaga ya que logró la representación de la “bella” y vendió entre 60 y 70 representaciones en seis y medio melones cada una […] ¿Se imaginan lo que siente un “mayatex” que de la noche a la mañana se mete más de doscientos millones de pesos?
En strictu sensu, “el periodismo ñero” de Matarili corresponde a los registros de la sátira y la parodia: su columna sólo se entiende si el lector está dispuesto a ser cómplice de la burla y la risa vulgar, grotesca de Lirilón. Recordemos que la sátira no se despliega en función de lo cómico que resulta algún personaje, situación o hecho, con el cual podríamos experimentar cierta empatía (como sucede con las desventuras del Don Quijote, por ejemplo), sino que responde a la forma risible, cruel y burlesca con la cual el humorista aborda a ese personaje, situación o hecho. Hans-Robert Jauss, hermeneúta alemán, ya diferenciaba con puntualidad entre la risa cómica (reírse con) y la risa satírico-grotesca (el reírse de), siendo ésta última una forma poco elegante del humor, pues en lo que respecta a la composición de las tramas el canon nos dicta, al menos desde los tiempos de la Poética de Aristóteles, que resulta impúdico, falto de buen gusto y moral, que el poeta (el hacedor de tramas) se burle de las desgracias ajenas (lo feo-risible, según el estagirita).[7]
¡Chale! Nos picamos tecleando el feminismo de la “querida me torciste en la movida”. Bien, pos en Monterrey se presentó Erik ante su viejo amor y resulta que la “lucero del firmamento” andaba con su nuevo amortiguador Zuluaga… ¡Hubieran visto la maracumbé que se organizó, maldita engañadora, abusadora! Pelearon las tres comadres…
El humor hiriente de Lirilón, su manera tan desfachatada de abordar los hechos policiacos, pero sobre todo, sus diatribas en contra de figuras públicas o que detentan el poder en la sociedad, reflejan la habilidad de Munguía para erigirse como el bufón de ese carnaval escandaloso, de sangre y muerte, que es la “nota roja” de los periódicos… Y nunca imaginó la Zuluaga que la “gabilonda” le iba a poner los cuernos y dar la media vuelta, ya que “Juanga” y Erik reconciliáronse y mandaron a la goma a Zuluaga y “Juanga” desconoció los compromisos que había firmado su “ex” y hete allí el meollo del hoyo… (2da. de Ovaciones, “Matarili, por Lirilón”, 9 de Octubre, 1985).
Escatológico y arrabalero, Mario Munguía, El Matarili, encarna pues la risa del cuerpo colectivo, del populacho, pues como el bufón del carnaval, le es lícito mancillar, insultar, burlarse y, literalmente, pedorrearse sobre todo aquello que se envuelva bajo el tufo de lo sagrado, sin que esto implique su persecución o condena.[8]
David Estrada, editor en jefe del Ooorale!, quien tuviera el honor de trabajar con Munguía durante sus últimos años como periodista, lo resume así: “Tenía un estilo policíaco sin miedo, sin censura, con un lenguaje, un calambur muy cercano al pueblo; te contaba las cosas con un feeling parecido al de un carnalito de barrio y eso te hacía más cercano a él”.
¡SAMUEL DEL VILLAR ES MÁS COCAINÓMANO QUE PACO STANLEY! Según los antecedentes del crimen de Paco, mismos que fueron patrocinados por dos delincuentes que pertenecieron a una de las bandas de rateros de coches del rumbo de Atizapán…
Esta cercanía con la plebe es fundamental para comprender el sentido último de su columna, cuyo estilo altisonante, risible y desenfadado, nunca fue gratuito o producto de una pose, por el contrario, se trataba de una actitud de vida, de una convicción personal, con profundas resonancias ético-políticas (quizá no racionalizadas del todo por el periodista), la cual encontraba su sustento en los reclamos, injusticias y agravios padecidos por el vulgo…
a Paco lo mataron por robarle la camioneta. Hubo una bronca entre todos los rateros que vivían en Atizapán, uno fue el que me lo contó, participó en el homicidio. Pero tenía la protección de la Procuraduría…
A través de la exuberancia del habla popular su columna sacaba a la luz pública la opinión y el sentir de las multitudes, la sabiduría simple y ordinaria del hombre anónimo, ése que proviene de los estratos más bajos del tejido social, y que sólo figura en los periódicos a modo de miasma urbana. Homenaje y condena del Jodido-Otro, quien tiene el execrable honor de colmar las páginas de la sección policíaca, ya sea como despojo ensangrentado, es decir, el cadáver o cuerpo del delito, o bien, como el pecador condenado por chingarse a los demás, es decir, el delincuente.
Su deontología y compromiso como periodista se nos devela entonces obvia: todos los “ojetes y culeros” que protagonicen situaciones donde se manifieste la desmesura de su prepotencia, sea de orden económico, militar, religioso o político, serían exhibidos y llevados a juicio público dentro de su columna…
Pos bien, nomás para poner algunas cuestiones en claro, efectivamente Paco era adicto a la cocaneca, como lo es el 90 por ciento de personas que están metidos en el espectáculo…
Insolencia y combatividad socarrona de Matarili, quien dedicará gran parte de sus esfuerzos a ridiculizar en sus columnas el despotismo de los señores, a parodiar los excesos de los ricos y famosos…
Así es el medio de la artisteada, en donde el vicioso que trae el “tamal de coca” es el jefe de esos momentos y tiene el poder de convocatoria que nomás se corre la voz y se reúnen hasta 15 o 20 de los estrellos de la farándula a “pellizcar fuerte el pico a Clementina”…
Este último elemento, la puesta en ridículo de los agentes del poder, resulta de vital importancia, sobre todo en el caso del “periodismo ñero” de Matarili, cuya sátira se rige bajo el siguiente principio: desnudar la condición aberrante y perversa del poderoso. Procedimiento estético y político que Michel Foucault atinó en denominar como el “humor ubuesco” o “la maximización de los efectos del poder a partir de la descalificación de quien lo produce”[9]…
Paco era uno de los que siempre traían la onza, por ello nos extraña que el procurador haya informado que, al revisar sus ropas, al comediante se le haya encontrado un envoltorio con una cantidad de 0.70 gramos, menos de un gramo, mejor se la hubiera terminado, pos el resto se la inhalaron ellos, Samuel y colaboradores, que también le meten fuerte a la “cuchara”…
El carácter ubuesco de Lirilón nos da la clave para entender algo más que su estilística, a saber, aquello que tiene que atañe directamente con su quehacer periodístico y los métodos de investigación de la escurridiza verdad, y más aún, con la visión integral de lo que, a su juicio, debe de ser un reportero de la sección policiaca: un perro de caza (de información), cuyo olfato (periodístico) ha sido entrenado con tal severidad que es capaz de rastrear de manera oportuna, despiadada y rigurosa, las coordenadas precisas (las fuentes) de su alimento-presa (la nota)…
Así por el estilo son tochos, pero esta vez, y tal como nos informaron, la onda era tumbar la camioneta de Stanley… Huyeron a Cancún los asesinos luego de consumada la hazaña y Juan Márquez Curiel “El Diablo”, los hermanos Bonavena, así como el otro rata, “El Chuqui”, se refugiaron en la casa de una hermana de “El Diablo” en Cancún y allá no dejaron de cometer sus fechorías. (“Matarili, por Lirilón”, Ooorale!, No. 25 y 45).
Sinteticemos: sátira ubuesca de la sociedad, fascinación por lo grotesco-extraordinario, olfato para detectar lo que todavía no ha sido visto o nombrado de un acontecimiento, revalorización del habla y la cultura popular del ñero, cualidades esenciales del estilo de Mario Munguía, El Matarili.
Investigación hemerográfica: Donato M. Plata y Jessica Carrillo.
Archivo Revista Ooorale! y caricaturas: Ricardo Plata.
[1] Sergio González Rodríguez, Los bajos fondos, Plaza & Janés, México, 1988, 81-82.
[2] Personae, José Antonio Ruiz Estrada, “Matarili, por Lirilón, personaje del mes”, Año X, no. 155, Junio 2009, 56.
[3] Norman Mailer, América, “Periodistas”, Anagrama, Barcelona, 2005, 115.
[4] Sobre la prosapia de don Fernando González Díaz Lombardo, la manera dictatorial de dirigir sus periódicos, siempre dispuesta a jugar con y para El Equipo priísta, véase el retrato que de él hace Jesús Blancornelas en su libro Pasaste a mi lado, Centro Cultural Tijuana, Tijuana, 1997, 99-101.
[5]Dentro de la jerga periodística el lead se refiere únicamente a la publicación de la entradilla de las notas, que por su extensión o nulo impacto, han sido desechadas por los editores.
[6] Walter Besant, Henry James et al, El arte de la ficción, UNAM, México, 2008, 88.
[7]Cfr. Hans-Robert Jauss, Experiencia estética y hermenéutica literaria. Ensayos en el campo de la experiencia estética, Taurus, Madrid, 1986, 201-214, 295-303.
[8] Frente a la divinidad del Rey y del Papá, la gravedad del ejército y la sumisión ejemplar del siervo, la risa grotesca del bufón durante el carnaval representa, por el contrario, “lo inferior absoluto” que ríe sin cesar, “la muerte que ríe y engendra la alegría de la vida”. Cfr. Mijael Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de Francois Rabelais, Madrid, Alianza, 1998, 26.
[9] Michel Foucault, Los anormales, Buenos Aires, FCE, 2005, 25.