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LA HABANA

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Extracto de Viaje, libro de crónicas publicado por Producciones El Salario del miedo, 2015. Si te interesa adquirir este ejemplar entra a www.elsalariodelmiedo.com.mx

La Isla

este amigo Esteban y yo, volábamos en aquel avión de Cubana de aviación.

–No te pongas amarillo –dijo Esteban.

–Amarillo no me pongo –dije yo– amarillo es mi color.

Y todos los cubanos que venían de jugar un partido en Yucatán contra la escuadra mexicana de beis nos preguntaban: ¿Es la primera vez, compadre? ¿Es la primera vez? Porque yo les había preguntado: ¿Cuántos se les fugaron? Estábamos achispados por un brandy de supuesta calidad que la fulana de la agencia de viajes enviaba para alguien, y nosotros, por pura vagancia, habíamos comenzado a beber. No era ese un avión serio. No era ese un vuelo soporífero lleno de gente seria y con traumas cosmopolitas del primer mundo. ¡Arranca ya, capi!, gritábamos. Exclamaciones. Era un avión lleno de niños tercermundistas, de cubanos que no se fugaron-porque-querían-seguir-jugando-beis. Era un avión piñata, lleno de deportistas. Bueno, y un poeta, mi amigo Esteban, con su libro bajo el brazo, listo a sacarlo a la menor provocación, lamentándose de que su foto no apareciese en la portada, porque a lo mejor no me creen que es mío, qué soy yo, decía. También viajaba en ese legendario second–war plane, un cantante que, igual a mi amigo Esteban, a la menor provocación jalaba el gatillo de su pistola promocional; se hacía llamar Randy Salas, pero se llamaba Raúl Salazar. En la portada del CD de manufactura casera que nos mostró, se veía exacto como fue entonces: los ojos zarcos y cara de gato feliz. Me conocen en la Habana como el Randy, dijo. Se declaró a sí mismo habanadicto. He estado ahí veintisiete veces, regreso a México solamente a conseguir dinero para volver. Se los advierto, La Habana es como una droga. Nosotros lo miramos escépticos, como en las películas de misterio: ¡Nunca vayan a la Casa Encantada! ¡Aléjense de ella! Y los protagonistas se dirigen directamente a la Casa Encantada porque si no, no habría película. Y además, los protagonistas, Esteban y yo, íbamos como Cornelio Reyna: a cinco mil metros de altura y no había ya forma de volver. Allá abajo se veía el azul caribe mientras el Randy nos explicaba que A caballo era un ritmo de su invención, algo así como la Lambada o la Macarena: en ese baile hay que levantar a la pareja y llevarla sobre los hombros. Esteban me hacía un gesto como queriendo decir “que idea tan imbécil”. El Randy nos dio un par de pases para el bar del Hotel Nacional donde iba a cantar su ritmo A caballo y prometimos pasar a escucharlo. Abajo, en el caribe, apareció una isla en forma de caimán. Recordé las palabras de Paul Bowles: “A la luz del final de la tarde paseaba despacio por estrechas calles retorcidas. Cuando desperté el sueño me había dejado su esencia casi con la precisión de un esmalte. Mientras lo recordaba echado ahí, triste porque había tenido que abandonar aquel lugar, comprendí sobresaltado que aquella ciudad mágica existía. Era Tánger”.

Un hombre filmaba desde la ventanilla. Estábamos llegando. Cuando me asomé por la ventana del sueño la vi allá abajo. Comprendí sobresaltado que aquella ciudad mágica existía. Era La Habana.

Los pasajeros del 702

Los jóvenes del equipo de beis que-no-se-habían-fugado-porque-querían-seguir-jugando-beis recogían las más decrépitas muestras de equipaje: una llanta vieja, cartones de detergente rellenos de ropa, radios y eléctricos oxidados. En el aeropuerto se sentía un ambiente festivo: tres mexicanos que dejaban la isla se habían hecho seguir por un trío con guitarras y maracas y cantaban: “ay, ay, ayayay, canta y no llores porque cantando se alegran cielito lindo los corazones”. Llegamos a la aduana. El agente me pidió con la mirada una de aquellas bolsas de dulces que llevaba en la superficie de mi maleta, tal como me había dicho Randy Salas. ¡Qué barato! pensé ¡el agente aduanal corrupto más barato del mundo! Y después de la línea, la sala de espera del aeropuerto José Martí de La Habana, capital del reino de Fidel, único bastión americano del comunismo, penúltimo bastión del comunismo en el mundo. La sala de espera estaba congestionada y parecía ni más ni menos que una estación de autobuses de segunda, ay, ay, ayayay canta y no llores, y el gordo aquel, mexicano, mi compatriota, que iba de salida, tenía las manos llenas de souvenirs, llaveritos, figuritas del Che, cañoncitos de madera, (“Nosotros somos Fideles con las Cubanas” decía, llorando frente al enorme anuncio en la sala de espera: FIDELidad) Pensé, irritado, que era ese típico chovinismo mexicano, apenas se había alejado siete días y ya extrañaban las canciones de José Alfredo y el tequila. Pero no. Después sabría que los llorones en el Martí eran cosa común. No lloraban porque extrañaban su casa. Lo opuesto. Lloraban porque no querían regresar. Querían seguir para siempre en ese sueño de ser otros que no eran en un lugar que no era en un momento que tampoco fue, viviendo una farsa de siete días en la que nada importaba sino los siete días y lo que representaba para cada uno la farsa.

Los pasajeros del 702 salimos al exterior. Nos golpeó el aire. No estaba frío. Y era diciembre. Ni caliente. Y era el Caribe. Pero había humedad. Y las bicicletas, decenas de bicicletas, hacían un extraño rumor de serpientes de hule al deslizarse por el pavimento de la destruida carretera a las dos de la tarde. Mi amigo Esteban y su libro de poemas. Randy Salas y su A caballo, yo y mi tristeza de héroe existencialista pasado de moda (los beisbolistas desaparecieron por su lado) y los otros que venían en el mismo avión y quienes no importan si no escriben su propia historia para darse importancia. Un negrito cucurumbé con su microfonito y su bocina portátil de la era del perro de la RCA nos daba la BIENVENIDA mientras subíamos al autobús llamándose a sí mismo Guía-Profesional-negrito-cucurumbéééééé, ¡bienvenidos! ¡les hemos preparado lo mejor! y bla, bla, bla, los tiempos de Cristóbal Colón y bla, bla, bla, de nuestra revolución y bla, bla, bla, y Fideles y Ches y Camilos Cienfuegos hasta el cansancio. El habanabús rodaba y a los lados y a través de la ventanilla pasaban las enormes ceibas con las raíces saltadas sobre la tierra como si a la tierra misma le fuese imposible contener tanta vida y tanto verdor. Pasaban los anuncios extraños que desde los años cincuenta habían quedado ahí y simplemente a nadie se le había ocurrido quitarlos: Sun tan oil Copertone, y la niñita bronceada enseñando el traserito blanco, mientras un perrito le baja las braguitas; anuncios de hoteles y tiendas de departamentos desaparecidos; vestigios de gasolineras Quaker State; anuncios mohosos, desplomados, chatarra abandonada como reliquias del pasado americanizado de la isla, un pasado que seguía estando en las viejas construcciones, en los prehistóricos Chevys Fleetmasters y Dodges y Fords victoria circulando junto a los pequeños y básicos Lada soviéticos. Gente en ropa ligera. Blancos, negros, mulatos, criollos. Gente en bicicletas (tres en cada bicicleta); decenas de bicicletas. El autobús circulaba dando tumbos. ¡Ah! pero si ustedes quieren conocer la Habana por su cuenta… la carretera estaba llena de hoyancos y bla, bla, bla, el más bajo índice de criminalidad en América Latina ¡Ah! pero como en todas partes hay gente buena y gente mala ¡Ah! y tour en El Galeón, donde toca Bam-Bam, y bla, bla, bla. Pasamos el Morro y rodamos por el malecón y no sabíamos todavía que se llamaban El Morro y ese largo bulevar era el Malecón.

El autobús se detuvo. La cámara Panavisión de mi imaginación filmó en exterior cómo el autobús se detenía en cámara lenta, cómo levantaba polvo y cómo aparecían entre la silenciosa bruma del polvo todos esos rostros. Simplemente estaban ahí. Nos miraban. Parecían solitarios. ¿O hambrientos? ¿De amor? ¿O esas chicas sólo querían un pair of levi´s? Qué sé yo. No hablaron. No dijeron nada. Quién sabe. ¿Eran veinte? ¿Treinta? Era un ejército de salvación. ¿Eran jóvenes o viejos? ¿Blancos o negros? Eran. Atravesamos la extraña y pasiva barrera de recibimiento. Y ninguno pidió una moneda. Y ninguno. Entramos al lobby del Hotel Inglaterra. Había un par de negros con guantes blancos y librea. La blancura resaltaba porque ellos dos eran negros negros. Si no esa blancura hubiera sido otra cosa. No apta para comerciales. Los muebles del lobby rotos, las alfombras raídas, apestaba a humedad contradiciendo la seriedad de los negros y sus libreas. Las cortinas raídas y todo el decorado con pretensiones de hotel europeo, con pretensiones de hotel Savoy, con pretensiones de que Oscar Wilde oficiaría en el living room con capa negra y la lengua como espada, todo destruido, decrépito, trastocado por el tiempo. ¡El tropical salitre!, carcomiéndolo todo lentamente. Lento y eficaz ¿Quién? ¿Quién está destruyéndolo todo?. ¿Quién hace ruidos en las azoteas de La Habana? ¿Quién? Y los huéspedes: tercermundistas latinos, burocratas españoles con el programa del Tropicana en las manos, italianos sentados en los muebles de mimbre del bar mirándose de reojo en el espejo de la pared, acomodándose el cabello, la copa de Havana Club o la cerveza con la efigie del indio Hatuey, fingiéndose relajados, millonarios, vamos, play boys listos a divertirse. ¿Es la primera vez? ¿Es la primera vez? Seguíamos escuchando la frase y no entendíamos qué. Le dimos un par de dólares al botones (que pareció querer decirnos algo). Arrojamos las maletas a las camas, sacamos una botella y fuimos al balcón a sentarnos sin siquiera dar una mirada a la habitación porque lo que nos interesaba era el mundo exterior. Nos sentamos en los mimbres del balcón y abrimos la botella de tequila blanco que traíamos ex-profeso-para-eso. Veíamos el parque Martí, las luces escasas de la ciudad, el Paseo del Prado con su avenida arbolada, el remozado hotel Sevilla, y más allá, entre la bruma de la tarde que acabó por hacerse noche, el fantasmal edificio en ruinas Fábrica de cigarros Partagás (los mexicanos amamos las ruinas) donde las palomas dormían haciendo su ligero cu-cú y los hombres socavaban su destino hurgando entre los escombros para obtener un pedazo de algo, lo que fuera útil, rascando, ligeros, como ratas, ese edificio en ruinas, estábamos ahí, en ese balcón, observando cómo la ciudad se apagaba. Las dos horas entre las siete y las nueve los Habaneros veían la telenovela brasileña y la telenovela mexicana; pan y circo para el pueblo (en este caso sólo quedaba el circo). Y entre ambas telenovelas el Fidenoticiario, y luego de unos minutos la Fideoscuridad, vimos como la Fideciudad, de repente, comenzaba a Fideapagarse y a quedar en Fidesombras y sólo los Fidehoteles (y no todos) permanecían Fideencendidos, sólo donde había Fideextranjeros seguía habiendo luz. Y nosotros estábamos en ese balcón, por fin un momento de calma. Esteban peroraba acerca de su viaje a Europa: “… porque los artistas latinoamericanos vamos a Europa como la muchachita del rancho, que sintiéndose demasiado bonita para la vida pueblerina, se va a la ciudad, aunque sea a hacer de puta” Le dio un trago al tequila y cantó: “… mis amigos se fueron casi todos, y los otros partirán después que yoooo…” ¿Y ahora? dijo Esteban, de pronto, como diciendo ¿a dónde vamos? ¿Qué es ser amigos? preguntó, qué es pues la verdad del amor, de la amistad, el sentido primario de la vida, es la pregunta Shakesperiana del to be or not to be, y si te vi ¿te vi? Pero en estos tiempos, mister Shakespeare, dije yo, lo importante no es ser sino parecer, y sentado en un shopping center ves a todas esas almas errabundas transitando los pasillos de prisa como almas desesperadas en el día del amor y la amistad buscando algo que comprar para demostrar y recibir afecto porque qué triste es no tener amigos, qué triste es no tener a nadie a quien regalarle nada por ejemplo en el día del amor y la amistad aunque sea una tarjetita de Hallmark y también que nadie te regale nada el día del amor y la amistad y que por ejemplo nadie se acuerde de ti; lo que significa, por ejemplo, que tienes caspa y no traes un buen carro o simplemente no estás a la moda. ¿Te fijaste en la muletilla del por ejemplo? dijo Esteban, y de ahí pasó a que quizás pudiera utilizarla para un poema, y de ahí pasó a la brillante idea que iba a leer poesía en voz alta de su libro. No jodas, le dije, venimos a divertirnos. Entonces suena. Sonó la puerta. Era otra vez el botones. Que no era un negrito cucurumbé como el guía, sino un cubano congelado en los años setenta. Quería saber si nos interesaba conocer a las primas de su amigo que estaban allá abajo en el bá, ¡Candela! dijo, e hizo el gesto de quemarse las manos, un pal de mulatas compay queee… dile a tu amigo que nos dé treinta minutos y nos vemos abajo. Ante la amenaza de la lectura de poesía en voz alta regresé al balcón y le dije a Esteban, vámonos, tenemos cita con dos negras allá abajo en el bar. Las palabras claves fueron “negras” y “bar”. ¿Abajo? repitió Esteban ¿Negras? ¿Bar?

Habana Club

El bar tenía esa extraña sensación de tiempo congelado. Un estilo plano de los sesentas, una copa de Martini de neón púrpura, un bar a media luz. Estaba desierto. Acabábamos de llegar y no sabíamos que a esa hora ya todo mundo estaba preparándose para largarse al Tropicana. A través del cristal del bar podíamos ver a los pasivos espectadores de la calle que habíamos visto al bajar del autobús. Dos jóvenes nos estaban esperando en el límite entre el lobby y el bar, sin pasar la raya. Compay, dijo uno, llamándonos. Con ellos estaban dos chicas. Eran jóvenes y llamativas. Una muy morena, menuda, bien formada y parecía lista. La otra era rubia, aniñada y tonta, pero muy bonita. Un cubano no podía entrar a los espacios reservados a los turistas. Es decir, el espacio para los cubanos era la calle o su casa, si querían ir a un lugar público (usualmente inalcanzables pues cotizaban en dólares) tenían que trabar amistad con un turista para poder pasar (los guardias, botones, camareros, etcétera, distinguían a un turista por sus ropas, actitud, etcétera, y dejaban pasar a quienes vinieran con ellos) y los guardias, botones, camareros, controlaban calladamente a los cubanos y las chicas que entraban a “jinetear”. Los dos jóvenes negros, Abilio y Julio, ofrecían a sus hermanas. Insistían en mostrarnos el carnet de identidad para comparar nombres y supiéramos que, en verdad, las chicas eran familia. Nos pusimos de excelente humor ante las bellezas y comenzamos a bromear diciendo que no nos interesaba ver el carnet de identidad sino saber cómo era que ellos eran negros y una de las chicas era rubia y la otra morena. La rubia no es de veldá, dijo uno. Y la morena tampoco, dijo el otro, es rubia en veldá. Nos reímos de buen talante. Eran educados, vestían, –regalo de algún turista– camisetas Cross Colors y Chemise Lacoste como si recién hubiesen llegado de La Florida. Parecían inteligentes y su conversación mundana. Uno de ellos había estudiado música en Moscú y el otro había estado en Praga en algún evento de las juventudes comunistas. Pero la conversación entre Esteban y yo, llena de referencias de películas, libros, revistas, etcétera los excluía y hacia parecer desarmados y vulnerables. Estaban tratando de timarnos haciendo de chulos, pero parecían aprendices, no podían leer el código de nuestras personalidades porque veníamos de un mundo con información desconocida para ellos. Esa era, quizás, una de las cosas más difíciles de entender en La Habana. El turista pasaba por ahí con sus vacaciones de una semana: una parranda de siete días. Usualmente gente de clases populares de países latinoamericanos, cajeros de banco, obreros con aguinaldo, profesores, empleados, que parecían perdidos en ese paraíso llamado La Habana porque, finalmente, toda aquella confusión política estaba envuelta en música de salsa y en un aire de broma trágica. De pronto, Abilio nos preguntó si podía pedir algo, un sándwich, un algo. El mesero nos llevó los únicos sandwiches servidos sin pan, es decir, llevó un plato de carnes frías porque no había pan. Y vi aquellas caras mirando anhelantes el platón de carne. Entonces sentí, ¿presentí? ¿Cuál es el mejor adjetivo? Sentí, presentí, que no habría tiempo para sentimentalismos, era un viaje turístico, un viaje a la salsa y a la noche para reír en un reencuentro con mi viejo amigo, un lugar al que habíamos ido solamente porque era barato. No iba a dejarme ablandar. Era el momento y había que agarrarlo al vuelo. Además, ¿qué había de nuevo ahí? La vieja historia del mundo. Pobreza para unos, ventajas para otros. Un sistema político. Gente conforme, gente politizada, gente inconforme, gente desesperada. Mercado negro. Turistas.

Salimos del bar. Llevé a la morena del brazo mientras Esteban se acaramelaba con la rubia. Cruzamos la calle y subimos al camellón Paseo del Prado. La ciudad sumida en una penumbra de luces amarillentas para ahorrar energía. Había mucha gente en el camellón, cubanos en su mayoría. Se sentía en el ambiente que esperaban, vendían o compraban algo. Vi a Abilio hablando con un hombre. Inmediatamente el hombre se desprendió de su grupo y caminamos hacia un auto Volga. El Volga. Un auto austero. El auto ruso por excelencia. A este auto le dedicaron poemas en la Rusia comunista. Lo comparaban con un noble caballo, el caballo del obrero. Eso iba diciendo Esteban, que comenzaba a estar borracho. Prefiero el diseño, mira nada más ese tablero sin chiste. Por ejemplo, un Chevy 64. El Volga lleva a los rusos a trabajar. La maldición del trabajo. Prefiero un auto que parezca va a llevarte a divertir, a recorrer el mundo, libre como el viento, aunque sólo sea una ilusión, pues ¿quién puede ser libre en este perro mundo?

El Volga corrió por la avenida llamada La Rampa, dobló por el malecón, entramos al túnel. La Habana, la ciudad en tinieblas, vetustos edificios con fachadas de los siglos pasados mezcladas caóticamente con la nueva arquitectura austera de la revolución. Parecía que en cualquier esquina podría surgir Jack el destripador o una niebla londinense. El túnel, otrora con casetas de cobro, estaba atascado con un largo camión de manufactura Checa llamado ciclobús, el túnel a oscuras, pero la luz del autobús funcionaba y pegados a la ventanilla se veían los rostros congestionados de los pasajeros. Eran los habitantes urbanos de la Habana en una hora pico al anochecer como cualquier otra ciudad del mundo. Le di un trago largo a la botella de Habana club. Cualquier ciudadano conduciendo un auto te llevará a donde quieras por un par de dólares, decía Abilio revelando los secretos de La Habana. Entonces hay más taxis aquí que en cualquier otra ciudad del mundo, dije yo. El autobús finalmente avanzó y seguimos el curso por el malecón. El mar caribe estallaba salpicando espuma en la oscuridad de la noche hasta la mitad de la avenida. Parecía que el agua surgiese de la nada. Esteban y yo llevábamos a las chicas sentadas en las piernas, en medio iba Julio, y Abilio iba delante con el conductor.

Quince minutos después nos detuvimos en una explanada frente a una serie de edificios tipo multi-familiar. Esa era la villa panamericana. Había servido para albergar a los atletas en la celebración de los juegos panamericanos y ahora funcionaba como hotel. Las villas estaban distribuidas con calles intermedias figurando un pequeño pueblo. En cada bocacalle había un grupo de jóvenes conversando alegremente. Las lámparas mercuriales eran escasas y el lugar parecía amarillento y siniestro. Esos, dijo Abilio, susurrante, son comunistas, señalando a los jóvenes aparentemente indolentes y alegres que conversaban en las bocacalles. Les di una mirada y tuve la sensación que su algarabía era falsa y que estaban observándonos de reojo. ¿Y aquellos? pregunté a Abilio, señalando a la ya para entonces familiar marea de espectadores pasivos que se apiñaban en las afueras de los hoteles. ¿Esos? dijo Abilio, ah esos… esos son cubanos… moviendo despectivamente la mano. No hubo broma en su expresión. Había comunistas, había cubanos y él era un jinetero. Entramos. Era un lugar acondicionado precariamente como lobby. Todo era de mal gusto y mala calidad. Por veinticinco dólares rentamos una villa y todavía no sabíamos exactamente de qué se trataba aquello. Salimos a la calle llevando una llave que decía bloke B sección sol. Vimos que llegaba un autobús con turistas y la masa amorfa de gente se movió para envolver a los que bajaban del autobús en su extraña y silenciosa manera de implorar algo que ni ellos mismos sabían (y esa marea hacía parecer a todos esos turistas estrellas de rock bajando del autobús en un tour; los rodeaban y estiraban las manos para tocarlos y pedirles algo, lo que fuera, un algo). Caminamos por las callecitas y llegamos hasta donde estaba un grupo de jóvenes comunistas. Uno de ellos se desprendió del grupo y adoptando una actitud militar dijo ¿puedo ayudar? Aquí no es, decía Abilio, aquí no compay, parecía apurado y temeroso. Buscamos el bloke B sección sol, dije. Nos dio unas indicaciones a las que no puse atención. Seguimos caminando en silencio. La morena no abría la boca, lucía aburrida. Atrás la rubia y Esteban parecían felices y no importarles nada. Esteban le contaba un chiste de un periquito y después le oí recitándole un poema de su libro. Milaydis, Milaydis, decía la rubia llamando a la morena, mira él es un poeta de veldá. Llegamos a otra bocacalle y otro comunista se desprendió de su grupo. ¿Vienen con ustedes? preguntó, señalando a Abilio y a Julio. No, dije. Abilio y Julio abrieron la boca en señal de sorpresa. Ellas sí, dije, señalando a las chicas, a quienes no pareció importarles en absoluto que nos deshiciéramos de los negros. Pero compay… dijo Abilio, viejo… decía Julio, mientras el comunista exigía ver su carnet de identidad. Ya los veremos mañana, dije, abrazando a la morena. ¿A qué horas? preguntaban con cierta angustia en la voz mientras los jóvenes los escoltaban a la salida.

Entramos a la habitación muertos de risa. Una vez adentro comprendimos cual era la idea. Ahí se podía estar más cómodo que en las estrechas habitaciones del hotel Inglaterra, y quizás a ellos nunca los dejarían entrar al hotel Inglaterra. Era una especie de bungalow. Había una sala espaciosa con una televisión, una cocina comedor con un refrigerador y un radio, un pequeño baño con una tina y dos habitaciones. Encontramos que los bungalows se compartían y la otra habitación estaba ocupada. Habían dejado la puerta abierta y de una rápida mirada me di cuenta que los otros ocupantes eran europeos, por las revistas y objetos que había regados por la habitación. Nos sentamos en el mueble de la salita. Las chicas encendieron la televisión y el radio al mismo tiempo y a todo volumen. Habíamos terminado la botella y no teníamos nada para beber. Encontramos un interfón. Ordenamos unos tragos. Nos sentamos a esperar. En la televisión pasaban un sólo canal de cable con videoclips españoles, uno tras otro, sin comerciales. Las chicas estaban embobadas. Apagué el radio. Comenzaron a pasar los segundos, luego minutos angustiosos. Nada pasaba. Las chicas seguían mirando la TV embobadas. Otro minuto. Otro. Voy a bajar a ver qué pasa, dijo Esteban. Salió. Otro minuto. Otro. Se abre la puerta. Irrumpen un par de tipos, españoles, por el acento. Llevan con ellos a dos negras. Las negras son gemelas, tienen ojos verdes; dos auténticas bellezas de concurso. Los españoles llevan cada uno una botella de ron Habana Club. Se presentan entre bromas y risotadas. Vienen del Floridita. Son madrileños. Parecen absolutamente felices. Mi amigo fue por unos tragos, les digo, estamos en el hotel Inglaterra, pero unos cubanos nos trajeron aquí. “Tu amigo no conzeguirá nada dezente aquí ¿Es la primera vez, tío?” Sí, digo. ¡Candela! dice una de las negras. Me ofrecen un trago. Apagamos la tele para contrariedad de las otras chicas y comenzamos a hablar. Yo he vivido en Madrid, les digo, en Yeseros y Bailén. “Zí,zí,zí”. Encienden el radio. Música de salsa. Entra Esteban con cuatro cervezas Hatuey, que parecen pobrecitas comparadas con la fiesta que tenemos. Otra vez se hacen presentaciones. Las negras dicen ser bailarinas del teatro nacional y pupilas de Alicia Alonso, lo cual impresiona a Esteban. Uno de los españoles saca de su habitación una bolsa de besos Hersey. Las chicas se abalanzan, abren la bolsa y comienzan a comerlos con extraordinaria voluptuosidad. Yo las miraba asombrado. El español me miraba como diciendo ¿ves? Las chicas decían: ¿podemos llevar a la casa? y trataban de llenar sus bolsos peleando por los chocolates. Mileydis tenía la boca llena de chocolate, una cara hermosa y llena de vellos, los ojos negros y el cabello chino y también muy negro que delataba su sangre negra. Era hermosa y de pronto feliz con toda aquella televisión llena de videoclips, aquella música en la radio, todos esos besos Hersey y el español estaba ahora llevando una bolsa de caramelos y los caramelos tenían los colores de la bandera Española y luego suena Bam-Bam en la radio ¡Salsa! y los españoles bailan con las negras que lo hacían extraordinariamente bien y ellos extraordinariamente mal y luego ese español que parecía un mago, que iba a su habitación y regresaba siempre con una novedad mayor y la expresión infantil reflejada en su cara, volvió con un sobre y comenzó a extender líneas de coca en el vidrio de la mesita de centro. Las chicas parecían verdaderamente no saber que era aquello. La radio comenzó a hacer ruidos extraños, y una voz anunciando la ciudad de Miami, Radio Miami, la voz de la resistencia. Oíd, dicen los españoles, ahí eztán loz tíoz de Miami interfiriendo la radio, porque el dictador caerá, la Cuba será libre otra vez… juzgado por genocidio… miles de seres humanos…compatriotas…cubanismo… Calla, dijo el otro, que he leído que en ezte momento un avión de la fuerza área cubana dezpegará para interferir la tranzmizión, verán, hombre y que he leído ezo le cuezta una fortuna a los Caztro, jolines. Y efectivamente, todo ese ruido fue interrumpido por ruidos de estática y apareció otra voz, Radio Voz de la Habana… los gusanos de La Florida… vendidos al mejor postor… el enemigo…pequeño pero no más débil… David contra Goliat… frente en alto… socialismo o muerte… ¡Fidelidad! ¡Fieles con Fidel! ¡Aquí nadie se rinde..! ¡Socialismo o muerte! El otro español enseñaba a Mileydis como meterse cocaína. Ella ¿fingía? no saber cómo hacerlo. Se metió una línea y sonrió. Tuve una visión mirando ese rostro con restos de chocolate Hersey en los labios y cocaína en las aletas de la nariz. Vi esa larga avenida llamada el Malecón convertida en un desfile interminable de anuncios Mac Donalds, Nike, Sony, hoteles Hyat, y en la Rampa tiendas exclusivas Armani, Dona Karan, Ralph Laurent, y luces de neón y la soledad iluminada de las grandes ciudades convertidas en una cosa idéntica. Me interrumpió otra vez Bam-Bam. Las chicas comenzaron a bailar entre ellas. Bailaban como verdaderos ángeles del caribe; la realidad fue fragmentándose, fui viviendo intermitentemente la odisea del borracho: las vi a todas metidas en la ducha con agua tan caliente que producía vapor, se arrojaban desnudas agua; una de ellas trataba de mojar sus nalgas en el agua de la tina; eran hermosas ninfas en el bosque de niebla de la Habana. Luego rondaban envueltas en toallas preguntando por preservativos porque ellas no compartían sin preservativos y Esteban sale con uno de los españoles en busca de condones y estoy sentado en la angosta cama diciéndole a la chica nada más déjame descansar cinco minutos, luego estoy sentado en la sala viendo un desfile de bellezas organizado por Esteban, que ha vuelto con una caja de condones y nuestras maletas del hotel Inglaterra porque va a repartir la ropa a las ganadoras. Es como uno de esos programas estúpidos de concurso americanos. Esteban hace de conductor y se hace llamar Bob Parker, y los españoles y yo somos los espectadores. Las chicas salen de una en una probándose camisas de hombre, pantalones de hombre, camisetas; veo mis camisas, mis pantalones, mis shorts, y a la ganadora le vamos a dar esta preciosa camisa Van Husen, de seda negra, a la bella, preciosa, inigualable Mileydissss… las chicas siguen desfilando y todos nos reímos o nos callamos o nos quedamos boquiabiertos y una de las negras con una camisa de vestir blanca, un sombrero y unas braguitas rojas es una aparición espectacular, lleva una vara como una conductora de desfile, da tres pasos de baile y luego la otra negra sale con una camiseta de Esteban y una gorra de beis bol y unos Levi´s que le lucen apretados en las espléndidas nalgas y uno de los españoles finge tomarles fotografías y ellas siguen el juego o en verdad creen que las está fotografiando porque parecen mirar anhelantes el ojo de la cámara. Esteban dice: hagan pasos como los que hacen en el ballet de Alicia Alonso, hagan pasos como los que hacen en el ballet de Alicia Alonso… luego ordenamos comida por teléfono y la comida llegó o nunca llegó, comí o nunca comí, vi la luz del día entrando por la ventana, tuve la sensación de que había transcurrido mucho tiempo, la sensación terrible de que iba a despertar y nada iba a ser cierto, un sueño, despertaría a una realidad desagradable. Pero lo que vi fue a Mileydis entrando por la puerta de la habitación envuelta en una toalla como si hubiera vuelto otra vez de bañarse y había tal familiaridad en sus gestos al acostarse que pareció fuéramos marido y mujer en un momento de intimidad conyugal y luego, en el mismo momento, o mucho tiempo después, escuché unos toquidos en la puerta. Discretos. Y desperté. ¿Dónde estaba? ¿En qué ciudad? ¿Era joven? ¿Viejo? ¿Estaba sano? ¿Enfermo? Una mujer de mediana edad, con delantal blanco y uniforme rosa, una cara avejentada, me miraba con estupor. Me di cuenta que me había levantado de la cama y estaba de pie, desnudo. Me senté en la cama y me cubrí con la sabana. Lo siento, dije. ¿Qué horas son? Las doce, dijo la mujer. ¿Del lunes? No, es martes. Me recosté. Ya vengo luego, dijo. Eran las doce del martes. Era el tercer día y apenas había visto La Habana.

 

 

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