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RÍO AMARILLO

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Crónica de la marcha del 30 de julio de 2006

Llegué a las cercanías del Paseo de la Reforma a las 10:00 A.M y pasé a una cafetería de cierta conocida cadena a tomar un café. Cuando entré, por un momento tuve la impresión que los dueños de la franquicia habían decidido cambiar el decorado café de golpe; sin embargo, al observar bien, me dí cuenta que el amarillo omnipresente lo traían los clientes en playeras, paliacates, gorras y moños. Son ellos, la gente que busca limpieza en la elección del 2 de julio, aquellos a quienes no nos convencen los argumentos del gobierno, los PREP´s dudosos modo ni el constante martilleo de las televisoras. Son –somos– los que tenemos serias dudas acerca de la legitimidad de la elección. Niños, mujeres, hermosas jovencitas vestidas de sol, ancianos de frente alta y vestidos con sus mejores galas, doctores, ingenieros, comerciantes, bailarinas, reporteros, meseros, escritores, obreros, indígenas que con sus lenguas completan el mosaico auditivo, choferes, músicos y empresarios. Somos Mexicanos. El ambiente es de camaradería, todos ríen, hablan apasionada pero respetuosamente, discuten en paz. Me parece extraño, pues no nos parecemos en nada al retrato que de nosotros han hecho las televisoras y los medios de comunicación, no somos los porros rabiosos, armados de petardos y sprays que desmadran las calles y los vehículos que encuentran a su paso.

Antes de irme me encuentro a una vieja amiga. Es reportera, y lleva entre sus manos a su bebé. Me sorprendo: la última vez que la vi no era mamá.

–¿Que haciendo por aquí? –le pregunto.
–Venimos al mitin. Vamos a apoyar a Andrés Manuel –me contesta con su sonrisa flanqueada de hoyuelos.

Los veo alejarse, pensando en lo que de ellos dicen López Doriga, Alatorre, Espino, Fox, Calderón y demás. ¿Son ella y su hijo un Peligro para México?
–No –me respondo–, definitivamente no.

Me incorporo al contingente una hora después, justo en la esquina de Insurgentes y Reforma. El cruce está a reventar. Voy con Rebeca, mi amiga del alma. Desde que llegamos nos deshacemos el gaznate con consignas. “Voto por Voto. Felipe, no seas joto”; “Señora Hinojosa, ¿Porqué parió esa cosa?”, “Felipillo, Felipillo, ¿Dónde estás?, ¿Dónde estás? ¡Chingas a tu madre!, ¡Chingas a tu madre! ¡Donde estés, donde estés!”. La gente que marcha va tranquila, festiva. Muchos han hecho títeres, muñecos de Fox y Ratita Sahagún, pancartas llenas de arcoíris. Hay inconformidad, sí, pero también hay hermandad. Lo viejos van a la sombra, cómodos, sin que nadie intente quitarles su lugar. Ese es un acuerdo tácito, lo han ganado a fuerza de años.

Carrerolas, muchas carreolas. Niños dando sus primeros pasos que marchan junto con sus padres. Estudiantes que llevan música con ellos, que la improvisan con botes, con botellas de agua purificada, con silbatos. Es un carnaval amarillo; más bien, un Río Amarillo. No veo, por más que me esfuerzo, ningún acarreado. No hay tortas de frijol ni refrescos en bolsita, ni billetes de cincuenta pesos ni tarjetas de Soriana. Sobre todo, no hay rostros de obligación. Esa gente, pienso, se ha acarreado a sí misma.
Con trabajos Rebeca y yo llegamos al Zócalo. Antes de ingresar, sobre 16 de septiembre, vemos una imagen que avanza en un carrito, delante de nosotros. Es tal su fuerza que abre al contingente sin necesidad de que sus portadores lo pidan. Es la Santa Muerte. La han traído de Tepito. La huesuda está tranquila, junto con los fieles que la portan. Viene a la asamblea, a pedir también el voto por voto. Junto a ella pasan, echando maromas, tres luchadores de cuyo nombre no puedo acordarme. Deben ser conocidos, pues la gente los saluda y los celebra.

Plancha del zócalo. A las 13:00 horas, no cabe un alfiler. El sol cae a plomo, pero la gente no se desanima. Los sombreros, las sombrillas, los periódicos se vuelven parapeto para quienes han –hemos–, decidido esperar y manifestarnos. Habla Jesusa Rodriguez, actriz y activista, quien propone un boicot -en tabasqueño, boicó-, a las empresas que apoyaron a Felipe Calderón, o quienes formaron parte de la guerra sucia hacia el Peje. Kimberly Clark, Banamex, Televisa, TV Azteca, Bimbo. La siguiente oradora es Guadalupe Loaeza, quien expone en pocas palabras los porqués. Luego, Regina Orozco y su voz de tormenta nos recetan unas coplas revolucionaras. El inmenso canto de la Megabizcocho puede, a capella, llenar la Plaza Mayor. Hablan después: doña Rosario Ibarra, quien reivindica la vejez digna y la lucha, y Elena Poniatowska, quien involuntariamente se ha convertido en uno de los iconos de las movilizaciones. Habla de corazones, de resistencias, de las generaciones que en este momento la acompañan: su hija y su nieta.

Llega Andrés Manuel López Obrador y la plaza se enciende. “No estás solo”, es el grito de los miles que estan en el zócalo. El Peje habla de las causas del movimiento, pide el recuento voto por voto, se compromete a aceptar el resultado de éste. Se dirige a quienes no votaron por él: les pide disculpas por las molestias que ha causado el movimiento, y les explica que es importante no ceder. Luego, hace un anuncio que hace que a la mitad del zócalo se nos caigan los calzones: la asamblea se queda aquí. Andrés Manuel pregunta a los presentes si están dispuestos a quedarse en plantón, en todo lo largo de Reforma y Avenida Juárez, hasta que el Tribunal Federal Electoral tome su decisión. “¡Sí!”, vuelven a decir miles, y se comienzan a organizar los campamentos.

Muchos nos quedamos mudos, incrédulos del giro que han tomado las movilizaciones. Los Amarillos han tomado Reforma, la columna vertebral financiera y política de México. En esta avenida está la Bolsa Mexicana de Valores, Muchos de los Bancos, Muchas de las transnacionales, La residencia presidencial, el Palacio Nacional.

Por otro lado, Marcelo Ebrard, jefe electo del gobierno del D.F y sucesor de López Obrador, comienza a organizar las neoaldeas, muchos de los presentes nos empezamos a dispersar discretamente por las calles aledañas a 20 de noviembre. Me siento como el prángana invitado que, aparentando ir al sanitario, se va de un restaurante sin pagar la cuenta y deja a sus amigos colgados. Veo las caras a mi lado y me percato de que no soy el único que se siente así. Rebeca y yo nos vamos por Uruguay y salimos al Eje Central, en donde los sonideros han improvisado tocadas en apoyo al tabasqueño. Comienza el bailongo en medio de la calle, entre los ambulantes y los marchantes que van para su respectivo campamento. Y la Flaca otra vez, andando por el eje, camino a su santuario en el barrio bravo. Se ve contenta, sonríe como todas las de su especie. Recordamos que el plantón se divide de acuerdo a delegaciones

–Y a tí, según esto… ¿Dónde te toca? –me pregunta Rebeca.
–Entre Dumas y Periférico –le contesto.
–Ah –asiente aún sorprendida–. A mi me toca entre Bucareli y el Colón –. Luego me dirige una sonrisa de esas sarcásticas, tan suyas: –Pero bueno, siempre quisiste vivir en Polanco ¿No?

Sonrío, aunque al ver las tiendas de campaña y los todos que la gente comienza a armar, no puedo sino tener el presentimiento de que todo eso es, en realidad, un tremendo error.

Colofón
No me equivoqué. Nunca como ese día, la izquierda en México estuvo tan cerca de acceder al poder. Sin embargo, el plantón, que duró más de un mes, causó justo lo contrario a lo que buscaba el Peje. La gente, en lugar de sumarse a las barricadas de Reforma, se alejó discretamente de ellas; Andrés Manuel López Obrador perdió millones de adeptos gracias a los efectos del plantón –pérdidas económicas, daños patrimoniales, etcétera–; muchos ciudadanos, incluso, pasaron de ser sus adeptos a convertirse en sus más rabiosos detractores. Ese plantón, que irónicamente fue la mayor movilización ciudadana en décadas, también alejo al elector de clase media de cualquier movimiento político similar al del Peje.

A casi nueve años del río amarillo, las condiciones políticas del país han cambiado radicalmente, y no para bien: el Partido Revolucionario Institucional regresó nuevamente al poder en el 2012, compitiendo de nueva cuenta contra López Obrador en una coalición de fuerzas políticas. A partir de esa fecha, la izquierda en el país ha entrado en un proceso claro de descomposición que va desde la disgregación del PRD en varios partidos pequeños –MORENA, Partido del Trabajo, Movimiento Ciudadano–, hasta la vinculación de algunos cuadros del mencionado instituto político con el crimen organizado –el caso de los estudiantes de Ayotzinapa es el más terrible, pero no el único–. Muy lejos se ve aquel 30 de Julio de 2006, en el que estos mismos hombres y mujeres estuvieron a punto de hacerse de la presidencia del país, y que quizá, con un poco más de inteligencia, lo hubieran podido lograr.

Y que, para bien o para mal, no lo hicieron.

VHS

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ATRAPADOS POR EL ROCK, UN TRIP DE LOS OCHENTA

Era una época en la que no había rockstars en México, los años ochenta. ¿Podría entonces una chava renunciar a su buena posición económica y social, para pasar su vida al lado del guitarrista de una banda sin presente ni futuro? ¿Para siempre? Ése es el dilema de la historia en Deveras me atrapaste (Gerardo Pardo, 1983).

Basada en un cuento de René Avilés Fabila, el dilema planteado responde necesariamente con un grito: ¡SÍ! Pero eso no exenta de dramatismo a la película. La decisión no es fácil. Aída y El Humo parecen predestinados por algún designio del más allá a permanecer juntos sin importar sus diferencias.

Filmada en 1983, atrás, hacía mucho, habían quedado los héroes de Avándaro, así como los grupos y solistas que lograron éxito en televisión y cine por su vertiente amablemente comercial; y todavía no llegaba la nueva ola comercial del rock en tu idioma.

Pero no nos confundamos. Deveras me atrapaste no es una película de hoyos fonquis para metaleros y punketos lumpen; no es el paisaje poblacional de las tocadas del TRI o de la película ¿Cómo ves? (Paul Leduc, 1986). Más bien retrata a una juventud clasemediera para la cual las tocadas no eran muy distintas de fiestas en casas particulares y que halló en Rockotitlán o el Lucc los pocos espacios para su expresión.

Para Aída el rock no era importante, sino una coyuntura. Conoció a El Humo por unos amigos en común, los cuales fueron su puerta de escape para poder demostrarse que podía vivir lejos de papá y mamá sin su ayuda, probar que podía ser libre y a su modo.

Pero cuando se halla a sí misma, se descubre conservadora. Quiere llevar a su novio a presentar con sus papás, a que le resuelvan la vida con un empleo cómodo y seguro, y, por supuesto, que se casen. “¿Entonces nunca te vas a establecer ni vas a trabajar? —le pregunta a modo de ultimátum— ¿Te vas a quedar así toda la vida?… ¿Si no voy a llegar a nada contigo, qué caso tiene seguir?”

Ser un músico de rock no era un trabajo; sino algo semejante a la vagancia o la malvivencia; pero era una vocación, la más honesta de todas. El dilema también puede verse a la inversa: ¿renunciarías a una chava guapa, enamorada de ti, con la que “la están haciendo” como pareja, que te ofrece una vida cómoda a cambio de renunciar al rocanrol? La respuesta de El Humo es contundente y triste para ambos: “yo no me puedo casar… conmigo no vas a llegar a nada”.

El final es oscuro… confuso. Realidad y trip se mezclan al punto que permite dudar si el final de la película en realidad fue su comienzo.

Deveras me atrapaste se trata de una rareza. Era la época de las películas de sexicomedia (o cine “de ficheras”) y correspondió a lo que ahora se llamaría cine independiente. Lejos de ser una obra maestra o de estar incluida en una lista de las mejores películas, sí debería tratarse de una película de culto, al menos entre unos cuantos de quienes fueron jóvenes en esos años, como una experiencia medianamente vital.

Sin embargo, tal vez lo que más se recuerda de la película no es la historia o sus personajes, sino la banda sonora, a cargo de Manchuría, agrupación de rock progresivo del tipo Oxomaxoma o Iconoclasta, cuya carrera casi se agota con la propia película.

Acaso también se le recuerda porque José Agustín se da el gusto de aparecer en una escena en el papel de Borracho en la Cocina, presentándose como un ruco que recomienda ampliamente la lectura de Parménides García Saldaña a un rockero que prácticamente no sabe de qué le habla.

El consumo desinhibido de marihuana y hongos, el ejercicio libre de su sexualidad por parte de las mujeres sin condiciones machistas, el grafiti como medio de comunicación (“TIRAS PUTOS! – VIVA EL ROCK”) y no como código privado, el lenguaje coloquial juvenil, el estribillo: “lo único que quiero es rocanrolear contigo y al acabar la fiesta ir a coger contigo”, así como la exposición de una escena semiproscrita con ideales de rebeldía, constituyen elementos que entonces fueron todo un acontecimiento para una producción en México. Era algo que podía verse en la pantalla como realidad de otros países, pero no del nuestro.

Rockeros o no. Viejos o jóvenes. Véanla y deveras los atrapa.

Deveras me atrapaste (Mexico, 1983) Director: Gerardo Pardo. Guión: Gerardo y Antonio Pardo. Inspirada en un cuento de René Avilés Fabila Música original: Manchuria Actúan: Lucy Reina, Gerardo De la Peña, Tenoch Ramos, Claudio Brook, Annette Fradera, Mario Martin, José Agustín, Carlos Enrique Torres.

JUGUETE RABIOSO

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DESDIBUJAR EL TERRITORIO: EL SÍNDROME PARIA Y EL JUGUETE RABIOSO

El “síndrome paria” no es un trastorno del DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders). Es un concepto usado por el doctor Ian Hancock ―autoridad en materia gitana― en su libro The Pariah Syndrome: An Account of Gypsy Slavery and Persecution, para repasar la historia de la exclusión social más o menos general de los gitanos desde su salida de la India (la Universidad de Cambridge comprobó esta hipótesis de origen en 2012 con estudios genéticos).

Ya sea que fueran descendientes de los parias, es decir, del rango social más bajo, o de prisioneros de guerra de casta Shudrá (también baja, pero no como la paria), Hancock recrea la construcción de la marginación de los gitanos desde ese punto y hasta su llegada a Europa en la larga caminata que entró por Armenia hacia el corazón de los Balcanes. Su sola presencia, rara, hermética, ruidosa, “mágica”, atípica, enigmática, contrahegemónica, les valió la clasificación (durante buenos periodos incluso penada judicialmente) de antisociales. Sin ahondar en la historia del trayecto gitano ―su situación actual es muy diversa a la de hace siglos, y pensarlos tajantemente en estos términos sería injusto; modos de ser gitano hay muchos―, lo que me interesa es pensar el revés de la revisión de Hancock, y ver cómo este pesado lastre fue reconvertido por los gitanos, infiltrando por grietas subterráneas el territorio “enemigo” a la vez que lo bordeaban: lenguas, música, arte, prácticas sociales y laborales del Occidente fueron alterados por el elemento gitano, muy a su pesar.

¿Cómo intervinieron los gitanos al Occidente? Sobreviviendo. Es común que esto se atribuya a ciertas prácticas estereotípicas dice Juan Francisco Gamella Mora (“Oficios gitanos tradicionales en Andalucía [1837-1959])”: “su amor por la vagancia y sus picardías para ir tirando sin currar o currelar…”. Pero esa mirada exótica y sesgada no explica demasiado, Gamella Mora abunda, y perdón si me extiendo mucho con esto de citar:

Una cultura del trabajo independiente, de trabajos constantes pero no seguidos ni ritmados por los horarios impuestos por la fábrica o la escuela, que se desempeña en grupos familiares y se basa casi siempre en elementos de demanda discontinua. Esta cultura del trabajo gitana sigue siendo una de las grandes leyendas del estereotipo que nubla la visión de los grupos romà/sinti/gitanos de todo el mundo. […] enfatizando uno de sus aspectos, la movilidad, el operar sobre un territorio no definido por la población dominante, sino por flujos en territorios que son significativos para la minoría.

El estatus paria significa no pertenecer, pero ¿quién decidió quién pertenece y a qué? No existen los espacios de pertenencia o no-pertenencia si no es en función de un mapa trazado desde discursos y estrategias de control que deciden su centro y el límite de permisión de sus periferias, y de un sistema que busca que los cuerpos movientes y actuantes transiten en él sin fugarse del radar. Los gitanos, caminantes, evasivos, heterodoxos, marcaban trazos fuera del mapa en periferias no autorizadas, con un enorme costo: fueron perseguidos y asesinados en distintos lugares por un ser y hacer asumidos como gitanos.

El juguete rabioso
Sí, me refiero a la novela de Roberto Arlt, que no era gitano y nada tiene que ver… a simple vista. Tomemos con cuidado el cabo suelto que nos dio Gamella Mora: pareciera que a Silvio Astier, el protagonista, lo mueve “su amor por la vagancia y sus picardías para ir tirando sin currar”; ahí va por los barrios bajos porteños, enamorado de los ladrones, los pícaros de los libros, ensoñado con obtener dinero de pequeños robos o grandes inventos. Marca ruta a partir de sus infructuosos intentos de entrar, de pertenecer, de conquistar su lugar en la maquinaria socioeconómica que domina, y luego sale del radar o es aventado fuera de él. Cito, ya es la última, a Ricardo Piglia, del prólogo de la edición de Espasa: “Inventores, falsificadores, estafadores, estos ‘soñadores’, son los hombres de la magia capitalista: trabajan (y habría que hablar de un ‘trabajo del sueño’) para sacar dinero de la imaginación”.

Para no aturdirte más, lector metropolitano, esta columna le roba su nombre a Roberto Arlt, y repiensa la reconversión del síndrome paria como un ejercicio de desestabilización contrahegemónico (sin obviar los altísimos costos humanos que están configurados en él), para venir acá a buscar a quienes caminan la metrópoli burlando el hipercontrol, infiltran e intervienen la estructura normativa con sus prácticas de vida ―ya sea por reacción o enfrentamiento―; su mera supervivencia, o sus ejercicios conscientes de resistencia.

PuebLONDON

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EL HIELO Y LA NADA

Cuando enero se acerca a su fin y el año ya no es tan nuevo, por lo regular me asaltaba la sensación de que por fin, ahora sí, ya podíamos arrancar con los proyectos, empezar a cumplir los propósitos, sentarnos a planear el futuro y cosas así que nos entusiasman tanto cuando comenzamos un nuevo ciclo. Sin embargo en Canadá el invierno simplemente continúa y no deja que mi sensación de comienzo se materialice.

Frente a mí se extiende el hielo; el único ruido que puedo percibir es de los coches que lo hacen crujir. Los animales salen rápidamente a conseguir comida y regresan a sus nidos sin chistar.

Los proyectos siguen en esa calidad de proyectos. Pongamos por ejemplo la dieta. Después de los excesos decembrinos, que se extienden por abundancia de comida a todo el mes de enero (todos los quesos, vinos, panes especiales que no se consumieron la última noche del año y duraron al menos otras dos semanas). Más adelante, por necesidad de comfort food ante la dura realidad del inicio de actividades, el régimen alimenticio saludable sigue en punto muerto. Muy muerto. ¿A alguien le extraña que el Día del Chocolate caiga precisamente a mitad de febrero? Mi teoría es que se inventó el día del amor como pretexto para regalar, regalarse y atascarse de chocolate con el fin de elevar las calorías.

En México febrero significa el inicio de la floración de las jacarandas. Uno sale a la calle y, aunque hace frío aún, se siente ya la presencia de una primavera incipiente de colores intensos, que vienen del cielo al suelo para hacer repelar a las abuelas y a todas las personas que salen a barrer la banqueta todavía. La promesa de renovación de la vida se va cumpliendo flor a flor y nos cuesta cada vez menos trabajo empujar un poquito más el acelerador para alcanzar el ritmo de las cosas. En Canadá, el principio de febrero trae las tormentas de nieve y las bajas temperatura más duras del año, el hielo es el rey de las calles y salir a tomar el autobús parece una misión suicida, que se emprende después de dejar el testamento y última voluntad visibles en la mesa del comedor.

Veamos de cerca el caso de PuebLondon. Este, como ya ha quedado claro, es un pueblo pequeño con pretensión de ciudad. Como en el caso de muchos lugares de Norteamérica con características similares, el pago de impuestos es altísimo pues se realiza en proporción a los servicios que se prestan y se apegan al presupuesto, siempre limitado, con el que cuenta el ayuntamiento. Se pagan impuestos muy altos porque mantener tibias a 300,000 personas cuando la temperatura baja a -20 grados cuesta un montón. Los autobuses van climatizados, así que el frío pega mientras corres (o lo intentas) para cacharlo a tiempo, no sea que te toque esperar 15 minutos a la intemperie hasta que pase el siguiente. Los edificios públicos están climatizados, así que la biblioteca local se llena durante el día de personas sin hogar que van ahí a hacer de todo menos leer (ya les contaré). Cuando cae la nieve, esa tan bonita, las palas mecánicas salen a limpiar las calles principales (ojo, principales) para que los autos no se atasquen en la tan bonita cosa blanca. Las banquetas, bueno. Los edificios públicos, oficinas privadas, hospitales, escuelas y otros lugares de alta concentración de personas, proveen de sal anti-congelamiento para que las banquetas frente a ellos se descongelen. No lo hacen porque sean buenos vecinos, sino porque si alguien que va a visitar ese lugar se cae delante de él por falta de anticongelante, pueden ser demandados por negligencia. Las mismas víctimas que demandan a la institución por dejar congelar su banqueta, no se preocuparan de tirar un poco de la misma a la entrada de su vivienda privada. Así que si pasas por ahí un día y das el resbalón, encomiéndate a la deidad de tu preferencia y región de origen.

El invierno es duro y dura seis meses. Empieza a declararse con los vientos gélidos del norte en octubre, continúa su influencia con las nevadas en diciembre y enero, y se ríe a carcajadas de la gente en febrero, cuando toda esa nieve se ha convertido en hielo duro y cínico. Sucede que la nieve, esa tan bonita, tiende a derretirse con los rayos del sol o con un ascenso mínimo de la temperatura, pero a ras de suelo el viento, cuya temperatura se mantiene por debajo del punto de congelación, no tarda nada en convertir a la bonita nieve en hielo. Mantenerse en pie, entonces, se convierte en un reto al equilibrio, a los zapatos y a la estabilidad sicológica. Porque además el inverno hace trampa y deja salir el sol brillante; los cielos azules de principios de febrero son de los más azules del año. Entre más brilla el sol y más nítido es el aire, tu cuerpo entero te empuja a salir a recibir sus rayos, pero tu cerebro, que acaba de escuchar que la sensación térmica es de menos 29, nada más quiere echarse a llorar.

No, yo no voy a empezar la dieta hasta después del 21 de marzo. Y no empezaré a ir al gimnasio sino por ahí del 21 de abril. Para entonces tendremos algunas nevadas (no hay nada más cool-ero que una nevada a finales de abril) y días fríos, pero en cuanto la temperatura se eleva a los 10 grados centígrados, los canadienses salen a asolearse en shorts y sandalias, tremendamente agradecidos por la llegada de la primavera. Una primavera sospechosamente parecida al invierno. Pero para entonces, todos podemos empezar a soñar con el verano.

ANARCRÓNICAS

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LATINO´S

Hay algo que un noctámbulo nunca debe olvidar: para una prostituta, tú eres el enemigo.

No importa lo sonriente que aparezca, lo dispuesta que esté a las caricias, lo cálido de sus labios; no importan sus gemidos, tan auténticos como las promesas de un político, ni sus intentos de ser comprensiva: el cliente siempre será solo un elemento al cual esquilmar, en el mejor de los casos, y alguien de quién tomar venganza, en el peor de ellos.

Me viene a la memoria aquella doncella sanguinaria que conocí en el Latino´s, una bodega de la colonia Juárez habilitada como table dance, en el que el show se daba no sólo en la pista, sino en las orillas del tugurio. El lugar no tenía algún cuarto apartado para que las damas hicieran sus bailes “privados”, por lo que los manufacturaban ahí mismo, en el pleno del lugar. Hay que decir que, además, eran doncellas muy deshinibidas: si les caías simpático, podían liberarte el pito sin que te dieras cuenta y guardarlo en sus humedades, o bien, colocarte su grupa de cubrebocas. Todo ahí, mientras los demás presentes aplaudían sus ocurrencias.

Una noche, apareció ella. Era demasiado hermosa para el lugar: piel blanca, pelo rojo encendido, alta y atlética, muy distinta a las habituales pupilas morenas y con sobrepeso. En otra cosa se distinguía: en su aire ausente, casi etéreo, y en su rictus de desprecio, inamovible a pesar de la música y del baile. Compré un boleto para gozar de un privado con ella y, desde el inicio, me hizo patente su rechazo: si bien no podía negarse a hacer el lap dance, lo ejecutó de manera ausente, mecánica, sin chispa o empatía alguna. Bien podía estar haciendo pilates y yo ser el aparato en el cual ella se tonificaba la musculatura. Al terminar la canción, quise ayudarla a pararse, por lo que la empujé de las nalgas. Ella se volvió furiosa y me gritó:

–¡No me empujes, pendejo!

Evalué la situación: ella estaba en plena ventaja. Si le respondía, podía reaccionar con un golpe, con lo cual yo ya no me podría contener. Decidí ignorarla. Ella tomó su ropa y se alejó dando taconazos. De inmediato supe que buscaba sangre.

Volví a mi mesa y pedí otro trago, intentando quitarme el sabor a bilis de la boca. No pasaron ni quince minutos cuando se armó el pleito: ahí estaba otra vez, la mujer del pelo rojo, discutiendo con un tipo mucho más borracho que yo; ella le dio una bofetada y él le respondió con un puñetazo en el rostro. De inmediato, cuatro de los empleados de seguridad se abalanzaron sobre el ebrio, apaleándolo ante la vista de todos. No se midieron. Patadas, puñetazos, codazos, golpes de rodilla. Dos de ellos lo arrastraron de los cabellos con rumbo a la puerta mientras los meseros y garroteros le seguían dando patadas conforme avanzaba.

Al pasar a mi lado, un boletero le dio una patada en la cabeza; escuché incluso el crujir de un hueso. Cuando llegó a la calle, era un fardo sanguínolento. La fiesta continuó, aunque ya había perdido mucho de su encanto: la mayor parte de los parroquianos tomaban sus cervezas en silencio mientras que las mujeres se replegaban a las orillas, a cuchichear lo ocurrido. La pelirroja se paseó un par de veces por el bar, con esa sonrisa torcida de quien ha saciado su sed de violencia, pero a quién no le vendría más una nueva dosis. Una pequeña gota de sangre le salía de la comisura, dándole aire de bestia hematófaga. Nadie volvió a verla a los ojos.

Salí unos minutos después. En la esquina, una ambulancia con las torretas encendidas se alejaba. No llevaba encendida la sirena, como en las ocasiones en las que es inútil darse prisa.