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BREVE HISTORIA DEL TRIÁNGULO DE TACUBAYA

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adie sabe por qué ese pedazo de la ciudad tiene forma de triángulo isósceles. Es probable que Casimiro Castro fuera el primero en mostrarlo al mundo gracias a las dos litografías en las que retrató Tacubaya y que se publicaron en el clásico México y sus alrededores, editado por J. Decaen, en 1864. Abordo del globo que le permitió apreciar los rincones de la ciudad en crecimiento, Castro, desde Chapultepec, dibujó la entonces Villa de Tacubaya, una zona con un clima envidiable, una iglesia, un convento, un molino, una escuela, una guarnición del ejército, una ermita, plazas, plazuelas, plazoletas, un río con dos nombres, y cierto atractivo pintoresco que la hicieron el lugar adonde las élites construyeron sus casas de descanso. Quizá la gran inundación de 1629 contribuyó a la fama del lugar, pues gracias a su ubicación y altitud estuvo a punto de convertirse en la capital del país. Debido al alto costo que hubiera implicado la mudanza, el proyecto no se concretó, pero puso a Tacubaya bajo los reflectores y ya se sabe que los ricos huelen esa clase de oportunidades.

La litografía permite observar varios elementos: la Calzada de Chapultepec a Tacubaya remataba en el primer vértice del isósceles; que a partir de ese punto, dos segmentos del triángulo se internan en la villa, creando las calles principales: del Calvario, hoy Avenida Revolución, y Real, años después nombrada Juárez, hoy Avenida Jalisco. Metros más adelante, la calle 2 de abril, hoy José Martí, le daba forma al triángulo.

El terreno, propiedad de la familia Mier y Celis, era el más extenso de la villa: más de cincuenta mil metros cuadrados, un pensil donde crecía toda clase de plantas, árboles y flores. La litografía deja ver una construcción al centro del terreno, con toda seguridad la casa adonde se retiraban a descansar sus dueños, abrumados por el trajín de la ciudad. En 1869, cinco años después de la ascensión de Casimiro Castro, don Antonio Mier y Celis heredó la propiedad y muchos millones de pesos, no por nada se le consideró el hombre más rico del país durante el Porfiriato. Fundador del Banco Nacional de México, se casó con doña Isabel Pesado de la Llave, y se fueron a vivir a Tacubaya. No escatimaron en gastos al grado de que la casa se convirtió en la más lujosa de la villa y es probable que de los alrededores, compitiendo con los palacios coloniales del centro.

En el vértice principal se construyó un arco de acceso, similar al de Constantino en Roma, de tal manera que el remate de la calzada ennobleció su aspecto. Además de marcar la entrada principal de la casa, el arco contaba con dos salones para recibir visitas inesperadas, y funcionaba como vivienda del intendente. La señora Pesado mandó construir un estanque que, se dice, era navegable. Había estatuas, bancas, un barómetro, una capilla, una caballeriza y una entrada sobre la calle Real por donde corría el tendido de una vía férrea: para ir o regresar a la ciudad, los Mier y Pesado contaban con su propio vagón tirado por mulas. Esa puerta, modificada al extremo, aún existe sobre Avenida Jalisco.

En 1887, doña Isabel manda construir una capilla más amplia, inspirada en el Panteón de Agripa. No se imagina que esa capilla será lo único que quedará de su magna propiedad.

Cabe suponer que debido a la naturaleza de sus negocios, don Antonio, no pasaba demasiado tiempo en la villa; cuando es nombrado ministro plenipotenciario ante Francia, en 1894, se muda a París de donde nunca más regresará. No podrá ver el nuevo siglo ni atestiguará los horrores de la Revolución mexicana, pues fallece el 13 de diciembre de 1899, a la edad de sesenta y cinco años. Viuda y sin descendencia, la pareja perdió a su único hijo a los pocos días de nacido, doña Isabel empieza a hacer los arreglos necesarios para crear una fundación a la que dejará toda su fortuna, incluyendo sus propiedades. Ella también se va de México y muere en París el 31 de enero de 1912, a la edad de ochenta años.

Trinidad Pesado, su hermana, es nombrada albacea y se encarga de crear la Fundación Mier y Pesado, el 2 de julio de 1917. Las primeras acciones son la construcción de un par de escuelas, una para niñas y otra para niños, las dos aún en funciones: “Instituto Mier y Pesado”, en la Calzada de Guadalupe, y “Escuela Mier y Pesado”, en Coyoacán; además de dos casas para ancianos, la “Residencia Mier y Pesado”, en Tacubaya, que durante algunos años ocupa la fastuosa mansión, y la “Casa Hogar”, en Orizaba, Veracruz.

Los administradores de la Fundación se dan cuenta de que no hay dinero que baste en un país tan necesitado como México, y calculan que para que el sueño de doña Isabel perdure, necesitan de más recursos. Entonces el triángulo isósceles vuelve a aparecer en escena. Hacia 1927, la Fundación decide usar el terreno para construir viviendas de alquiler. Juan Segura, un arquitecto de treinta años de edad, egresado de la Academia de San Carlos, es contratado para iniciar la transformación de Tacubaya. Segura ha participado en otros proyectos de la Fundación: junto con el arquitecto Manuel Cortina García colabora en el diseño y construcción de la escuela para niñas en Calzada de Guadalupe, y es autor del proyecto de la de Coyoacán, que en muchos detalles se parece el Edificio Ermita.

No está demás decir que Juan Segura estaba unido a la Fundación porque su padre es parte de la familia Pesado.

El primer proyecto que se le encarga se construirá en la parte sur del terreno: se llamará Edificio Isabel, en honor de la filántropa. Terminado hacia 1929, el inmueble es un conjunto con dos tipos de vivienda: dos crujías de cuatro niveles con departamentos que dan a la recién nombrada Avenida Revolución y a la calle 2 de abril; y en el interior, casas de dos niveles a las que se llega mediante un par de calles interiores, separadas entre sí. Sin embargo, Juan Segura ha estado pensando en otro proyecto, uno más radical, en la parte norte del terreno donde se levanta el viejo arco de acceso.

Cuando la Villa de Tacubaya deja de ser un municipio y pasa a formar parte de la Ciudad de México, hecho que ocurre el 1 de enero de 1929, la Fundación le envía una carta a Juan Segura con fecha del 16 de noviembre de 1929. En ella le solicita que elabore un estudio y un anteproyecto “de conformidad con las instrucciones recibidas”. Al año siguiente, el 28 de enero de 1930, se firma la minuta del contrato de obras a precio alzado que formaliza la relación entre la Fundación y el arquitecto. En el documento se describe el edificio que será construido en un terreno de 1,390 metros cuadrados: locales comerciales en la planta baja; cine-teatro entre la planta del primer piso y tomando la altura equivalente a dos pisos más; en los siguientes tres niveles habrá habitaciones. Segura se compromete a terminar el edificio en dos años a partir de la fecha de la minuta, a un costo de $712,579.60 pesos-oro. Es evidente que la audacia de este proyecto no ha nacido de la mente de los administradores de la fundación, sino del talento de Segura quien lleva meses cabildeando la idea.

No queda claro si la decisión de ceder una franja del terreno para la ampliación de la avenida Revolución también es idea de Segura, hay quienes afirman que así fue, o son las autoridades del Departamento Central que pretenden enlazar Tacubaya con Mixcoac y San Ángel. Si la distancia entre el arco y la esquina en la calle 2 de abril es de aproximadamente de 427 metros, la Fundación pierde un terreno de 8,540 metros cuadrados. Esa cuchillada al corazón del barrio determinará su futuro próximo, cuando el automóvil se convierta en el amo y señor no sólo de la Ciudad de México sino de todas la áreas urbanizadas del mundo. Lo cierto es que la medida resultará beneficiosa: para incentivar a que la gente venga a vivir a Tacubaya, hay que modernizar el pueblo, ensanchar esa calle es mirar hacia el futuro.

Ni siquiera en la pujante colonia Condesa hay una avenida de ese tamaño, mucho menos en la vecina Escandón. Además, la pérdida de metros cuadrados se compensará construyendo el Edificio Ermita, bautizado así porque en la calle de la Primavera, hoy Benjamín Franklin, estuvo la ermita del Calvario. Luego, una vez que se concluya la obra, el terreno que queda entre el Isabel y el Ermita incrementará de tal manera su valor que podrá ser vendido en lotes o destinado a más viviendas. La infraestructura necesaria para la nueva colonia, agua, drenaje, luz, es obligación del Departamento Central. Quid pro quo, decían los romanos.

Entre 1929 y 1932, Tacubaya dejó de ser una villa, lo que antes era una calle de pueblo se ha ensanchado para darle paso al progreso y donde se alzaba el símbolo del gusto refinado de una importante familia, se ha levantado un “edificio moderno”, hecho con concreto, material que no tardará en popularizarse, y acero, fabricado en una incipiente compañía de Monterrey. Conforme se va construyendo, los vecinos se escandalizan y protestan: están acabando con el carácter pueblerino de Tacubaya al edificar un monstruo que parece el casco de un barco.

Una fotografía de la época muestra la estructura del edificio, un esqueleto de vigas de acero que contrasta con las fachadas de estuco, balcones y peanas. Y es que Juan Segura ha proyectado un edificio inusual que combina tres tipos de departamentos, todos amueblados, para solteros, parejas y familias completas. Cuenta con elevador, servicio de lavandería, caldera para agua caliente, locales comerciales en planta baja, una sucursal del Banco Nacional de México, y dos elementos como para volverse loco: en el cuarto piso, un patio triangular iluminado con luz natural que se filtra a través de un vitral multicolor. En realidad es un lobby amueblado con sillones y mesas para que los inquilinos reciban a sus visitas. Luego, debajo del patio, un cine, el Hipódromo, el más lujoso y moderno de su época. Los razonamientos de Juan Segura son tan lógicos que podía atribuírsele cierta inocencia a la hora de proyectar el edificio: si un triángulo, por definición, se va extendiendo de un vértice hacia los otros dos, cuando una línea recta lo divide por la mitad nace un trapecio, forma que se adapta perfectamente con una sala de proyección. En la base menor del trapecio se coloca la pantalla y las butacas van ocupando el resto del espacio que va abriéndose, dando cabida a más espectadores. Y si se le agrega un primer nivel, caben más personas que pagarán un boleto para entrar. En esa sala caben 2,490 personas, divididas en patio, balcón y gradería. Para la Fundación esto quiere decir más dinero, pensando en que el cine competirá con los del centro de la ciudad. Incluso la fachada ciega del edificio, la que ahora se ha convertido en el remate natural de la Calzada de Tacubaya, no tarda en usarse para montar anuncios publicitarios de Orange Crush, Zapatos Canadá y Coca Cola.

Una serie de cambios al proyecto, todos solicitados por la Fundación, retrasan la obra, hasta que el 20 de agosto de 1935 el Departamento de Salubridad Pública autoriza a que se habite el edificio. El 11 de abril de 1936 se inaugura el Cine Hipódromo: se proyecta la película Las quiero a todas, con Jan Kiepura, tenor y actor polaco.

La Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial envían nuevos inquilinos al edificio: republicanos que escaparon de Franco; judíos alemanes que escaparon de Hitler. La antigua casa principal de la Hacienda de la Condesa es, desde 1941, sede de la Embajada rusa.

El Ermita y el Isabel han funcionado: la Fundación recauda buen dinero para recuperar la inversión y continuar con las obras de beneficencia. Además, se han convertido en un polo de desarrollo para la zona: no pasa mucho tiempo para que cientos de familias empiecen a vender sus propiedades. Los nuevos dueños siguen al pie de la letra la receta de Juan Segura: levantar modernos edificios de departamentos.

Sin embargo, los años de bonanza se eclipsan por una decisión del gobierno federal. La Segunda Guerra Mundial ha terminado y con ella la época de las vacas gordas en el país.

Para detener la espiral inflacionaria y contribuir al bienestar de las familias mexicanas, en 1948 se aplica la política de las rentas congeladas. ¿En qué consiste? Los caseros no pueden incrementar las rentas y lo que había sido un negocio rentable termina siendo una condena. Cientos de propietarios dejan de ganar dinero y resulta que sus inquilinos viven mejor que ellos. Como el precio de todo lo demás sigue incrementándose, se vuelve imposible mantener casas y edificios. La acción de la lluvia, el sol y el viento, que no sabe nada de decretos o políticas, se encarga de estropear la ciudad poco a poco. El Ermita y el Isabel no son ajenos a esta situación: sin dinero, no es posible hacer reparaciones, sin dinero no se puede pensar en mantenimiento correctivo. Sobre todo porque el dinero debe destinarse a las obras de beneficencia. Mantener los setenta y ocho departamentos del edificio es una labor titánica. Los muebles de los departamentos van estropeándose, los sillones del lobby se desgastan y reemplazarlos no está contemplado en los presupuestos. El hermoso vitral que cubre el patio comienza a romperse. En pocos años habrá desaparecido sin dejar rastro de su presencia, más que la retícula que lo mantenía en su sitio.

A pesar de todo, el edificio Ermita se mantiene ahí, con esa extraña dignidad que confieren los años.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

TRUDEAU EN PUEBLONDON. UNA CRÓNICA

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ondon, la pequeña London, la Ciudad-Bosque (Forest City), el PuebLondon de Ontario, fue visitada la semana pasada por el Primer Ministro canadiense como parada en su reciente gira por el país. Trudeau celebró un año en el gobierno con lo que parece ser el fin de una bonita relación con sus subordinados para enfrentarse con La Crítica, algo de lo que, aparentemente, nunca supo la existencia durante su entusiasta campaña. Para intentar corregir esta situación, su partido organizó una gira nacional para renovar el contacto con la gente.

Antes de seguir, déjenme recordarles (porque estoy segurísima de que ya lo sabían) que hace ocho años, cuando esta mexicana-que-fruta-vendía hizo planes para venir a Canadá, los sitios web de London, Ontario, la anunciaban como la 10a. ciudad más grande en el país. Casi todas las fotografías en la página oficial de London presentaban el mismo edificio, aunque desde distintos puntos de vista: uno que tiene 25 pisos de alto y que, según la hora del día, se ve muy diferente por los reflejos del sol. Este pequeño truquito y la afirmación de su décimo lugar nacional la hacían lucir como un área similar al centro de Manhattan. Desde entonces a la fecha London ha tenido un crecimiento sostenido, aunque no suficiente para permanecer en el Top Ten de las urbes canadienses y ha caído estrepitosamente hasta el lugar 15. Dos ciudades de Quebec, una de British Columbia (que creció un fantástico 53% desde 1996 hasta 2011), una en Nueva Escocia y otra más aquí a la vuelta, en el mismo Ontario, la han desplazado de su privilegiada posición.

Les cuento esto para contextualizar un poco la visita de un personaje de la talla de un Primer Ministro. Un primer mandatario que visita a sus gobernados en lugares como PuebLondon, con 366 mil habitantes (la delegación Azcapotzalco tiene más de 400 mil) e incluso pueblos más pequeños, en una gira que tiene el único objetivo de “reconectar” con sus electores.

Y a reconectar fuimos llamados los pobladores de la ciudad a través del email. Se lanzó una convocatoria pública también, según me dijeron, pero yo jamás escuché de ella ni en la radio ni por otro medio. Aún así, me llegó el correo electrónico en el que nos animaban a reservar un lugar para estar presentes en la sesión de preguntas de la población que respondería el buen Justin en un centro comunitario al sur de la ciudad. Estamos hablando de uno de esos centros que se ven en las películas gringas, mitad cancha de hockey, mitad salón de bingo para los viejitos, entre casa de la cultura y gimnasio, con actividades a las que la gente se puede inscribir por una cuota no demasiado onerosa.

Un par de días después, un nuevo correo electrónico nos daba las gracias por la entusiasta respuesta y se nos comunicaba que el centro comunitario había quedado chico, por lo que habría que trasladarse a otro (mucho más cerca de donde vivo, debo decir, por lo que me encantó la idea) con un espacio más conveniente. Las puertas se abrirían a las 6.30, por favor, lleguen a las 6, y el señor Primer Ministro empezará a contestar preguntas rayando las 7.15.

El día de la cita, por la mañana, un nuevo correo electrónico nos decía que wow, qué contentos estábamos todos de la increíble respuesta de los Londoneños. Que el auditorio grande había quedado chico y que nos veíamos a la misma hora en el Alumni Hall de la Universidad Western. Por favor, lleguen un poco antes de las 6 para garantizar un buen lugar, el evento comenzará a las 7 y el Primer Ministro empezará a contestar preguntas rayando las 7.15.

A pesar de que este año el invierno ha sido muy benévolo con nosotros, cuatro grados bajo cero son de tomarse en cuenta. Por eso, cuando me acerqué al auditorio de la universidad y vi una cola de gente que salía del campus para salir sobre la calle una cuadra completa y doblar hacia el lado del río, solo pude pensar: “Qué estoicismo de la gente que quiere participar políticamente. Claro, parece que son más que nada, estudiantes que no reservaron con anticipación. Sabrá la vida si siquiera podrán entrar”, y me acerqué, muy satisfecha de mi misma por haber actuado con sensatez y reservar mi lugar desde el momento que recibí el primer correo.

La entrada al campus estaba debidamente resguardada por policías, una patrulla impedía el acceso o la salida de coches por la puerta principal, y la larga fila de gente serpenteaba hasta la entrada. Pregunté: oficial, ¿la puerta para las reservaciones? “Hasta donde sabemos, solo hay una entrada y es ésta”. “Pero nos dijeron que las personas que reserváramos teníamos que llegar a confirmar y entraríamos primero”. “Tiene que formarse, como todos los demás. Todas las personas que ve ahí llevan 3 horas haciendo cola.” ¡Shit!

No nevaba, pero el frío cortaba la respiración debido al viento. Vistos de cerca, no eran solamente chicos en edad universitaria los que formaban la cola, sino gente de todas las edades que se quejaba bajito de no poder hacer valer su reservación. Me dirigí hasta la puerta y pregunté lo mismo: “¿Por dónde se entra si tengo reservación?” Una misma respuesta: Por aquí, y se tiene que formar. Debo confesar que la sangre latina me subió hasta el cerebro y decidí quedarme ahí parada, junto a los que estaban formados. Oí que alguien junto a mi se quejaba ante un guardia de seguridad que la gente se estaba metiendo en la fila frente a nosotros. El hombre dijo: “Soy una sola persona. No puedo controlar a los que se cuelan”. Pues muy bien, nos colamos. Yo y al menos veinte personas hicimos válida nuestra reservación, por la mala, siento decirlo.

El Alumni Hall es una cancha oficial de basketball con gradería para juegos inter-universitarios, mayormente, y es también el salón en el que se llevan a cabo las ceremonias de graduación. Una vez dentro, y acomodada justo detrás de la prensa, me di cuenta que la parte baja, es decir, el área de la cancha, había sido acondicionada con asientos que estaban ya ocupados, pese a que las puertas se apenas se habían abierto para la gente que hacía fila. En el centro, una silla y una pequeña mesa con una jarra de agua y un vaso. A un par de metros alrededor, la primerísima fila de una serie de 5, ocupadas con personajes como el rector de la universidad, el representante del Partido Liberal Canadiense, el alcalde de London, y pocas decenas de jóvenes universitarios con rostro aburrido. No sé qué piensen ustedes, pero a mí me pareció una enorme coincidencia que este grupo selecto se hubiera armado tan rápidamente, se acomodara con tanta precisión y la mayoría ostentara el logotipo liberal en la solapa.

Por ahí de las 7.15 se nos pidió que nos sentáramos en nuestros lugares (como si hubiera mucho más que pudiéramos hacer) para verificar cuántos asientos disponibles quedaban. Se nos notificó que afuera, a cuatro grados bajo cero, había 1,500 personas que ya no podrían entrar al lugar y nuevamente se nos dijo que wow, todos estábamos super contentos por la nutrida participación, gracias, todos, son geniales. Ahora sí, estamos casi listos, “let’s have fun!”. Nueva confesión. Divertirme no era exactamente lo que esperaba hacer una vez que pude colarme en el lugar. “Pasarla bien” no entraba dentro de mis expectativas para una sesión de preguntas y respuestas con un Primer Ministro.

A las 7.30 en punto hizo su aparición “El Justin”. Jeans, camisa azul arremangada hasta los codos, cinturón con hebilla prominente de la que se me escapó el estilo. Tremenda ovación se desprendió de la audiencia y el animadísimo y excelente orador tomó el micrófono para darnos a todos las gracias por estar ahí (nueva ovación), abarrotar el auditorio de Western (ovación más sonora) y dar prueba de nuestro compromiso democrático (la más sonora de todas las ovaciones).

Sin más introducción, Trudeau dio la palabra a un joven en la tercera fila a nivel de cancha, sin duda alguna un estudiante, quien llegó preparado con una de esas “más que una pregunta, tengo un comentario” de una página de longitud, en el que se escucharon dos o tres “es usted un delincuente”, “usted me ha quedado a deber mucho” y cerraba con un sonoro “espero su respuesta” con lo que yo me quedé muy extrañada porque, por lo que haya sido, nunca escuché la pregunta. A medio documento, la audiencia comenzó a hacer comentarios y pedir al joven que terminara su perorata. El Primer Ministro levantó una mano, dijo que estábamos ahí para escucharnos entre todos y le pidió al chico que continuara. Nos tuvimos que soplar el documento completo.

A Trudeau se le cuestionó de todo, desde por qué los canadienses que viven en el extranjero no pudieron votar en las elecciones pasadas (lo cual lo hizo muy feliz, porque pudo anunciar que ya está regulado que lo podrán hacer en las elecciones siguientes), hasta su política para impedir los suicidios entre la población indígena del norte del país. En algún momento, un refugiado sirio tomó la palabra y su voz se quebró en llanto, por lo que solo pudo decir “gracias”. El Primer Ministro aplaudió. Todos los demás aplaudimos. El punto más alto de la sesión fue cuando un veterano de Afganistán tomó el micrófono para comunicarle a Trudeau que, desde que volvió -herido- de la guerra, sus padres tuvieron que tomar un retiro temprano para poder hacerse cargo de él, en el aspecto médico y emocional. Sin embargo, él no ha recibido una pensión del gobierno. También el veterano comenzó a llorar. Trudeau instruyó ahí mismo al representante del partido liberal de que se hiciera cargo personalmente de su expediente y habló sobre la importancia de los soldados, los veteranos, la ayuda militar que el mundo recibe de Canadá. Preguntas de todos los sectores del auditorio; de las gradas de arriba, abajo y en medio. El mandatario les daba la palabra, escuchaba, contestaba y pasaba al siguiente participante, sin ayuda, sin maestro de ceremonias, dueño del evento.

Justin Trudeau habló de todo; sin notas, sin “chícharo” por donde escuchara cifras o datos. Con un gran dominio del escenario se dirigió a todos. Pero, como comentaron algunas personas en el auditorio, no contestó de forma definitiva a ninguna pregunta. Con gran maestría dijo algunas frases que en su momento parecían memorables, pero con una fuerte reminiscencia de campaña continuada. Lo hizo tan bien que los presentes casi nos podríamos convencer de que estaba respondiendo, pero en realidad estaba tirando slogan. A las 8.30 en punto, el Primer Ministro nos dio las gracias, apagó el micrófono y habló con algunas otras personas de la audiencia mientras se dirigía hacia la puerta. La gente se tomaba fotos con él, lo saludaba de mano, le tiraba encima sus problemas. Mitad estrella de rock, mitad mesías; la sonrisa nunca dejó su cara y el cabello se mantuvo siempre en su lugar. Antes de retirarnos se nos recordó que en aquel auditorio caben cerca de 2 mil personas. Que 1,500 se habían quedado sin poder entrar, formadas, a 4 bajo cero. Que wow, estábamos todos muy felices, no cambien, valen mil.

LAS MANOS DE PONCIO PILATO

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 Lady Macbeth —(…) ve a buscar un poco de agua

y limpia de tus manos tu sucio testimonio.

William Shakespeare

I

entro del Nuevo Testamento, sólo Mateo recoge el hecho de cuando el prefecto romano Poncio Pilato se lava las manos. Pasolini, en su filme homónimo a este evangelio, no incluye la famosa escena (al igual que los evangelios de Lucas, Marcos y Juan). También es la única versión donde Claudia Prócula, esposa de Pilato, manda llevarle un recado, éste lo recibe en el tribunal, el mensaje reza: “No te metas con ese hombre porque es un justo, anoche soñé cosas horribles por su causa” (San Mateo. 27, 19); pero ni siquiera el augurio onírico de su cónyuge logra disuadir al prefecto, ante la insistencia de la muchedumbre que clama por la crucifixión, de salvar al galileo. (Cuarenta y cuatro años antes de Cristo, Calpurnia, esposa de Julio César, mordida por un sueño premonitorio le advierte: Esposo, guárdate de los idus de marzo).

José Saramago, en El evangelio según Jesucristo, argumenta que lavarse las manos era costumbre después de dictar sentencia. John Lawrence McKenzie, en su Comentario al evangelio según San Mateo, afirma que, el acto de lavarse las manos no corresponde a la tradición jurídica romana (para rehusar emitir una sentencia) sino que pertenece a una costumbre judía, la cual, de forma enfática señala desapego o elusión por un caso.

Nikos Kazantzakis, en La última tentación, dice que Pilato ordena que le lleven una jofaina y una jarra de agua y, desde la terraza, se lava las manos ante la judiada, pronunciado el famoso: “Me lavo las manos. No soy yo quien derrama su sangre.” Resulta irónico en Mateo que el prefecto pronunciara esas palabras y de inmediato mandara azotar a Jesús (única sentencia que dictó) para posteriormente entregarlo, a capricho de Caifás y contando con la aprobación y participación unánime del Sanedrín, al suplicio de la cruz.

Bulgákov, en El maestro y Margarita, interpola un magistral relato del juicio (Capítulo 2: Poncio Pilato) y la realización de la muerte del cristo (Capítulo 16: La ejecución). La escena donde el gobernante de Judea se lava las manos tampoco aparece, sin embargo, surge la pregunta que, de los cuatro evangelistas canónicos, sólo Juan deposita en los labios del prefecto: “¿Qué es la verdad?”. A diferencia de San Juan, Mijaíl Bulgákov sí da una respuesta a lo que es la verdad, ante la pregunta, Joshuá Ga-Nozri revela que la verdad es la aprensión, el deseo de estar junto a su perro Bangá y la hemicránea que “el quinto procurador de Judea, el cruel jinete Poncio Pilato” padece en ese momento, es decir, lo que está ocurriendo. Lo contradictorio en la novela del maestro ruso es que, el único evangelista que aparece como personaje y testigo de los discursos y hechos realizados por el “filósofo de las predicaciones pacíficas”, por “el médico demente y soñador que no era culpable de nada”, es un personaje que adquiere crucial importancia en la obra: Leví Mateo (Capítulo 26: El entierro).

Robert Graves, en Rey Jesús, recrea el asunto de esta manera, en la cual Pilato le dice al Sumo sacerdote Caifás: “Pues bien, no lo sé bien… quizá te permita, después de todo, que obres tu voluntad. Pero en tal caso, debes asumir toda la responsabilidad. Yo… para dejarlo claro emplearé una metáfora hebrea: me lavo las manos. Puedes matarlo o ponerlo en libertad, hazlo como quieras; pero si lo llevan a morir, que sea por crucifixión regular, y nada de tonterías acerca de la justicia popular.”

Giovanni Papini, en Storia di Cristo, también reproduce la escena: el prefecto, desde “un balcón que estaba sobre los arcos del atrio del pretorio”, se enjuaga las manos en una palangana frente a la turba que, a sus pies, aprueba la acción y clama eufórica: “Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos.” Ignoro si El evangelio según el hijo (Norman Mailer) o El evangelio de Lucas Gavilán (Vicente Leñero) contienen el acto de unas manos recién mojadas que escurren su responsabilidad sobre el aguamanil.

En el séptimo arte, dentro de los largometrajes más famosos, dicha escena se omite en King of Kings y en Jesús de Nazaret, sin embargo, sí aparece en la miniserie Jesus of Nazareth, lo mismo que en El mártir del Calvario, Ben Hur, Pontius Pilate y, en el baño de sangre de Mel Gibson, The passion of the Christ, incluso es reproducida en Jesus Christ Superstar. En la pintura, la encontramos plasmada por manos como la de Hans Multscher, Nicolaes Maes, Duccio, Fugel, Jan Baegert, Jan Lievens, Mattia Preti, Luca Giordano, Stap, Rembrandt y Tintoretto (por ejemplo).

La escena pervive en todas las manifestaciones artísticas, forma parte de nuestro ADN cosmogónico y abecé cultural, descansan sus restos en alguna cripta de nuestra psique listos para, en cualquier momento, ser exhumados. No sólo se trata de una sugestiva alegoría, de un acto inmortalizado en verbo e imagen, de toda una lección de ética, de un bello y cruel pasaje, sino que marca pauta para señalar un hecho crucial (que conforma la personalidad de un individuo) en el microcosmos cotidiano del hombre, tomar o no una decisión.

Pilato no tenía salida, la vida de un hombre estaba en sus manos, mas pudiendo evitar una injusticia, disfrazó su irresponsabilidad de falsa compasión, cedió ante el chantaje, ante la presión maniquea; urdió en el derecho la manera de que no recayera penalmente sobre él la muerte del galileo, listas sus barricadas jurídicas, se mostró condescendiente con Caifás y dictó, con la mano cobarde que señala y se esconde a un tiempo, una sentencia de muerte de forma indirecta.

La frase: “Yo me lavo las manos” es moneda corriente. Cada que podemos evitar una injusticia, un acto de corrupción o impunidad, caemos en la encrucijada, caminamos sobre la alegoría donde el cruel prefecto de Judea, el incitador y mitigador de revueltas, caminó hace veinte siglos. Las manos de Poncio Pilato son importantes por lo que significan: Donde gobierna la injusticia, el justo es un loco que merece el desprecio, el escarnio y quizá la muerte. El que dice la verdad representa un peligro, tanto para el que se sienta en el trono como para aquellos que se aprovechan utilizando el mismo sistema, a ese hay que callarlo, no vaya a venir a desenmascarar la farsa sobre la que se establece nuestra civilización pacífica, progresista e inteligente.

Pilato, un burócrata romano encargado de imponer el orden por encima de la justicia, presionado por el Sanedrín, acorralado, da a elegir a la muchedumbre entre Jesús y Barrabás, el indulto se otorga al ladrón sedicioso (Marcos y Lucas, en sus respectivos evangelios, le atribuyen ser participe en una revuelta donde dio muerte a varios hombres), el otro, aquel que predica el amor y el perdón entre los hombres, por los siglos de los siglos, irá a la cruz. Así se resuelve el caso, las manos del prefecto están, con disimulo, limpias.

II

Existen pocas fuentes históricas sobre la existencia de Pilato. Flavio Josefo, en Las guerras de los judíos, narra cómo provoca a los hijos de Yahvé a una revuelta y luego cómo sofoca cruelmente otra: “Dio señal del tribunal, a donde estaba, y herían de esta manera a los judíos, de los cuales murieron muchos por las heridas grandes que allí recibieron, y muchos otros perecieron pisados por huir miserablemente.” Por su parte, Cayo Cornelio Tácito refiere: “El autor de este nombre fue Cristo, el cual, imperando Tiberio, había sido justiciado por orden de Poncio Pilato, procurador de la Judea” (Anales. XV, XLIV).

No se sabe cómo ni cuándo murió Pilato. Fue destituido de su cargo por Vitelio en tiempos de Nerón y de Herodes Antipas; se le instó a presentar declaración ante Tiberio debido a varios disturbios y una matanza de samaritanos ejecutada bajo sus órdenes, pero se dice que el emperador murió mientras Pilato se dirigía a Roma, Calígula ascendía al poder, y el exprefecto, atemorizado por la suerte que corrieron los otros funcionarios que juraron lealtad a Nerón, marchó al exilio, otros dicen que comenzó a practicar la austeridad y dio todo a los pobres. Mas ninguna fuente es confiable, lo más probable es que nunca lo sepamos, y lo que se obvia es que él sólo supo que juzgó a un predicador (tal vez lo haya creído un sabio o un insurrecto, quizás un demente) que deseaba con locura morir en la cruz.

47.6

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ivimos en una época en la que lo novedoso se desvanece a la velocidad de un clic. Todos los días atestiguamos el ciclo vital de personajes desconocidos que se llevan una tajada del pastel de la fama sólo para morir en el olvido horas después. Debido a esa celeridad, los márgenes del asombro se han reducido a niveles que se miden en parpadeos. En este mundo con el acelerador a fondo, sólo los atletas son proclives a la inmortalidad gracias a sus récords establecidos, irónicamente, a base de velocidad. Un atleta de élite consigue en apenas unos segundos lo que otros buscaremos afanosamente sin obtener nada a cambio.

Aunque es un lugar común, suspiros y parpadeos definen el resultado de una carrera de atletismo.

El 6 de octubre de 1985, Marita Koch, corredora de la entonces República Democrática Alemana, se acomodó en el carril número dos de la pista de tartán del Bruce Stadium, en Canberra, Australia. Llevaba un short blanco corto, tan característico de los años ochenta, y una playera azul marino con el número 521 y el patrocinio de Mazda. A sus veintiocho años, la corredora nacida el 17 de febrero de 1957 en la ciudad de Wismar, había despedazado todos los récords mundiales en los 200 y 400 metros planos al romperlos, una y otra vez, en dieciséis ocasiones a lo largo de su carrera. El día anterior se había llevado la medalla de oro en los 200 al cronometrar 21.90 segundos y se llevaría una más en el relevo de 4×400.

Cuando se escuchó el disparo de salida, Marita iba a realizar la mejor carrera de su vida, para establecer un récord que hoy se cataloga como irrompible: tras dejar a tras a todas sus competidoras, la atleta cruzó la meta en 47.60 segundos, rompiendo el récord de su rival, la checoslovaca Jarmila Kratochvílová, establecido en 1983, en Helsinki, donde paró el cronómetro en 47.99.

Para tener una idea del reto que enfrenta toda competidora al correr 400 metros, sólo la francesa Marie Joseph Perec se ha acercado a las marcas de estas dos atletas al cronometrar 48.25 segundos, con lo que obtuvo la medalla de oro en Atlanta 1996. Ana Gabriela Guevara, la más reconocida velocista mexicana de todos los tiempos, hizo su mejor marca en París, el 27 de agosto de 2003 con una marca de 48.89.

Tras la caída del muro de Berlín y el descubrimiento de que los rumores sobre el dopaje sistemático de atletas de la RDA era cierto, se ha especulado sobre la validez del récord de Marita Koch aunque ella, las pocas veces que ha querido hablar al respecto, dice que no tiene nada que ocultar ni de qué avergonzarse. Aunque la verdad quizá nunca se sepa, si usó sustancias prohibidas, ¿por qué su récord de los 200 metros fue superado ya hace muchos años por otras seis atletas como Merlene Ottey, Marion Jones (condenada por dopaje) y Florence Griffith-Joyer, de quien siempre se sospechó que usaba esteroides?

El 3 de febrero de 1987, poco antes de cumplir los treinta años, Marita Koch anunció su retiro del atletismo. Tenía los tendones de Aquiles muy afectados tras una gran trayectoria que había comenzado en 1978. Lo había ganado todo: campeona olímpica de 400 metros planos en Moscú 80, campeona mundial de 200, relevo 4×100, 4×400 en Helsinki 83, y campeona europea de 400 y 4×400 en Praga 78, Atenas 82 y Sttutgart 86.

Treinta años después, Marita Koch sigue siendo inmortal en tanto ninguna mujer rebase los 47.6 segundos más famosos del atletismo.

CHIVA SIN REBAÑO

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ntre las fotografías de sus abuelos, la boda de sus padres y uno que otro pariente destacado, la imagen donde Enrique Martínez Andrade aparece junto a Toño, su hermano mayor, llama la atención por varias razones: eran apenas unos niños, el pastel es una cancha de futbol donde se enfrenta el Guadalajara, equipo de sus amores, contra las Águilas del América, y porque ambos posan para la cámara vestidos con el uniforme característico del rebaño sagrado: playera a rayas rojiblancas y short azul marino. Sin embargo, hay algo extraño en la foto. Aunque el uniforme le ajusta a la perfección, Enrique no parece convencido de portar el uniforme del chiverío o no se lo cree. La fantasía de cualquier niño es encarnar a los héroes que cada domingo salen a la cancha a defender sus colores, pero a juzgar por su gesto, parece que el uniforme de Enrique está hecho de plomo o huele feo. Quizá la seriedad en su rostro se deba a la multitud que le rodea y le amenaza con empujarlo sobre la cancha de merengue —como ocurrió minutos después—. Tampoco. Es otra cosa. “Una fotografía es un secreto sobre un secreto”, dijo alguna vez Diane Arbus. Y Enrique, a través de su mirada deja percibir una verdad que resulta difícil, dolorosa.

Cuando su familia emigró a la Ciudad de México, Leticia, la hermana mayor, acababa de cumplir seis años. Toño tenía dos. Enrique no figuraba en los planes de expansión. Dos hijos son suficientes cuando se abandona el terruño para lanzarse a la búsqueda de un futuro mejor. La decisión de don Enrique no sólo transformó la geografía de los Martínez Estrada, vecinos de abolengo del tradicional barrio El Retiro, sino que con la partida se cerraba toda posibilidad de que los futuros miembros de la familia abrieran los ojos por primera vez en la Perla de Occidente. Si el tequila posee un certificado de origen, cuando el vehículo atravesó el límite estatal para nunca jamás volver, Enrique Martínez Andrade, futuro benjamín, perdió su derecho a ser tapatío y, por ende, un chiva pura sangre.

Esta situación, por ridícula y banal que parezca, no es cualquier cosa para él. Se trata de una tragedia de bolsillo, personal, tan significativa como perder un brazo o una pierna o descubrir que en lugar de páncreas se tiene la vejiga de la hiel. Como un paria, Enrique sabe que haga lo que haga, nada ni nadie podrá ocultar que nació en el Hospital Gabriel Mancera de la ciudad de México, un 24 de marzo de 1977. ¿Cómo se puede fingir un origen distinto? ¿Es posible pretender ser otra persona? ¿Lo conseguiría destruyendo los códices familiares o quemando las fotografías de su estirpe?

Forjado en la diferencia, tú eres chilango, nunca jalisquillo, su personalidad a veces le juega malas pasadas y le hace expresar comentarios como el anterior, mientras observamos los posters, playeras, balones, llaveros, estampas, calcomanías, revistas, recortes de periódicos que Enrique atesora en su recámara. Luego dice: “Yo nunca podría irle al Real Madrid o al Barcelona porque no vivo en ninguna de esas ciudades. Es como una hipocresía, una doble cara, sólo los cínicos le van a equipos ajenos a su geografía.”

En la contundencia del mensaje Enrique lleva la penitencia: le va al equipo de una ciudad, Guadalajara, en la que él no nació, convirtiéndose en automático en un cínico, en un hipócrita. Pero no hay de otra. En el país de los cachirules una situación como la suya es normalidad, una carcajada del destino. No se puede cambiar de equipo como quien sintoniza otra estación en la radio. Arrancarse al equipo que vive y palpita junto con el corazón equivale a cambiar de infancia, como dice Juan Villoro. Es imposible.

Desde que tiene memoria, Enrique es fanático del equipo más popular de México debido a la influencia de su padre, testigo presencial de las hazañas del Campeonísimo, y gracias a dos personajes fundamentales de su niñez, gratos recuerdos que el tiempo no ha podido borrar de su memoria y que comparten el mismo nombre/apodo: Snoopy, la creación de Charles Shulz (cuyas tiras cómicas Enrique conserva con mucho cariño), y Ricardo Snoopy Pérez, jugador de la Chivas, su primer ídolo futbolístico.

 

Otro de los recuerdos que asocia con su convicción rojiblanca es el momento cuando su padre, sentado frente al televisor, grita hasta desgañitarse “Pártanles su madre”, mientras presencia una de las batallas campales más prolongadas, dramáticas y al mismo tiempo divertidas de que se tenga memoria en la historia del futbol nacional: la protagonizada por las Chivas y las Águilas durante el partido de vuelta de la semifinal del torneo 1982-1983, en el estadio Azteca. Con un estadio abarrotado, las Chivas parecen tenerlo todo en contra al ir perdiendo 2-1 en el marcador global. Tras varias entradas arteras, se suceden patadas voladoras, puñetazos por la espalda, empujones, rodillazos y zancadillas, incluida una agresión de Snoopy Pérez contra Mario Alberto Trejo. Mientras Enrique desgrana este episodio un tanto borroso —contaba con apenas seis años de edad—y que incluye un gol que empata el marcador global, anotado minutos después por su ídolo juvenil, y que abre la puerta para el triunfo de las Chivas, otro recuerdo asociado a esa tarde lejana le arranca una sonrisa: el sabor de una torta ahogada, bastante parecida a la que ahora disfruta.

En la mesa del comedor quedan restos de carne con jugo. El banquete tapatío apenas empieza. La birria se calienta en la estufa. A Enrique cada olor, cada textura, cada mordida le permite sentirse parte de esa Guadalajara mítica, ese edén del que fue despojado. Como Moisés que no pudo entrar a la tierra prometida sino sólo verla a la distancia, el sabor de la comida de esa tierra le otorga un permiso de residencia, una especie de green card como premio de consolación.

¿Quién guisa estos platillos típicos de la comida tapatía? ¿Doña Luz, la madre de Enrique? “No”, me dice por lo bajo, “mi madre es mala cocinera”.

Según recuerda, rara vez se ha perdido un partido de las Chivas. Sea por televisión, asistiendo a los estadios de la capital o las contadas veces que viajado a la tierra de sus padres y al Estadio “Jalisco” (“Al Omnlife no pienso ir hasta que Jorge Vergara venda al equipo y deje de hacerle tanto daño a la camiseta”, dice con la seguridad de Napoleón antes de invadir Europa), Enrique siempre ha estado presente en las alegrías y en las tristezas, en lo sublime y en lo ridículo, experimentando todas las reacciones que es capaz de producir el futbol. Beber cerveza le da lo mismo, no así la comida, el único medio que le deja aproximarse al verdadero espíritu tapatío porque la comida le permite, bocado a bocado, formar parte de la cultura que representa.

Obsesivo hasta la muerte, cada mes, sin faltar a la cita, Enrique lleva a cabo el mismo ritual culinario desde hace poco más diez años cada vez que van a jugar las Chivas: dos horas antes de que el árbitro haga sonar su silbato, se dirige a El rincón de Villadiego, comedero tapatío ubicado en la colonia Pueblo de los Reyes, Coyoacán. La distancia no parece un obstáculo para Enrique: desde su casa en Lago Cardiel, calle de la colonia Argentina, se desplaza hasta avenida Pacífico. Veinte kilómetros que puede recorrer, si su padre le presta el coche, en unos cuarenta o cincuenta minutos, todo para comprar las que considera las mejores tortas ahogadas de la Ciudad de México, cuyo sabor es prácticamente el mismo que las célebres Tortas El Rika, sus favoritas, algo así como el Olimpo de este tradicional platillo. Ubicadas casi enfrente del estadio Jalisco, no puede sino rememorar con nostalgia la última vez que estuvo en ese tierra que debería de ser la suya, cuando el 4 de abril de 2010 presenció el último clásico jugado en el “Jalisco”, antes de la mudanza al “Omnilife”.

Encontrar las mejores tortas ahogadas en la ciudad de México no fue cosa fácil. Le tomó algunos meses, varios pesos gastados y una que otra infección estomacal. Recorrió colonias como Juárez, Río Frío, Santa Julia, Algarín y llegó a aventurarse al Estado de México, pero hasta su excesivo fanatismo tiene límites. Hasta que un buen día, gracias a una mujer que ya no está presente en su vida, conoció este comedero sureño, donde las tortas se preparan con birote salado traído desde Guadalajara. Cliente apreciado por los dueños de Villadiego, cada sábado o domingo de cada mes lo esperan con su pedido: diez tortas ahogadas, carne con jugo y si está de antojo, una jericalla, la versión tapatía del crème-brulle.

Sin embargo, aquí no termina el periplo de Enrique: en su opinión, la birria no es el plato fuerte de El rincón de Villadiego. Birria Irma Aurora es, según su opinión, el sitio, la catedral donde se le hace justicia. Atendida por la familia Pérez que llegó a la ciudad hace sesenta años, Enrique convive con los descendientes de esa diáspora, criollos tapatíos. Ubicada en la calle de Japón número 47, colonia Romero Rubio, entre las avenidas Oceanía y África, llegar hasta aquí no es fácil. Por ello, sólo en ocasiones especiales como cuando las Chivas enfrentan a equipos grandes como los Pumas, al Cruz Azul o las Águilas, el enemigo natural, Enrique se levanta más temprano, primero va por la birria y después por las tortas ahogadas, el jugo de carne y las jericallas.

Los aromas le refrescan al memoria a Enrique, quien recuerda la final Chivas-UNAM, en 2004, cuando agotados los tiempos extras, el destino se dirimió desde los once pasos. “La comida se me terminó antes de los penales. Creí que íbamos a perder”.

Enrique, por fin, sirve la birria. Realmente es deliciosa. Vale la pena ir tan lejos para probarla. Si para muchos el paraíso puede estar en la explosión de un bocado, para Enrique Martínez Andrade cada cucharada de birria es un boleto hacia su infancia, donde juega sin descanso a que es chiva del rebaño sagrado, del Guadalajara.