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PESADILLAS ADOLESCENTES

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ucha gente asume que la literatura infantil y juvenil es fácil de escribir y de leer, que solamente toca temas “bonitos” y que debe tener personajes ñoños y planos, como si el público al que va principalmente dirigida fuera complaciente y fácil de satisfacer. Por supuesto, esos prejuicios –como cualquier otra generalización- están muy lejos de la realidad: en la literatura juvenil, por ejemplo, hay tantos temas y formas de abordarlos como autores y autoras. Lo mismo podemos encontrar fantasía oscura que distopías, realismo sucio, ciencia ficción o novela negra.

El asesino en mí, de Margot Harrison, es un excelente ejemplo de que la calidad no está peleada con la literatura para jóvenes. Más todavía, es una prueba de que se pueden combinar elementos que tradicionalmente están asociados a géneros muy específicos; en este caso en particular, literatura negra (historias de crímenes), ciencia ficción y romance adolescente sin caer en clichés. Por si fuera poco, la novela nos presenta una protagonista tridimensional, verosímil e inspiradora, rodeada de personajes –tanto femeninos como masculinos- interesantes.

Pero como dijo Jack el Destripador, vayamos por partes (sí, es un chiste muy socorrido; pero no pude resistir la tentación).

Nina es una adolescente “normal”. Sí, es antisocial (no se habla con nadie de su escuela y sólo tiene una amiga) y recientemente tuvo un problema con drogas; pero la gente a su alrededor cree que eso es una fase pasajera, algo que a muchos chicos de su edad les ocurre. Y Nina se esfuerza porque sigan creyendo eso. Dar la apariencia de ser solo introvertida y un poco descarriada la aísla del resto de la gente, pero eso es preferible para ella, ya que la otra opción es que todos piensen que está loca. Y si ella misma, a veces, lo cree, ¿por qué no iba a ser así con el resto de la gente?

Lo que ocurre es que detrás de esa fachada hay muchísima angustia: desde que era muy pequeña, Nina ve cosas. No es que tenga imágenes del futuro o que sufra de alucinaciones como tal. Más bien que, cuando se queda dormida, su conciencia parece entrar en el cuerpo de alguien más, un chico unos cuantos años mayor que ella. Él ha estado en sus recuerdos desde que ella tiene conciencia, y ha ido creciendo, madurando, a la par que ella. Lo malo es que de un tiempo a la fecha, él ha comenzado a hacer cosas terribles.

Al principio, Nina creía que todo era una fantasía: a lo mejor eran sólo sueños, o un amigo imaginario. Pero llega el momento en que, fantasía o no, lo que ve cuando se queda dormida es demasiado horrible y es por eso que comienza a tomar estimulantes: para no tener que conciliar el sueño. Y es justo entonces cuando se reencuentra con Warren, quien fuera su mejor amigo antes de que las pesadillas la torturaran y que ahora, de tanto en tanto, ayuda a sus hermanos a vender drogas.

Nina ya no quiere drogarse. Warren ya no quiere vender drogas. Nina ya no quiere estar sola y Warren quiere, desesperadamente, creer que su vieja amiga no está loca.

Así que juntos emprenden un viaje para descubrir si de verdad existe el hombre a través de cuyos ojos Nina ha visto cosas terribles.

No les contaré más de la trama, dado que algunos de los giros merecen ser descubiertos por cada lector a su propio ritmo. Lo que sí diré es que la manera en que Margot Harrison plantea los acontecimientos es casi hipnótica, que no hace concesiones a partir de la edad o de los supuestos intereses de sus lectores y que le es fiel a la historia que nos quiere contar hasta las últimas consecuencias. Esto, sin embargo, no quiere decir que toda la historia sea cruda, mucho menos desagradable. Por el contrario, los personajes (incluido el antagonista) irradian simpatía y el lector no puede sino encariñarse con ellos. Hay varias descripciones contemplativas que logran ser memorables, verdader

os respiros entre secuencias de acción que mantienen al lector casi sin respirar; y, sobre todo, la autora jamás pierde de vista el punto de vista y los recursos con los que pueden contar sus personajes, dado que son chicos de preparatoria y no agentes secretos (un error en el que caen los autores de novelas “de acción” para adolescentes en más ocasiones de las que nos gustaría leer).

Una cosa más: el libro termina. Yo sé que está muy de moda que las historias queden inconclusas para que, en caso de tener éxito, sean parte de largas sagas; pero el que El asesino en mí tenga una conclusión es un gran acierto. Si más adelante volvemos a encontrarnos a Nina y a Warren en otros libros de la autora, será un placer; pero saber que esta historia en particular tiene el final que tiene… sin duda ayudará a que sus lectores, como Nina, puedan volver a conciliar el sueño.

Margot Harrison, El asesino en mí. Planeta. 2017

 

 

UN MODO EXTREMO DE SENTIR LAS COSAS

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Traducción: Bibiana Camacho

l lugar común dice que los libros no deben juzgarse por su portada. No estoy de acuerdo. He visto decenas de buenos libros ilustrados con portadas espantosas, como si el diseñador se hubiera ido de vacaciones o el editor hubiera bajado una foto de internet. De igual manera, hay libros con buenas portadas y títulos que no dicen nada ni llaman la atención. Título y portada son la carnada para atraer a los lectores. Por estas razones elegí el libro de Rossana Campo (Génova, 1963): Dónde vais a encontrar un padre como el mío que fue reconocida con el Premio Strega Giovani y el Premio Elsa Morante de Narrativa.

Luego, como dicta el canon, leí la primera frase, la que se supone debe sacudirnos como un flechazo al corazón: Mi padre me dijo una vez: Rossanita nunca debes tener miedo a nada en esta vida, porque recuerda siempre que ¡fuiste concebida sobre una mesa de billar!

Con semejante inicio, nada podía salir mal y así fue. Esta novela de no ficción, trata sobre la relación de la autora con su padre, Renato, un gitano-italiano, “un tipo chiflado, informal, quizá simpático, un gran narrador de historias y aventuras (medio verídicas medio contadas a lo grande, solo por el gusto de exagerar, por la alegría de contar mentiras y también para encubrir la narración de su epopeya personal la verdadera realidad de su vida, de su pasado y de los enormes dolores padecidos en su infancia y durante toda su vida)”.

Vía correo electrónico, Rossana Campo respondió a las siguientes preguntas:

 Empecemos por el principio: el título del libro es maravilloso. En el epígrafe se descubre que es parte de un diálogo de Isaak Bábel. ¿Cómo lo encontraste? ¿Cuándo descubriste que le quedaba como guante a esta novela?

Cuando me encuentro en la fase final de la escritura de una novela me siento constantemente envuelta en su atmósfera, dentro de la historia que estoy narrando, y me parece que todo lo que vivo, leo, observo, todo se convierte en algo que podría ser parte del libro y enriquecerlo. De este modo, mientras leía el maravilloso libro Cuentos de Odessa de Bábel, me sentí invencible a través de un personaje femenino que decía esta frase, e instintivamente, con el instinto del escritor, supe que era el título perfecto para el libro de mi padre.

Esa vieja receta —la de arrancar una novela o un relato con una frase poderosa— sigue siendo vigente? ¿Cuánto tiempo trabajas para encontrar el mejor arranque posible? 

No sabía que fuera una receta narrativa eso de iniciar con una buena frase, creo que siempre lo he hecho. Incluso en las narraciones orales, si quieres compartir una historia con un amigo o con un extraño, en general tiendes a decir algo que atraiga la atención, y que no haga que se mueran de aburrimiento, ¿cierto? Si quieres que te lean, lo mejor es mostrar lo más pronto posible tus cartas y hacerles entender de qué se trata. Y supongo que con mi frase, un lector entiende de inmediato lo que tengo la intención de narrar. En general, la frase de inicio me llega como un relámpago.

Como Renato era un gran narrador de historias, desde un punto de vista genético, ¿consideras que tu padre te heredó la vena literaria?

Creo que sí. Aunque no era una persona culta, siempre vi a mi padre escribiendo apasionadamente: recuerdos, pequeños cuentos y mucha poesía. Lo hacía porque probablemente no logró jamás vivir plenamente todas las emociones y sentimientos a su manera. Tenía un modo exagerado, extremo de sentir las cosas y quizá intentaba liberarse un poco mediante la escritura. Yo también hago lo mismo.

Cuando cuentas tu visita al psicoanalista, dices sobre los escritores que “pertenecíamos a la misma familia, la familia de los que no saben estar en el mundo de una forma sencilla, alegre”. ¿Por qué crees que los escritores no saben estar en el mundo de forma sencilla, alegre? 
No sé si eso se aplica para todos los escritores, pero creo que son personas a quienes vivir la vida no les es suficiente, sino que necesitan narrarla y reconstruirla a su modo, todo el tiempo, mediante palabras; se trata de personas que sienten las cosas de un modo complejo, quizá de manera más profunda que los demás, quizá se trate de gente un poco loca.

Cuando cuentas algunos aspectos muy personales de tu padre, sobre todo las partes más negativas, por decirles de algún modo, recordé al mío, y me quedé pensando que todos esos hombres del siglo XX, de las guerras mundiales, de la amenaza atómica, se forjaron en ambientes difíciles, de pobreza, en los que debían de ser “hombres” todo el tiempo, y que al crecer quedaron marcados para siempre. La bebida, las mujeres o cualquier recurso para evadirse les representaban una vía de escape, una válvula para atenuar sus frustraciones. ¿Como mujer consideras que la vida de los hombres del siglo XXI es o será distinta? 

Sí, creo que los hombres más jóvenes son diferentes de sus padres y de sus abuelos, pero incluso hoy en día la violencia contra las mujeres continúa y los jóvenes que no han sufrido la guerra y la miseria extrema, de todos modos, usan la violencia contra las mujeres y niños. Mientras no cambie el sistema patriarcal, la violencia continuará, así como la guerra y el terrorismo, por desgracia, continuarán existiendo.

Creo que el escritor que no se desnuda en sus libros, sean de ficción o de no ficción, se queda a la mitad. Y tú te desnudas en esta novela. Cuando leo libros como el tuyo pienso en qué opinará la familia del escritor cuando ve que tantos secretos revelados. En tu caso, ¿cómo tomó tu familia este retrato tan íntimo?

Mi madre no ha querido leer el libro, está contenta del éxito del libro y de los premios literarios, pero me dijo que no ha querido leerlo. Mi hermano está feliz de que yo haya contado nuestra historia. Otros parientes me han dicho que no imaginaban que mi padre fuera así. Y me pregunto, quién creían que era mi papá, ¿Carlos de Inglaterra?

Cuando recuerdas a Renato como “el intento de vivir tal y como somos y no como los otros esperan que seamos”, ¿la vida del escritor se ajusta a esta filosofía? 

Bueno, diré que todos los buenos escritores deberían estar más cercanos a nuestra realidad, cualquiera que sea, deberían ayudarnos a eliminar el manto de mentiras, convenciones sociales e hipocresía con las cuales cubrimos nuestras vidas.

Actualmente se han publicado muchas novelas de no ficción, en las que el escritor queda al centro de la trama y del relato. Esto ha suscitado duros debates respecto de que se ha abusado mucho del género. ¿Cuál es tu opinión al respecto? 

Yo amo muchísimo la autobiografía, algunos libros autobiográficos me han ayudado a vivir, a veces incluso me han salvado la vida. A veces las autobiografías llegan de manera más directa que las novelas al corazón de las cosas. Algunos de estos libros, para mí, son como amigos, amantes que no te traicionarán jamás. Por ejemplo: Jeanette Winterson Por qué ser feliz cuando puedes ser normal; o Marie Cardinal Las palabras para decirlo; o Virginia Wolf Momentos de vida; o incluso el diario de Franz Kafka, las memorias de Simone de Beauvoir; todos estos libros me han convertido en la mujer y la escritora que soy, además de haberme salvado la vida, la han iluminado.

Rossana Campo, Dónde vais a encontrar un padre como el mío. Siruela. 2017.

 

 

 

EL PATOTE FEO

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legó el verano a Canadá, lo cual siempre es una fiesta. Pero este año el espíritu celebratorio se refuerza por el aniversario 150 del nacimiento de Canadá como Federación, que no hay posibilidad de olvidar porque está anunciado en cada calle de cada pueblo. Cuando se transita por las avenidas principales de las villas más despobladas, se ven banderas y pendones colgando de los postes de luz con el 150 por todo lo alto, mientras canastas con flores rojas y blancas alegran el paso. Todos muy contentos.

Pero, como ya sabemos, el aniversario de la Federación ha causado controversia en todos lo niveles: desde cuál sería el programa más adecuado para las fiestas, hasta si en verdad hay algo que celebrar, tomando en cuenta que se trata de un país de inmigrantes y de pueblos indígenas despojados de sus tierras. ¿Cómo festejar la unión lograda por un grupo de personas con características muy definidas (blancos, anglosajones y protestantes) en un país que se ha probado multicultural, multilingüe, y de variados credos?

Últimamente incluso uno de los elementos del festejo que pretendía ser políticamente neutral y brindar un tono juguetón al asunto, ha entrado en controversia. Se trata del pato gigante, el pato amarillo de plástico que anda de gira por los lagos y otros cuerpos de agua de Ontario -con una parada estelar en el muelle de Toronto en pleno Canada Day, julio 1- con la esperanza de divertir a los canadienses y tener la oportunidad de provocarles una sonrisa. El pato no ofrecía mucho más, porque no se puede tocar o interactuar de otro modo con él, solo verse de lejos. Eso sí, de muy lejos, porque el juguete de plástico es visible hasta desde el espacio: mide el equivalente a un edificio de 6 pisos (15 metros) y pesa casi 14 toneladas, además de ser de color amarillo pollito.

¿Qué “pero” se le podía poner a un pato amarillo de plástico? ¿Cuál podría ser la razón de que algún sector de la sociedad se molestara por tener al ícono de los juguetes de goma flotando tranquilamente bajo los fuegos artificiales de la fiesta nacional? El costo. Hacerlo nadar en las aguas ontarianas fue un gasto del tamaño del pato. La provincia invirtió 120,000 dólares (canadienses, afortunadamente) para tenerlo en esa enorme bañera planetaria llamada Lago Ontario. Como las fiestas han sido financiadas con dinero público, claro, los ciudadanos se han quejado amargamente de que el chistecito salió directamente de sus bolsillos, vía impuestos. Se pudo haber hecho, dicen, algo más discretito. Se pudo haber hecho, dicen, algo original. Si la intención era darle una beca del gobierno a alguien para festejar el aniversario del país, ¿por qué no a un canadiense?, suspiran. Nada en este país mueve más a las masas que la posibilidad de ahorrarse impuestos, detestan los gastos innecesarios y si además se hacen con sus propias contribuciones, bueno… no hay nada que detesten más que escuchar que sus impuestos van a financiar una fiesta, un programa de artes, un evento cultural. En su opinión, las necesidades básicas deben pagarse con dinero público, pero no lo que no es estrictamente indispensable. Las repercusiones en la producción cultural canadiense se hacen evidentes en su escasez.

Por si fuera poco, el famoso animalito ni siquiera es nuevo. Resulta que ha venido navegando las aguas desde el 2007, como una especie de misionero de paz y de buen humor. El original es creación del artista (plástico, ¡ja!) holandés Florentijn Hofman, quien quiso significar con él que los mares son “la bañera de todo el mundo”, y que por lo mismo, todos deberíamos de poner un poco de buen humor y esperanza en el asunto de compartir las aguas, protegerlas y disfrutarlas. Sin embargo, un promotor y organizador de eventos, el estadounidense Craig Samborski, hizo su propia copia, lo revistió con la misma misión de inspirar optimismo, pero cobra una millonada por cada aparición de su juguete. Además de la discusión sobre el gasto injustificado, ahora el pato enfrenta un pleito por los derechos de creación (copyright) entre el artista y el hombre de negocios. De pronto, el símbolo neutral de buena ondita y generosidad para compartir los recursos, fue ensuciado por la mercadotecnia, las acusaciones de lujo innecesario y las opiniones de los escépticos: “y ese pato, ¿qué?”

La mesa estaba puesta para que los partidos políticos metieran su cuchara y se acusaran unos a otros de utilizar los festejos del 150 aniversario de la federación para llevar agua a su molino electoral. Los conservadores en Ontario comenzaron a hacer campaña basados en atacar la política liberal de gastar dinero de los impuestos para solucionar cualquier problema, encareciendo la tasa impositiva de una sector minoritario de la población. Además, dicen, otros símbolos como el pato canadiense (el de plumaje verde, con collar, que se surcando los lagos por estas fechas) o un castor, podrían haber sido mucho más oportunos. Claro que los liberales dicen que, por supuesto, se les ocurrió que esto podría hacerse, pero el costo de encargar una obra nueva a un artista nacional triplicaba la cifra de lo pagado por el pollito amarillo. ¿Qué iban a decir los contribuidores acerca de esto? El ave plástica se convirtió en parte de la agenda política, con tiempo para su discusión en el parlamento local.

Después de discutir sobre a quién le pertenecen los derechos, quién pagó por él y qué diablos tiene qué ver ese pato con Canadá, hay que pelear además por los lugares por dónde pasará. ¿Sólo seis ciudades? ¿Quién decidió cuáles, por qué no va a estar más tiempo en Toronto, si es la capital cultural y económica de la provincia? Broakville, ¿por qué irá a esa aldea chiquita que apenas figura en el mapa? Por sabido, se calla: una vez que comience su navegación, los canadienses abarrotarán los muelles para ver al pato feo que nadie quiere, y le van a aplaudir a rabiar, y a sacarse fotos con él de fondo. Faltaba más.

MASACRE

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Extracto del libro Masacre, publicado por Malpaso. 2016.

Traducción de Rocío Gómez de los Riscos

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LA EXHUMACIÓN

uando viajas a las cumbres de Morazán envuelto en la luminosa claridad del aire, ya cerca de la frontera con Honduras, cruzas el río Torola por un estrecho puente de madera cuyos tablones crujen al paso de las ruedas y te adentras en la más violenta de las antiguas zonas rojas salvadoreñas (ése era el término que empleaban los militares durante la larga década de guerra civil). Tras un rato de ascenso abandonas el castigado asfalto para continuar varios kilómetros por un áspero camino de tierra que bordea una ladera recorriendo poblaciones en ruinas que lenta y penosamente regresan a la vida. Entre ellas hay una aldea, ahora apenas un montón de escombros, que la naturaleza se apresura a recuperar: los muros de adobe se agrietan y desmoronan abriéndose a una invasión de hierbajos alimentada por los aguaceros de la tarde y la espesa niebla nocturna del valle. Cerca de allí, en los pueblos tanto tiempo deshabitados, se aprecian indicios de vida, incluso en Arambala, como a un kilómetro y medio, con su amplia plaza cubierta de hierba rodeada por edificios derrumbados y dominada, donde una vez hubo una hermosa iglesia, por un campanario acribillado a balazos y un arco dentado de adobe que se alzan contra el cielo: un niño lleva una vaca baya atada a una cuerda; un hombre con gorra y vaqueros camina fatigado cargando madera a sus espaldas; tres niñas se asoman de puntillas tras la barandilla de un porche y sonríen a un coche que pasa.

Pero si sigues por el camino pedregoso, que serpentea y se retuerce por el bosque, en pocos minutos entras en un gran claro y, allí, todo está tranquilo. Nadie ha vuelto a El Mozote. Vacío y salpicado por la luz del sol, el lugar sigue siendo espantoso,* como me dijo estremecido un joven guerrillero que patrulló por aquí durante la guerra: espeluznante, pavoroso, horrible. Después de echar un vistazo, seis estructuras (sin techo, sin puertas y sin ventanas, medio engullidas por la maleza) apuntan a una cierta pauta: las cuatro ruinas de la derecha debieron de delimitar la calle principal, la quinta, el principio de un carril lateral y, en el lado opuesto de un claro, a pesar de que no se ve iglesia alguna, debió de haber una plaza pública, ahora apenas un montículo irregular, una especie de plataforma de tierra casi invisible debido a una gran maraña de maleza y matorrales.

En este tranquilo claro, a mediados de octubre de 1992, irrumpió un convoy de todoterrenos y camionetas de los que se apearon una veintena de desconocidos. Algunos de estos hombres y mujeres (la mayoría, jóvenes vestidos de manera informal, con camisetas y vaqueros o pantalones de trabajo) comenzaron a tirar al suelo polvoriento un brillante amasijo de machetes, picos y azadas. Otros se situaron alrededor del montículo, consultaron portafolios, cuadernos y mapas y escudriñaron los altos matorrales. Finalmente, agarraron unos machetes y empezaron a cortar las malas hierbas, teniendo cuidado de no arrancar ninguna, no fuera que el movimiento de las raíces alterase lo que había debajo. Poco a poco, mientras cortaban y talaban bajo el sol de la mañana, descubrieron una parcela de tierra de color marrón rojizo y en poco tiempo dieron con una pequeña elevación que sobresalía varios centímetros del suelo, como un promontorio inclinado apenas sustentado por un murete de piedra.

Clavaron estacas en el suelo y delimitaron el terreno con cinta de color amarillo brillante para después dividirlo en cuadriculas con cuerda; sacaron cintas métricas, reglas y niveles para anotar sus medidas y trazar sus contornos. Y entonces empezaron a excavar. Primero removieron la tierra con azadas, la sacaron con palas, la pusieron en cubos de plástico y fueron echándola en una criba lo suficientemente grande como para que fueran necesarias varias personas para agitarla. A medida que excavaban más hondo, cambiaban las herramientas por otras más pequeñas y precisas: palas de mano, paletas, cepillos, recogedores, cedazos…

Poco a poco y con cuidado, excavaron y cribaron, abriéndose camino a través de los varios centímetros de tierra y restos de adobe (vestigios de las paredes de una construcción) y, al terminar el segundo día, encontraron astillas de vigas de madera y fragmentos de tejas, ahora ennegrecidos por el fuego, que habían formado parte del techo. Después, al final de la tarde del tercer día, sentados en cuclillas para apartar las partículas de polvo rojizo con pequeños pinceles, empezaron a emerger de la tierra formas oscuras que parecían fósiles incrustados en piedra y pronto advirtieron que se habían topado, en la esquina noreste de la sacristía en ruinas de la Iglesia de Santa Catarina de El Mozote, con los cráneos de quienes antaño habían orado allí. Aplastados por los ladrillos desprendidos, tras once años de sueño bajo el suelo ácido, aquellos cráneos estaban teñidos de un pálido marrón café con leche, pero no había duda de su procedencia. Para la tarde siguiente, los trabajadores ya habían descubierto veinticinco y, excepto dos, todos eran cráneos de niños.

Ese mismo día, los jefes del equipo (cuatro jóvenes expertos del Equipo Argentino de Antropología Forense,* de reputación mundial por haber exhumado fosas en Guatemala, Bolivia, Panamá e Irak, así como en sus propios países) montaron en su todoterreno blanco y fueron por el camino que salía de El Mozote. Despacio, atravesaron Arambala saludando a las niñas sonrientes que estaban de puntillas en el porche ysalieron a la calle negra, que trazaba su recorrido hacia arriba por la columna vertebral de la zona roja, extendiéndose hacia el norte desde San Francisco Gotera hasta el pueblo de Perquín, bastante cerca de la frontera hondureña. En la calle negra, los argentinos giraron a la izquierda, como hacían todas las noches, para dirigirse hacia Gotera, pero esa vez, después de conducir más allá de los irregulares cerros con plantaciones de sorgo, maíz y agave (un arbusto espinoso con aspecto de cactus que parece una maraña de pelo verde oscuro) y de pasar los edificios bajos de madera que albergaban la fábrica de botas y el taller de artesanía, así como los otros establecimientos que los exiliados habían traído consigo desde los campos de refugiados de Honduras hacía dos años, pararon delante de una pequeña casa. Se trataba, en realidad, de una cabaña hecha con restos de madera y láminas de chapa situada entre bananeros, a unos catorce metros de la carretera. Salieron del vehículo, saltaron la alambrada de espino (había una especie de entrada hecha con un tronco en forma de tenedor) y llamaron a alguien. Enseguida apareció por la puerta una mujer de mediana edad, fornida, con pómulos altos, rasgos marcados y muchísima di

gnidad. Los argentinos le contaron sus hallazgos. La mujer escuchó en silencio y, cuando terminaron, se detuvo y habló: “¿No les dije?” —preguntó—. Si sólo se oía aquella gran gritazón”.

Durante once años, Rufina Amaya Márquez había sido la testigo más elocuente de lo que había sucedido en El Mozote, pero, a pesar de haber contado su historia una y otra vez, la mayoría de la gente se había negado a creerla. En el mundo polarizado e inhumano de El Salvador en tiempos de guerra, la prensa y la radio ignoraron lo que Rufina tenía que decir como solían ignorar los incómodos relatos sobre cómo el Gobierno estaba gestionando la guerra contra los rebeldes izquierdistas.

Y, para los destinados a saber lo que pasó en El Mozote (los rebeldes salvadoreños y los posibles campesinos simpatizantes), los testimonios directos bastaban.

Sin embargo, en Estados Unidos, la versión de Rufina de lo que había sucedido en El Mozote apareció en las portadas del Washington Post y el New York Times, coincidiendo con el amargo debate en el Congreso sobre si debían retirarse las ayudas al régimen salvadoreño, tan desesperado que, al parecer, había recurrido a los más salvajes métodos de guerra. El Mozote parecía encarnar esos métodos y, en Washington, la historia condujo al clásico debate de finales de la Guerra Fría entre quienes sostenían que, dados los intereses geopolíticos en Centroamérica, Estados Unidos no tenía más remedio que brindar su apoyo a un régimen “amigo”, a pesar del posible descrédito, ya que la alternativa (otra posible victoria comunista en la zona) era claramente peor, y quienes insistían en que el país tenía que estar dispuesto a lavarse las manos frente a lo que se había convertido en una lucha moralmente corrupta. La historia de Rufina llegó a Washington justo cuando las primordiales preocupaciones de seguridad nacional en cuanto a la Guerra Fría discrepaban (de una forma tan clara y patente que no se repetiría en cuatro décadas) del noble respeto a los derechos humanos.

La libertad de prensa no se cuestiona en Estados Unidos: se informó sobre El Mozote, se habló de la historia de Rufina y se intensificó el acalorado debate en el Congreso, pero la Administración republicana, bajo la presión de sus deberes con la seguridad nacional, negó que existieran pruebas fiables de una masacre y el Congreso, tras denunciar una vez más los abusos criminales del régimen salvadoreño, acabó aceptando la “garantía” de la Administración de que su aliado estaba haciendo un “esfuerzo coordinado significativo para respetar los derechos humanos internacionalmente reconocidos”. Las ayudas continuaron y, al poco tiempo, aumentaron.

A principios de 1992, cuando finalmente se firmó un acuerdo de paz entre el Gobierno y los guerrilleros, los estadounidenses habían invertido más de cuatro mil millones de dólares en la financiación de una guerra civil que duró doce años y acabó con la vida de setenta y cinco mil salvadoreños. Para entonces, como cabía esperar, hacía ya tiempo que la amarga lucha por El Mozote había quedado relegada al olvido. Washington miraba hacia otros lugares y otros asuntos y la mayoría de los estadounidenses hacía tiempo que se habían olvidado de El Salvador, pero aquella masacre bien puede haber sido la mayor en la historia moderna de Latinoamérica. El hecho de que en Estados Unidos llegara a ser conocida y de que saliera a la luz para después dejarla caer en la oscuridad convierte la historia de El Mozote (cómo llegó a suceder y cómo se olvidó) en una gran parábola de la Guerra Fría.

 

Fotografía tomada de: http://www.thisfabtrek.com/journey/central-america-caribbean/el-salvador/20120105-el-mozote.php

* Las palabras o frases marcadas con letra cursiva aparecen en castellano en el texto original.

1 El Equipo Argentino de Antropología Forense nació en Buenos Aires, en 1984, durante la exhumación de las fosas comunes de quienes “desaparecieron” a lo largo del mandato de las juntas militares. En febrero de 1992, invitados por la organización de derechos humanos salvadoreña Tutela Legal, cuatro miembros el equipo (Mercedes Doretti, Claudia Bernardi, Patricia Bernardi y Luis Fondebrider) viajaron a El Salvador. En octubre, los cuatro fueron nombrados “asesores técnicos” de la Comisión de la Verdad de Naciones Unidas.

Cuando por fin empezaron a excavar, después de una serie de frustrantes retrasos, el Instituto de Medicina Legal de El Salvador y la Unidad de Investigación Especial enviaron a varios técnicos para que los ayudaran. Los restos se llevaron a un laboratorio situado a las afueras de San Salvador, donde un equipo forense estadounidense dirigido por Clyde Snow (reconocido experto que participó en la creación del equipo argentino) examinó las muestras. Los textos completos están a disposición del lector en “Documentos”, al final del libro. Para saber más sobre los antropólogos, véase el informe anual del Equipo Argentino de Antropología Forense de 1992 (EAAF, Buenos Aires, 1992), especialmente las páginas 11-18.

LA CAÍDA DE UNA MENTE

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ay escritores que no pierden el vigor de años o décadas pasadas cuando, supuestamente, han publicado sus mejores obras. Es el caso de Joyce Carol Oates, de quien se ha escrito y dicho que sus libros fundamentales fueron publicados hace ya algún tiempo.

Oates no es una asidua y reconocida cultivadora del policial, negro, criminal o de misterio, en el género ha escrito algunas que, a decir de James Ellroy y Otto Penzler, más bien se inscriben en el suspense psicológico.

Rey de picas, su más reciente novela publicada en español, bien podría situarse en esta cartografía literaria. Rey de picas es el seudónimo del Andrew J. Rush, escritor que de novelas de misterio que es muy bien leído y sin apuros económicos. Rey de picas es el seudónimo que utiliza para publicar novelas de mayor perturbación y violencia.

Joyce Carol Oates utiliza claras referencias y guiños a escritores como Stephen King, que de manera magistral ha cultivado el género del suspense y el terror; y hasta podría decirse que es un sincero homenaje al relato El gato negro, de Edgar Allan Poe.

El personaje Andrew J. Rush se ve envuelto en una acusación de plagio y robo que hace en su contra una viejecilla que vive cerca de Rush, en Nueva Jersey. Casi al mismo tiempo, la hija de “Andy” encuentra en el escritorio de trabajo de Rey de picas una novela que despierta su curiosidad; al terminarla de leer manifiesta al padre que ese autor desconocido es un sexista repulsivo, y comienza a hacerse preguntas acerca de la identidad de ese autor.

Rush enfrenta la acusación de plagio de la mano del abogado de su editorial, quien se encarga de, en una sola audiencia, desestimar las acusaciones. Sin embargo, Rush comete el error de llamar por teléfono e indagar en la vida de la viejecilla y de preocuparse por ella más de lo normal.

Pero ya no es Andrew Rush quien control la situación, sino su alter ego y a la vez seudónimo, Rey de picas, quien comienza a hablar al oído del escritor para llevar a éste y a la novela a terrenos perturbadores y francamente criminales. Por si fuera poco, Andrew Rush comienza a beber en exceso y a tener lagunas mentales. El protagonista empezará entonces a rodar por un precipicio sin asidero en qué detener su desplome.

Líneas arriba decía que la novela es un franco homenaje al relato El gato negro, de Edgar Allan Poe y es que es un gato negro, de nombre Satán, quien casi salva la vida de Rush en la cima de la novela para después volverse una presencia aterradora:

“-¡Satán! Vuelve al infierno del que nunca deberías haber salido.

Corría por detrás de la casa apuntando con mi rifle calibre 22, recién adquirido, a la lustrosa criatura de color negro que tuvo el atrevimiento, a diez metros de distancia, de detenerse en una esquina del granero, para volverse y mirarme con ojos burlones”.

Joyce Carol Oates no recurre a violencia social, ni narcotráfico -incluso la novela se desarrolla en localidades en las que en décadas no ha habido un solo crimen por asesinato- para mostrar la degradación mental del personaje.

Alejada de la grandilocuencia impuesta por la moda literaria sobre asesinatos, policías buenos, violencia gratuita, terrorismo, crimen organizado o narcotráfico, Oates teje más fino y se interna en la mente de un escritor de novelas de misterio para mostrarle al lector cuán frágil puede ser mantener el equilibrio de las personas supuestamente cuerdas.

De ritmo ágil y prosa elegante y sencilla, Rey de picas cumple su cometido: hacer pasar un buen rato al lector, sin que ni la prosa, ni la historia, ni el estilo resulten ramplones o banales.

Joyce Carol Oates, Rey de picas. Alfaguara, 2017.