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UN BLUES DE BANQUETA

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Desperté con resaca. Vi el Tonayán que quedó a la mitad hacia media madrugada y mantenía en el paladar el sabor a los tres Rohypnoles que había chupado para lograr dormir el pánico inducido por el crack. Revisé mi cartera: cuatro maroles más, ciento cincuenta pesos, una tarjeta telefónica con algo de crédito, un calendario del año corriente: 2004 y mi credencial de elector.

No quería gastar el poco dinero que me quedaba pagando un día más en ese hotel para toxicómanos, donde no había ni agua caliente, ni vista a la calle, ni nada limpio, ni siquiera podía encender el televisor ya que un día antes había cortado los cables del enchufe para procurarme cobre para armar mis pipas. Faltaban dos horas para que se venciera el cuarto; aproveché para bañarme y descansar el cuerpo, sabía que sería una jornada larga: caminar y caminar hasta encontrar algo de suerte; caminé las calles del Centro apagando el ansía con Tonayán, pero no hubo suerte. Ya había llamado a tres de mis contactos para saber si querían abastecerse de algo de droga (donde la compraba era a precio de mayoreo); ninguno quiso.

Ebrio, me di valor para visitar a mi hermana en el templo Hare Krishna de la calle Allende. Quédate un tiempo en el ashram de hombres, encontrarás la luz luego de unos días, me dijo; pero yo no quería encontrar la luz, yo quería vivir otras vidas aunque, a cambio, siguiera perdiendo la propia. Mi hermana me proveyó de treinta pesos y una hamburguesa vegana sabor cartón.

Caminé por Belisario Domínguez y frente a la Iglesia de la Inmaculada Concepción, en la Plaza de la Conchita, me senté a beber el León que recién había comprado, agregándome a un “escuadrón de la calavera” que se encontraba a un costado de la Capilla de dicha plaza. Me parecía irónico que estuviéramos bebiendo allí, a un costado de la capilla en la que (en el s. XIX) iban a dejar los cadáveres de las personas en situación de calle. Un anciano que venía de trovar en los camiones se detuvo en el grupo para apagar la sed, ya achispado nos ofreció, de menos, una hora de concierto gratuito. Un policía nos pidió que nos moviéramos porque, según él, ya traíamos mucho escándalo y dábamos mal aspecto; miré a mi alrededor, sólo vi fachadas desconchadas, casas semiderruidas y un sartal de pordioseros durmiendo sobre las bancas, montones de niños y adolescentes inhalando activo o rolando el toque, uno de ellos se estaba lavando los pies y los sobacos en la fuente.

El sol cayó. Para entonces había forjado relación con dos carnales que me estuvieron convidando de su yerba a cambio de tragos de mi caña. Ámonos para La Montero, propuso uno de ellos, allí los azules no nos chingan a los que armamos desmadre. La Placita de Montero se encuentra sobre un callejón que desemboca a la Plaza Garibaldi, supuse era un espacio de tolerancia para que allí nos mantuviéramos sin mezclarnos con los turistas que acudían al Guadalajara de noche, al Tenampa o al Salón Tropicana. La música colmaba la plaza grande; grupos enteros de mariachi tocando en distintas partes y todos al mismo tiempo, nudo de cantos, guitarras y trompetas; músicas arrejuntadas en una sola melodía a destiempo transmitida en vivo por el aire.

Éramos alrededor de veinticinco, comentando esto y aquello, lo mismo que fumando de este y de aquel. Llegaron las preguntas: ¿cómo te llamas?, ¿qué haces para sobrevivir?, ¿qué te trae por acá que no te conocíamos? Respondí con la verdad: Me llamo Mario, revendo droga a veces, vago las más, me empleo aquí o allá si hay chance, aparte hago poesía. Animado por la concurrencia, la caña, la mota y los bazucos que roló un viene-viene de la zona, fue allí, con los hijos malqueridos del pueblo, con los malquistos, donde di mi primer recital (leí unos afectados versos que llevaba anotados en mi cuaderno). Hasta me aplaudieron mi falta de talento; hasta me sentí importante.

Habían dado las dos de la mañana. Sin posibilidad de pagar un hotel o arribar al metro para caerle a algún conocido, comencé a buscar un lugar donde poder dormir. Vi que junto a los arcos del Mercado San Camilito había unas cajas de cartón, mas no me animé a quedarme allí; pensaba dirigirme a la Plaza Pensador Mexicano, afuera del Teatro Blanquita, pero un edificio abandonado frente a Garibaldi, justo pasando Eje Central casi esquina con Pedro Moreno, me atrajo como la luz a las polillas o la mierda a las moscas.

Estaba tapiado por dos hojas de madera de más de dos metros de alto y dos de ancho unidas por una cadena, pero había entre ellas una ranura. Mi intención era subir hasta la azotea de aquel edificio en ruinas, desprovisto de las paredes del frontispicio y algunos muros interiores. Una ciega oscuridad envolvía el cubo de las escaleras, tuve que ayudarme con mi encendedor para iluminar los peldaños y evadir las alimañas que habitaban las paredes.

Conforme ascendía comprendí que aquel había sido un edificio de viviendas, que lo más probable es que quedará inhabitable desde el gran terremoto. Era imposible acceder a los cuartos del primer piso, bloqueados por montones de escombro; en el segundo piso sí pude penetrar pero atestigüé que el mismo carecía de paredes; en el tercero algo llamó mi atención, a la entrada de lo que debió haber sido un departamento había una cortina por puerta, pasé y en la primer instancia no había nada, estaba libre de escombros, accedí a una segunda habitación, también vacía, pero a la cual llegaron unos susurros. Asustado, desorientado y ebrio, traté de salir rápido de allí, y sin poder mantener la flama del encendedor perdí el norte; para ubicar la salida recargué la espalda sobre lo que creí era un muro, pero caí de nalgas, no era una pared, era un sarape colocado a manera de tapia.

Casi veinte rostros cochambrosos, chupados de droga y vida dura me observaban. Desde el suelo pude contemplarlos, a la luz de una vela que mantenían prendida; me di cuenta que había caído en la madriguera de un montón de niños de la calle. Sus ojos, siempre fijos, refulgían en la lobreguez; su olor a pies, a mugre y solvente impregnaba el aire, ya de por si viciado, de aquel cuartucho. La mayoría estaban acostados en hilera, unos juntos a otros, sin distinción de edad o sexo, otros yacían en cuclillas recargados sobre las paredes chupando sus estopas, sólo dos estaban de pie. Uno de ellos comenzó a reír con torpeza, como en cámara lenta. Qué tranza, la banda, proferí. Qué pasión, carnalito, mencionó uno de los de a pie. Nada, acá buscando donde dormir.

Fui bien recibido, mi temor a que se mostraran hostiles pronto se desvaneció. Acá es tu cantón, compa; acomódate, mencionó uno que le decían “el Mono” y, acto seguido, le dijo a “el Pipas”, Sírvele al compa. “El Pipas”, un chaval de unos dieciséis años, esquelético y harapiento, empapó una estopa con solvente y me la pasó. Lo tomé como un rito de iniciación (donde fueres haz lo que vieres) y comencé a inhalar, primero sólo por la nariz, pero la sensación refrescante en mis vías respiratorias hizo que también la absorbiera con la boca.

Todo se disolvió, mis músculos y articulaciones se distendieron, mi cerebro se relajó y el tiempo, aunque seguía pasando, ya no dolía. Me preguntaron quién era, les dije mi nombre pero añadí como anzuelo la mentira de ser sobrino de una tal doña Elva. Ah, la que tiene la fonda en Violeta, ¿no?, preguntó una chavita que se encontraba ensarapada y tumbada entre dos durmientes que roncaban; asentí con la cabeza, entonces incorporó el tórax y recargó el peso sobre sus codos hincados sobre el suelo; era una niña, ni siquiera tenía pechos y sospechó que ni siquiera había menstruado y ya habitaba el olvido. Esa señora es rebuena onda, luego nos da comida, manifestó; algunos más afirmaron aquello con gestos de aprobación. La mentira rompió el hielo, me tomaron confianza y adoptándome como un miembro más de su clan de marginados, empezaron a contarme menudencias sobre la tal doña Elva, cosas como: El otra vez nos dio todas las albóndigas que le sobraron de la vendimia o La agua de horchata le queda bien chingona.

Uno de los chavales me despertó. No supe en qué momento me quedé dormido, sentado y recargado sobre uno de los muros. Alguien había descorrido el sarape que fungía como puerta de aquel cuarto de aproximadamente 4 x 4. Nadie tenía reloj pero “la Pulga”, un chaval de unos diez años, mencionó que eran como las ocho de la mañana. Con algo de luz los pude ver con más detalle, aquel ejército de niños, esa multitudinaria familia donde se procuraban y cuidaban unos a otros, andrajosos, macilentos, famélicos, recubiertos de jiotes y costras de mugre, no creían en cuentos de hadas.

Vamos a formarnos al Comedor, si no no alcanzamos pitanza, mencionó “el Mono”. Salimos en bola, sólo un par decidió seguir durmiendo. Cruzamos Eje Central y nos metimos por Perú para doblar por el andador De la Concepción, a un costado de la Capilla de la Conchita (que nos daba la espalda igual que el mundo entero) engrosamos la larga fila de indigentes formados para poder merendar en el Comedor Comunitario Vicentino. Nos sentaron en una mesa larguísima junto a muchos otros menesterosos, un equipo de voluntarios nos sirvió sopa, arroz, frijoles, dos tortas de papa más un bolillo, agua de limón y una gelatina roja. Cuando salimos, otra vez nos dirigimos juntos hacia el edificio; antes pasamos por Garibaldi y de la basura comenzaron a sacar botellas de refresco usadas, yo aproveché la vinatería 24/7 que está en plena plaza para comprar dos Aspirinas y una pachita para alivianar la cruda.

Ante la luz del día pude ver los huesos y articulaciones de aquel edificio derruido, pude sentir el abandono y los fantasmas vivientes que lo recorrían día a día utilizándolo de nido. Los hombres vaciaron pizcas de detergente y una tapa de Vel Rosita en las botellas, las jovencitas se relamían como gatas, aprestándose a ver qué se levantaban en la calle. “El Coso”, que era una especie de líder, llegó cargando una cubeta de agua que le llenaron en un estacionamiento cercano, todos sumergieron sus botellas con jabón, las taparon, agitaron y agujeraron las tapas. Vamos a limpiar parabrisas, güey; nos toca de a tres por semáforo, de aquí hasta Bellas Artes, o ¿traes jale?, me preguntó “el Mono”. Sí, voy ir a hacer un bisne para sacar unos fierros, carnaval, pero nos vemos acá al rato, ¿a qué hora retachan? Luego de meditarlo, respondió, En unas cuatro horas, rey; y pus quien quiere ganar más, pos se queda más tiempo.

Afuera de El Blanquita me encontré con un cábula. Le dije que me había ganado la noche y ya no me pude ir a enchinchar la casa de mis padres. Me invitó un pulque en La Antigua Roma; le mencioné que quería vender unos Rohypnoles para comprar algo de yerba; él me dio veinte pesos por cada uno. Invitó el otro pulque y nos despedimos. Compré cuarenta de marihuana en la calle de Chile, en una vecindad que flanquean dos tiendas de vestidos para novias; me comí unos hot dogs de a 3×10 y me metí a la iglesia de San Lorenzo a guarecerme del calor.

Regresé a la madriguera a eso de las tres; una chavita y su pareja, ambos de unos trece años, estaban copulando sobre un montón de cascajo cubierto con cartones. Me introduje al cuarto, me fumé un toque y dormí el resto de la tarde. Cuando desperté, el cuarto estaba atestado; el calor que despedían los cuerpos y el activo de sus monas formaban una atmosfera fétida. Uno de los chavos dijo, Fuimos a comer onde tu tía Elvita, te llamas Mario Pedro, ¿no? Respondí que sí, aunque soy Mario a secas. Salí del cuarto y oriné sobre una trabe, a un lado, un cerro de botellas amarillas de limpiador para PVC se erguía. Entré de nuevo al cuarto y la pareja de novios que vi en acción cuando llegué, se despedía. Nomás voy ir un rato, el señor va a pasar aquí en la esquina por mí… me va a dar quinientos varos, decía ella. No hay pedo, flaquita, nomás dile que use condón el culero, no te vaya a hacer un chamaco, ¿no?, le respondió el novio.

Durante la noche de viernes corrió Tonayán y el sempiterno activo, yo saqué marihuana y, cosa que me sorprendió, “El Pipas” y otro carnal llegaron con unos dos gramos de piedra y comenzaron a repartirla; casi nadie quiso, preferían el activo; yo si me serví de menos unas cinco veces. En la madrugada, cuando la intoxicación había llegado a su punto álgido, alguien me preguntó por qué me había ido de mi casa. Creía que si no salía de ese barrio no me dejaría de drogar, pero me sigo drogando, respondí; aunque por debajo de la respuesta se mantenían ocultas desdichas, odios sembrados, maldiciones que-incineró-el-destino

Algunos críos aprovecharon el tema y contaron sus experiencias, casi todas coincidieron en la pobreza excesiva y la violencia extrema, factores que los empujaron a buscarse la vida en las calles; dos de las niñas narraron abusos sexuales, una por parte de su papá y la otra por parte de un tío y un hermano que la chantajeaba con revelar lo del tío. También hablaron de albergues, recuerdo que nombraban uno llamado Albergue Coruña, Y está peor que aquí, allí algunos cuartos son de lámina y te tratan como perro, mencionó “El Pulga”. Las historias subieron de tono, experiencias fortísimas se sirvieron al calor del momento. Sigue sorprendiéndome su código de lealtad, la manera en que se protegían unos a otros, en especial a las mujeres, que aunque se prostituían desde pequeñitas, los otros estaban al pendiente de quién se las llevaba y a qué hora las regresaba. Hablaron largo y tendido acerca de un “gringo” que producía filmes porno con ellas, y algunos de ellos; de sus catarsis brotaron palabras como: cerdo, lubricante, oral, camarógrafo…; una de las chicas hizo hincapié en unos-dólares-que-resultaron-pesos y en unos-pinches-Tin-Larines-que-no-eran-el-oso-de-peluche.

En la madrugada nos dio hambre. Afuera de los cuartos, junto a un muro ahumado, prendimos una fogata que alimentamos con basura. En una olla vaciaron agua, tortillas, unas cuantas legumbres, alguien sacó unos pedazos de carne cruda, otro dos piezas de pollo rostizado, de eso se hizo un caldo que rezumaba espuma, algo que olía agrio y que parecía comida para cerdos. Decidí no comer, fumé en la azotea mientras observaba la Plaza Garibaldi, llena de ebrios y mariachis.

Esa noche el cuarto estaba a reventar, casi treinta cuerpos metidos en ese cuartito, la mayoría, sentados o en cuclillas, moneaban, sólo una parte dormía; me agarré un pedazo libre entre los cuerpos y me tumbé, me puse la mochila de almohada y me tapé un sarape. Muy temprano, algunos miembros de una A.C. llegaron, lámparas en mano, a brindar asistencia y realizar un censo. Sentí vergüenza cuando me apuntaron con la luz preguntándome mi nombre y edad, y me dieron un sándwich y un jugo. Había llegado la hora de irse, no iría a limpiar parabrisas, no paraba de pensar que algún conocido podría reconocerme. Salimos en bola con nuestras botellas y franelas en mano, pero a la menor oportunidad me les perdí. Uno de ellos alcanzó a verme, mostró una mueca de decepción. Abandoné la botella con jabón y la franela en una banca de la Alameda. Me metí al metro Hidalgo rumbo a casa de mis padres.

En el trayecto, apenado por mi aspecto y olor, me senté en un rincón del vagón y hundí la cara entre mis brazos simulando que dormía, pero pensaba en esas calles donde la miseria señorea, en esos escuincles que habían perdido su inocencia y que su mala estrella los obligó a madurar antes que temprano, niños que habían visto y vivido lo que muchos hombres maduros no, lo que muchos sexagenarios no podían ni imaginarse, condenados a la hostilidad de las calles y las gentes, a la indiferencia de la sociedad y del gobierno; pensaba en esos invisibles, esos nadie, insólitos supervivientes, víctimas de la marginación, la violencia, la discriminación y la pobreza, esos ángeles parias anclados a la banqueta y que viven en el éter y respiran thinner, pegamento o limpiador de tuberías.

VÉRTIGO: EL ESPÍRITU DE LA ÉPOCA

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lisa Corona Aguilar (Ciudad de México, 1981) es una escritora mexicana que obtuvo el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, Certamen Internacional de Literatura 2013, por el libro El desfile circular. Ensayo sobre el carrusel, la rueda de la fortuna y la montaña rusa. Su obra más reciente antecedente del anterior es una reflexión sobre el vértigo como enfermedad, no “excitación y glamur”, según señala Naief Yehya en el prólogo: El doctor Vértigo y las tentaciones del desequilibrio. “Una mañana cualquiera”, Elisa despertó y al abrir los ojos e incorporarse, sintió “una ola dentro de la cabeza”, “como la visión que se siente arriba del juego mecánico de las Tazas de la feria, como la llamada ‘cama loca’ de los borrachos”.

Este es un extracto de la conversación con Elisa Corona Aguilar respecto de su libro, efectuada en un café de la colonia Nápoles, los días previos a su regreso a la ciudad de Nueva York donde vive desde hace algunos años.

Entre El doctor Vértigo… y El desfile circular… existe una relación basada en la diversión extrema, por llamarle de alguna manera. ¿Cuando escribiste El desfile… ya padecías de vértigo?
Sí, me enfermé de vértigo y empecé a escribir El doctor Vértigo, antes que El desfile…; del Doctor llegué a la historia de Washington Ferris, el constructor de la rueda de la fortuna, y me di cuenta de que ahí había otro libro. Terminé El doctor… que iba a salir en unas ediciones llamadas Minotauro, una colección de Mauricio Ortiz sobre escritores que hablan de sus enfermedades, y hubo problemas con la editorial, parece que tuvieron que cerrar, y el libro se quedó guardado. Empecé a escribir El desfile circular… a partir de la historia de la montaña rusa y me di cuenta que la feria y el vértigo domesticado era todo un tema. Cuando enfermé de vértigo, empecé a preguntarme ¿por qué toda la vida me han gustado los juegos de feria, de velocidad y vértigo, y nunca me habían hecho mal, nunca me había pasado nada raro? Un día enfermas de vértigo y ya no te puedes subir a estos juegos. Me interesó la cuestión del mareo y la velocidad que están socialmente insertadas. No había un estudio que hablara de eso.

Tuve que ir a una biblioteca en Nueva York a investigar, porque no había nadie que hubiera escrito específicamente sobre las ferias y el placer de marearse, el placer del vértigo. Encontré un montón de libros de coleccionistas de carruseles y un libro perdido sobre las montañas rusas, su arquitectura y cómo se construían, pero eran referencias más bien de fans, de amateurs, gente con la obsesión de subirse a esos juegos, pero no un estudio más cultural que explicara por qué nos gusta hacer eso. Es una historia que a nadie le importa, que pasa desapercibida y sin embargo sigue inserta totalmente en la cultura.

Volviendo al doctor Vértigo, ¿cuánto tiempo pasa desde que comienzas a padecer vértigo y empiezas a darle forma a este ensayo?
Fue bastante rápido. Cuando me enfermé, encontré al doctor Vértigo mes y medio después, me curó y nos volvimos amigos; además teníamos intereses muy raros los dos. Él es una persona con intereses extraños y obsesivos: le interesan las guitarras y llega hasta el fondo de cómo funciona la guitarra… por eso nos volvimos tan cercanos. Recuerdo que cuando ya no era su paciente le dije que quería hacerle unas entrevistas y escribir un libro sobre el vértigo porque hay un misterio en todo esto, por eso me interesó escribirlo; cuando te enfermas nadie sabe lo que tienes: los doctores tampoco saben y te dan pastillas que no son para eso. Platicando con Jorge, el doctor vértigo, me dijo lo mismo: nadie sabía que tenían los pacientes de vértigo, se los pasaban unos a otros y que él quería investigarlo realmente.

¿Cómo diste con doctor Vértigo?
Una amiga muy cercana me pasó el dato: ella padecía de vértigo y que había encontrado en internet un lugar llamado mareo.com.

Mareo.com es un gran nombre…
Fue el nombre perfecto. Así fue como encontré a Jorge y para mí había algo muy claro, que él era la persona especializada porque los otros médicos siempre tienen la mitad de la información, por eso es tan misterioso el vértigo. Un neurólogo tiene toda la información del cerebro pero no tiene realmente una idea clara de cómo se conecta eso con el oído y además los neurólogos se sienten la crema y nata de la medicina.

Como otorrino, Jorge pensó que su carrera iba a consistir en atender gente con gripa, con narices chuecas y arreglarlas, pero se dio cuenta de que el vértigo le interesaba más, sobre todo por la tecnología relacionada; es tan difícil medirlo que había como mil aparatos para hacerlo. Hacen pruebas con sonidos para que escuches ciertos timbres y saber si estás escuchando bien, te hacen pruebas con un casco con unas cámaras por dentro. Jorge lo vio en una clínica y dijo “para que lo compro si yo lo puedo hacer” y lo hizo. Sus obsesiones tecnológicas y vertiginosas lo hacen el mejor médico en esto.

Hay una relación entre el doctor y la tecnología para crear vértigo y eso se parece mucho a los juegos de la feria…
Es muy interesante cómo te provocan vértigo. Nuestro sistema del equilibrio está diseñado para el mundo tal y como es, el mundo natural, entones, ¿qué le provoca vértigo a ese sistema? Pues alguna anomalía en el mundo natural o alguna anomalía física, como me pasó a mí. Es algo tan oculto porque no está en un solo campo de la medicina: está entre el oído, la mente, la visión y el tacto; por eso se han tenido que inventar cosas tan raras para medirlo. Yo veo que es algo a lo que se le ha puesto más atención a partir del avance de la tecnología. Van de la mano porque, por ejemplo, los primeros automóviles que para nosotros eran lentísimos, en su época la gente que decía o sospechaba que eso le hacía daño al organismo porque no está diseñado para esa velocidad; después se descubrió que no, que podías llevarlo al límite. El sistema del equilibrio no se puede estudiar si no hay una tecnología que lo equipare o que lo ponga a prueba. No es un sentido del que nos demos cuenta a menos que deje de funcionar: a menos de que te caigas te das cuenta de que todo el tiempo tu cuerpo está haciendo un esfuerzo para mantener el equilibrio. Por eso a Jorge le interesó tanto el tema, porque le interesa la tecnología, le interesa inventar aparatos cada vez más extraños para medir cosas que puedes hacer con el cuerpo.

 Ahora, creo que uno de los valores que tienen los libros, y es algo que tiene el tuyo, es darle a las palabras su verdadero significado. La palabra vértigo ha perdido su significado real y se frivoliza.
Lo que me parece muy importante de la palabra es la frecuencia con la que se usa porque eso implica un deseo. Es un deseo de la época: sentir vértigo es un deseo de la cultura, parece algo muy emocionante y algo muy atractivo, algo que está bien visto. En otros tiempos, a lo mejor en una época clásica, el equilibrio era el deseo que todos tenían como el Partenón; en otros tiempos era un poco el caos y el exceso, como en el Barroco y ahora, ¿cuál es el deseo de la época? El vértigo, porque estamos en todos lados, en revistas, en libros, en todos lados aparece esta palabra… es un miedo pero también es un deseo. Dicen los psicólogos que los sueños son deseos: si sueñas con el vértigo es porque lo estás deseando. Entonces me parece que es un concepto que define nuestra época, queremos esta velocidad a la que van las cosas, sobre todo en las grandes ciudades como aquí o como en Nueva York. Todo va a velocidades vertiginosas y muy pocos son los que se pueden adaptar a eso. Incluso las drogas son para eso, para sentir vértigo, y son algo deseado y algo que se busca experimentar. Se trata no solo de darle ese valor a la palabra sino de ver porque la frecuencia de esa palabra en nuestro tiempo, porque hay una búsqueda de eso. Hay un atractivo en el vértigo.

En esta época todo el tiempo nos están diciendo que si comemos mucho huevo se incrementa el colesterol, o que la carne nos está matando junto con el planeta…
—La época es contradictoria. Por un lado buscamos la salud, el equilibrio perfecto, casi inalcanzable. Se nos vende la salud en todas sus presentaciones: deja de comer esto, usa esta crema, usa este complemento alimenticio para que encuentres salud y equilibrio; pero al mismo tiempo la época demanda velocidad, acciones. Nadie puede cumplir con estas exigencias de la época; entonces es una contradicción. Hay exceso de trabajo, velocidad, cambios tecnológicos, y al mismo tiempo hay que estar capacitados, en equilibrio para esa velocidad. Yo si creo que hay una contradicción de la época. Queremos que nuestra salud aguante, que aguante una montaña rusa, y que al mismo tiempo estemos perfectos de salud y que la apariencia física sea de perfección, equilibrio y estabilidad. ¿Cómo va uno a vivir en ese estado constante de aceleración si la salud es tan frágil? Porque como decía, el sistema del equilibrio no está diseñado para eso.

Se me ocurre pensar en una de las figuras de la modernidad: Hugh Hefner, un tipo que sobrevivió al exceso de trabajo, a las drogas hay gente que dice que trabajó dos semanas seguidas sin dormir— y es el héroe de muchos, un tipo que lo tuvo todo, una revista porno que además revolucionó todos los conceptos, sentado con sus conejitas de 20 años a sus 90 y tantos. Fue una figura que en la época del vértigo superó las drogas, el exceso de trabajo, la fama y la fortuna. Es un ejemplo perfecto de alguien que se insertó en ese vértigo de la época y salió ileso pero ¿quiénes pueden hacer eso? Muy pocas personas, creo, pueden abrazar el espíritu de la época.

—El libro, como todo ensayo, es un híbrido: es una especie de entrevista-perfil del doctor Vértigo, una historia del vértigo e incluye reseñas sobre libros y películas como Mr. Vértigo, de Paul Auster, o Vertigo de Hitchcock. ¿Qué opinas del ensayo contemporáneo?
—La ventaja del ensayo es que siempre hay mucha libertad, puedes hacer de todo un poco. Lo que me preocupa del ensayo actual es que siento que hay muy poco rigor. Bajo el pretexto de escribir ensayos se dice que “no tengo que hablar de todo, no tengo que haber investigado demasiado, o mi ensayo es personal, íntimo, entonces nada más hablo de mí mismo”. Creo que hay pocas personas que ensayan y que realmente escriben mucho, leen e investigan. El ensayo es una gran oportunidad de poder hacer algo íntimo pero creo que también se corre el riesgo de que se vuelva una escritura laxa, un entretenimiento, un pretexto para publicar diarios personales. En realidad, ¿a quién le puede importar eso?

Si se quiere ser ensayista hay que leer mucho y tener rigor porque no por ser ensayo significa que puedo echar flojera. A los novelistas se les pide que hagan su mejor esfuerzo ¿no?, a los poetas ni se diga; esa cuestión de tomar el ensayo como el patio de juego a mí no me encanta. Además ahora está la tendencia de la autoficción.

Está de moda…
—A mí me parece de flojera pensar que tu vida sea tan interesante que todo es autoficción, cuando solo estás hablando de tu reducida experiencia del día. Me parece que eso surgió por esa libertad que se tomaron con el ensayo. Yo prefiero un ensayo más riguroso porque además, para mí, hay entusiasmo en investigar y dar con esas conexiones que uno solo no hubiera visto. Tristemente, todo mundo cree que porque se aventó un rollo, escribe ensayo; para mí eso no vale la pena. Creo que hay gente que lo hace más en serio, pero espero que no sucumban al último grito de la moda.

 

Elisa Corona Aguilar, El doctor Vértigo y las tentaciones del desequilibrio. La Cifra editorial, 2017.                 El desfile circular. Ensayo sobre el carrusel, la rueda de la fortuna y la montaña rusa. 2014.

                                                                                                                           

EL REFLEJO DE LA SOCIEDAD ACTUAL EN LEÓN

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“El cuerpo está destinado a ser visto, no a estar todo cubierto”.

Marilyn Monroe

¿El arte representa el mundo real o irreal? ¿sirve como complemento al aspecto de las personas? Para resolver estas preguntas llega como cada año el FIAC.

El Festival Internacional de Arte Contemporáneo en León (FIAC) el cual concluye el 11 de noviembre, surgió en 1994 como ventana a las vanguardias contemporáneas del arte global; con el objetivo de acercar a los habitantes de León y a sus visitantes a todas las posibilidades que ofrece el arte contemporáneo.

En esta vigésima edición el FIAC nos ofrece una docena de propuestas artísticas de México, Estados Unidos, Canadá, España, Italia y República Checa; además de un ciclo de exposiciones y un simposio con 11 especialistas. El tema de este año es el #CuerpoSocial como base de todo el festival, desde las esculturas, pinturas y puestas en escena.

En entrevista el director del Instituto Cultural de León, Carlos María Flores Rivera, señaló que para esta edición del #FIAC se podrá apreciar todas las bellas artes y sus nuevas maneras de expresión; desde artes visuales, artes digitales, diseño, moda, música y artes escénicas, no solamente teatro.

Carlos María, aseguró que el arte contemporáneo está buscando espacios de reflexión sobre la composición del cuerpo y la tecnología, el acceso que se tiene a ésta hoy en día, y la situación de la sociedad en la que vivimos.

La ciudad de León, destacó, ha logrado una presencia nacional e internacional, a partir del crecimiento industrial y económico, lo cual abre oportunidades para atraer públicos para este tipo de eventos. Así, se espera la asistencia de al menos 10 mil personas.

Sin duda alguna, León nos ofrece un sin fin de actividades y de delicias que no puedes dejar pasar.

 

Alexis Jiménez Calderón.

LOS DESTERRADOS DEL DÍA

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l finado escritor mexicano Daniel Sada acostumbraba decir que era mucho más difícil para un escritor publicar un buen libro de cuentos que una novela. Afirmaba lo anterior porque creía que, mientras la segunda es un cuerpo unitario que puede tener ciertas máculas sin que estas afecten demasiado el resultado final, los cuentos deben ser construidos con precisión de relojero y pasión de ebanista. En un volumen de relatos es mucho más fácil que el lector se percate de que alguno de ellos es deficiente: basta compararlo con la calidad media de los demás. Pensemos en una dentadura en la que algunas de las piezas son perfectas y otras están rotas o amarillentas: esa es la impresión que da un cuentario desigual.

El cuerpo de la noche, de Fernando Yacamán (Ciudad de México, 1985) da la impresión de ser una sonrisa dispareja. Todos los relatos están construidos con eficacia, pero hay algunos que sobresalen. La apuesta del autor es hacer un compendio de historias que abarquen a esos personajes que se mueven entre fronteras: ya sea la del la razón con la locura, la pasión con la templanza o el vicio con la virtud, mostrados a través de doce relatos que lo mismo llevan a las zafras sureñas que a los caminos del norte del país y que lo mismo son protagonizados por treinteañeras borderline que por citadinos alienados. Yacamán se mueve también, al igual que sus personajes, entre el delirio y lo tangible: sus relatos lo mismo pueden ser lo mismo de una sofisticada fantasía que de un sólido realismo.

Algunos de los relatos del volumen cumplen con creces su función de perturbar y maravillar al lector: Norte de sur muestra con claridad las contradicciones internas a las que se ve sometida una mujer que acaba de terminar una relación enfermiza y que se percata que lo patológico reside en ella; El sapo reinterpreta la leyenda de un peñasco boliviano que asemeja al animal del título con resultados insospechados para un turista; Zafra es una alegoría magnífica de la virilidad salvaje de un hombre del trópico; Crónica de un hombre fragmentado utiliza con ingenio la supresión de palabras y cambios de sintaxis para mostrar la fragmentada psique del protagonista. Sin embargo hay otros que no alcanzan el nivel de los primeros: finales no trabajados más que abiertos; repetición constante de tópicos que sugieren una limitada capacidad metafórica –los “viejos con rostro de calavera”, por ejemplo–, o el uso de elementos mágicos que promete y que al final quedan en mera utilería –el libro rojo–. Además, en algunos de los relatos, especialmente los enunciados en primera persona, se percibe una uniformidad en el discurso que no le ayuda al lector a diferenciar uno de otro: pareciera que es el mismo narrador en distintas situaciones y no la diversidad de voces y personalidades que es la apuesta del autor.

Por otro lado, los textos de El cuerpo de la noche se hacen acompañar por una serie de fotografías en blanco y negro que complementan el trabajo narrativo. Algunas de ellas son utilizadas con eficacia, pero otras pareciera que están ahí simplemente para completar la premisa visual. Además, la calidad de impresión del libro no permite disfrutarlas en toda su belleza.

En conclusión: Fernando Yacamán es un prosista eficaz, con atisbos hacia lo sublime. Es posible que, con una mejor curaduría, su trabajo narrativo habría lucido mucho más. Será necesario seguirle la pista para disfrutar de sus trabajos por venir, ya que muy seguramente serán sorprendentes en el mejor de los sentidos.

Nota: para adquirirlos, se sugiere utilizar la plataforma Amazon.com.

Fernando Yacamán, El cuerpo de la noche. Abismos casa editorial. 2017

MI CASA ES HIROSHIMA

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uienes por el misterioso azar de la literatura nos hemos topado con la obra de Felipe Polleri (Montevideo, 1953), nos hemos hallado con una belleza extraña. Extraña por su prosa de vuelos oníricos, humorísticos, atrabiliarios o reflexivos, pero que es todo menos dulzura rezumada, sino violencia expresionista, crudeza de la humanidad abierta y desnudada por una pluma escalpelo.

La vida familiar (Librosampleados, 2017) es otra de las breves pinturas a lo Francis Bacon con las que Polleri retrata su mundo. Un sitio literario poblado de artistas y creadores perturbados, soñadores malogrados, imaginería apocalíptica y demonios personales que lo acosan en casa o en la página, forjando una estética que lo ha convertido en uno de los escritores más singulares y ya no tan ocultos del lado oriental del Río de la Plata.

En esta ocasión, el uruguayo se vuelca sin miramientos sobre nuestro núcleo social primario. Pero en el estilo agudo e incisivo de Polleri, la familia será todo menos una institución sagrada, respetable y afín a las buenas costumbres. Se trata de “una cámara de torturas, diminuta, atestada, claustrofóbica” (16), un sistema de convivencia basada en la explotación física y artística como en “Cigarrillos y sardinas”, pieza que narra los anhelos de venganza de un escritor-futbolista que sostiene a los suyos arrastrándose por una moneda en partidos transmitidos en televisión nacional.

La familia, en este libro demoledor, es un salvaje ecosistema donde padres, hijos, tíos, primos y abuelos se atacan, se desgarran y se victiman mutuamente con el sólo fin de proteger la propia vida:

Lo más común es estrangular a la madre con el cable del teléfono, aunque ahora, debido a los celulares y a los teléfonos inalámbricos, se estén estudiando otras soluciones. A los hijos, por ejemplo, se los echa de la casa para que terminen matándose con una sobredosis de alguna porquería. A los tíos, generalmente violadores de sus propias sobrinas cuando eran niñas, se los castra y despedaza para después, bien adobados, ir despachándolos en forma de asado al horno. A las abuelas se las interna en una así llamada <<casa de salud>>, donde se soborna a una de las cuidadoras para que no les dé los remedios, o para que les dé los equivocados y, en fin, para que se encargue del asunto lo más pronto posible. E insisto: no se trata de falta de amor, o desamor, sino de supervivencia… (16)

En este entorno, la resistencia a los maltratos y los malentendidos continuos es la cualidad más preciada para sobrevivir. Los asideros para soportar la trágica cotidianidad con nuestros seres amados son escasos. Están la fuga en ciudades apocalípticas y estériles, llenas de agentes secretos (“Un viaje con mis padres”) o el consuelo del mundo de los psicofármacos (“La dirección”). En su extremo, llevan a la violencia reivindicativa, como en los matricidios sorpresivos pero a intervalos regulares con que los hijos restablecen la justicia simbólica en una aldea (“El sueño africano”); o a la metódica tortura de mantener la existencia degradada de un pariente envejecido que ya ha visto desaparecer todos sus amores y placeres (“Contra la eutanasia en el núcleo familiar”).

Ante estas alternativas, casi románticamente, sólo el arte ejercerá de fuego purificador que barrerá las afrentas y permitirá continuar con la vida. El ataúd de la escritura para preservarse de la vergüenza que nuestros ensueños y pesadillas artísticos causan a nuestros parientes. “El mundo real es espantoso. Prefiero vivir entre los cuchillos de mi imaginación” (29), dirá otro personaje, un enloquecido hacedor de máscaras que ha matado a su madre.

Los diez cuentos de La vida familiar retratan dolorosa y grotescamente las miserias y las infamias de nuestros seres más cercanos. Exhiben como un gran guiñol las bajezas en nuestras casas, mientras azotan el avispero sentimental de nuestros rencores más íntimos.

Mientras pensamos con mala sangre en nuestras rencillas y venganzas secretas, Polleri dibuja nuevamente el sinsentido, la furia, la voluntad destructiva hacia los otros, la dosis de monstruosidad individual que también forman parte de eso que hemos llamado condición humana. Y es que desde el corrosivo humor negro, la imagen perturbadora y la lógica del delirio, el autor uruguayo nos recuerda que uno no está a salvo de las bombas de Hiroshima ni siquiera en el cálido seno de mamá.

Felipe Polleri, La vida familiar, México, Librosampleados, 2017, 105 páginas.