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HISTORIA PERSONAL DEL CHOPO (TIANGUIS CULTURAL DEL)

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Con la llegada de los años 90, el CCH-Naucalpan como segundo hogar y el Grunge y el Metal en pleno tête à tête, las calles de Aldama, Sol y Luna, en la colonia Guerrero, fueron algo así como las coordenadas de una peregrinación sagrada, lo más parecido a la visita que todo buen musulmán debe hacer, por lo menos una vez en su vida, a La Meca. Todo aquel que se vanagloriaba de ser amante del rock, en cualquiera de sus modalidades, géneros, subgéneros y demás, tenía el deber y el compromiso de ir cada sábado al tianguis del Chopo a darse una vuelta; si había dinero, algo se adquiría, si no, con sólo ver bastaba: discos, cassettes, posters, libros, playeras, botones, accesorios, y todo lo relacionado (como religiosamente aseguraban los promotores y locatarios del tianguis) con la cultura del rock. Pero, lo más importante, el espíritu del trueque o intercambio (uno de los principales motores que habían animado a la fundación del tianguis en el museo que alcanzara a inaugurar el General Porfirio Díaz), todavía se mantenía: se necesitaba tener cierta condición física en los brazos y en las piernas para cargar discos, libros y cualquier cháchara (aunque no estuviera relacionada con el rock) para dar las sacrosantas vueltas a todo el tianguis en busca de que alguien quisiera intercambiar o vender algo.

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Cuentan los que saben y fueron testigos, que Sinead O’ Connor, cuando vino a México, se dio su rol por el tianguis; obviamente fueron pocos los que la conocían y se percataron de su existencia, es decir, ni fu ni fa. En cambio, múltiples personajes, sobre todo de bandas metaleras, han causado revuelo en cuanto se dan su vuelta obligada por el tianguis para corroborar lo que han dicho revistas no sólo nacionales, sino extranjeras: el Tianguis del Chopo es el más importante de su tipo en todo el mundo, es decir, dedicado al rock; si lo dicen gringos y europeos que han viajado por todo el mundo, supongo que debe ser cierto.

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En la secundaria, en plena efervescencia del llamado Rock en tu idioma, tuve la fortuna de convivir con chavos (las chavas en ese entonces concentraban toda su atención en la telenovela Quinceañera) de diversos estratos sociales (aunque la mayoría éramos payos) y gustos musicales varios: El Tri, Ángeles del Infierno, Hombres G, Caifanes, Radio Futura, Banda Bostik, Los Enanitos Verdes, Iron Maiden, Haragán y Cía., Polymarchs, Patrick Miller… los realmente fresas (como un grupito de chicos bien que llegó durante unos meses como castigo por parte de sus papis), tenían acceso a Guns n’ Roses, Metallica, Skid Row, Poison, Cinderella, Bon Jovi, y ondas así; palabras como glam, hard-rock, heavy-metal eran nuevas para muchos de nosotros.

Menos para unos de nuestros compañeritos que tenía aspecto de matadito, pero no era así: con unos walkman metálicos y unos audífono cuyos cojines llamaban la atención por su color naranja, simulaba muy emocionado tocar la batería. De todo lo que nos decía, que sí este grupo, que si aquella banda, que si no sé qué, un nombre terminaba por imponerse: Def Leppard. También nos dijo que todos los sábados iba con su hermano al Chopo, que si queríamos, nos llevaba.

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Independientemente de que al tianguis se fuera a comprar, intercambiar o vender, después de un rato de dar varias vueltas, la recompensa tenía que ver con una elección: ponerse de acuerdo a qué lugar se iría a ingerir los reconfortantes e hidratantes jugos de cebada. En la esquina, frente al lugar que en otro tiempo albergó al Centro Artesanal Buenavista, estaba un local muy pequeño, administrado por “Chucho”, quien vendía cerveza y tenía una rockola de CD’s bastante capacitada; afuera, una de sus hermanas, estaba al frente de un comal: preparaba quesadillas, sopes y pambazos; aunque parecía ser más un pretexto para justificar aquello de la “venta de alcohol sólo con el consumo de alimentos”.

Lo verdaderamente importante es que la convivencia en ese lugar era en fraterna: rockeros de antaño que parecían haber quedado atrapados en la época de Doors o Rolling Stones, metaleros, punketos, urbanos, darketos y todos los especímenes de lo que algunos han calificado como tribus urbanas, se reunían a pasar un rato de sano esparcimiento y escuchar su música favorita; a los que eran más allegados a la administración, se les permitía quemar café, piedra y el consumo de otras sustancias, siempre y cuando no alteraran el orden. En la parte final del tianguis, un par de cuadras más adelante, estaba la tienda a la que acudían, principalmente, punketos y urbanos: sólo era cosa de comprar las caguamas y sentarse en la banqueta; la cantidad de banda que ahí le caía era considerable en la misma proporción que, en un momento dado, aumentaba la espesura de la vibra conforme avanzaba la tarde.

El Español, era (todavía lo es) otra de las opciones: saliendo del tianguis, pasando el eje que en ese tramo se denomina Mosqueta, se ubica la chelería (que en otro tiempo fue restaurante), donde metaleros son mayoría, luego siguen los darketos (los que quedan) y uno que otro punketo; el hacinamiento y el alto volumen, fueron siempre el sello de la casa. La Fama (más escondida, pasando El Español, como si fuera uno rumbo a la delegación Cuauhtémoc) también se convirtió en unos de los lugares predilectos de la banda chopera: lo que en sus inicios fue una cervecería más de corte familiar, con el tiempo se convirtió en punto de reunión de los asiduos al Chopo para el descanso después de la asoleada en el tianguis y el intercambio de experiencias, que se resumía en presumir las joyas adquiridas (principalmente discos compactos) durante la peregrinación. Algunos de los lugares, eran más clandestinos y estaban escondidos, sólo para iniciados; algunos cerraron, otros cambiaron de administración o modificaron definitivamente su giro.
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Apenas iniciado el nuevo milenio, una serie de circunstancias permitieron que el que esto escribe consiguiera el flamante puesto de administrador, junto con alguien más, de un local (que en realidad era una sucursal encubierta) en el Tianguis del Chopo: el puesto pertenecía al buen Richard, sin duda un especialista y una eminencia en el asunto del Metal, tanto así que, a pesar del inobjetable triunfo de los formatos digitales de música y la facilidad para descargarla prácticamente toda en la red, todavía conserva su local oficial en el Chopo dedicado exclusivamente a la venta de discos compactos originales e importados (en su mayoría) sobre el género ya mencionado; desde la banda más fresa, hasta la más brutal, se puede conseguir ahí, y si no, por encargo.

¿Qué fue lo rescatable de ese periodo? El incremento de la fonoteca personal: a veces compraba directamente el material con el dueño y otras, ante el pírrico descuento, lo sustraía y cada sábado depositaba una parte del costo del CD en la cangurera donde se guardaba el dinero de las ventas. A veces me tocaba ver a “Charlie Montana” paseándose (como una gran diva) por todo el tianguis, cual Axl Rose en una versión demasiado chafa. O al “Guadaña”, de la legendaria Banda Bostik, en la parte final del tianguis, casi siempre recargado en un coche con uno que otro integrante del grupo, acariciándose su impecable cabellera, mientras que algún fan se acercaba emocionado a pedir un autógrafo. Y cómo olvidar las interminables procesiones de la comunidad darkie: a pesar del despiadado sol, no se despojaban de sus atuendos de terciopelo o imitación de piel, mientras el copioso maquillaje blanco se les escurría de manera lamentable por toda la cara; el carnaval oscuro, de ninguna manera podía suspenderse.

Los contados jipitecas: sin duda encarnaban a la perfección la experiencia de quedarse en el viaje. Punketos de todos tipos y colores: desde aquellos que en verdad llevaban al pie de la letra la consigna de No hay futuro, hasta los que intentaban ser congruentes y poner en práctica el proyecto de vida basado en la autogestión. Metaleros de todos las tendencias: desde los que seriamente creían haber sido concebidos por la unión de su madre con Satán, hasta los que se preocupaban porque su larga cabellera luciera como la de una top model, sobre todo a la hora de girar la cabeza; uno que otro despistado se maquillaba tratando de emular a su banda satánica favorita, pero el monopolio legítimo del maquillaje estaba en manos de los darks. Aunque creo que lo verdaderamente inolvidable, era el hecho de llegar casi todos los sábados destrozado por la cruda, a las 10 de la mañana, armar el local, tratar de coordinar y atender a la clientela sin quedarse dormido; eso, muchas veces, fue un verdadero suplicio.
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He regresado de manera al Chopo, ya no con la misma frecuencia y el fervor de antes, sólo por cuestiones específicas, algún encargo, una chuchería, la esperanza de pescar algún disco que me falta en la colección. Como todo, las cosas han cambiado, el lugar se asemeja cada vez más a un domingo en La Lagunilla: predomina la venta de ropa (entre lo fashion y lo indie), en la calle, antes de entrar al tianguis, mucha banda del barrio, con aspecto de ese término entre prejuicioso y neto, denominado chaka, le ofrecen a uno (en voz baja) mota, pastillitas, cocoliso, piedrita; aunque eso no es para asustarse ni mucho menos es algo nuevo, lo que sí desconcierta es el escaneo que le aplican a todos, de arriba a abajo, como para verificar qué carga uno de valor. La banda que ofrece hamburguesas y sandwiches vegetarianos, todavía se empeña en su noble misión de compensar con un poco los excesos del personal (aunque −irónicamente− la mayoría de ellos refleja en sus ojos que han abusado de la Mary Jane).

La biblioteca Vasconcelos funciona con normalidad y con buena afluencia; a un costado, el tren suburbano parece cumplir con el propósito para el que fue hecho: trasladar a la gente de municipios aledaños al DF de manera rápida y efectiva; al interior de la terminal, un centro comercial ligeramente pretencioso y muy concurrido por todo tipo de personas, da la bendición a los nuevos aires que soplan alrededor del legendario tianguis rockero.
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Supongo que fue una persona bien intencionada, la que muchas veces cumple la función de alma caritativa, la que me llevó a lo que en sus inicios fue el Tianguis Cultural del Chopo: algo recuerdo de un museo, en el interior había acetatos, libros, revistas… yo no entendía mucho de eso, pero estaba maravillado ante el paisaje que se me revelaba; también recuerdo con precisión que uno de los que encabezaba el rito de iniciación de un niño de seis años en el mundo del rock, me insistía que The Beatles era lo mejor que existía en el mundo, el grupo más grande de toda la historia.

Por suerte, nunca le hice caso: yo estaba embobado con KISS, y recuerdo que incluso mi mamá me compró un par de acetatos en Discolandia. Reconozco, ahora a la distancia, la importancia de los Beatles, me gusta una que otra canción, pero en definitiva siempre se me hicieron muy ñoños y muy fresas.
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