Primera parte
Frank Sinatra, con un vaso de bourbon en una mano y un pitillo en la otra, estaba de pie, en un ángulo oscuro del bar, entre dos rubias atractivas aunque algo pasaditas, sentadas y esperando a que dijera algo. Pero Frank no decía nada. Había estado callado la mayor parte de la noche y ahora, en su club particular de Beverly Hills, parecía aún más distante, con la mirada perdida en el humo y en la penumbra, hacia la gran sala, más allá del bar, donde docenas de jóvenes y parejas estaban acurrucadas alrededor de unas mesitas o se retorcían en el centro del piso al ritmo ensordecedor de una música folk que atronaba desde el estéreo. Las dos rubias sabían, como también los cuatro amigos de Sinatra, que era una pésima idea entablarle conversación cuando estaba de ese humor tan tétrico, un humor que le había durado toda la primera semana de noviembre, un mes antes de que cumpliera los cincuenta años.
If I don’t see her each day
I miss her…
Gee what a thrill
Each time I kiss her…
Mientras Sinatra entonaba esta canción, a pesar de haberla cantado en el pasado centenares de veces, de pronto fue evidente para todos los del estudio que algo muy importante bullía dentro de él, porque algo también muy especial salía de él. A pesar del catarro, estaba cantando con fuerza y calor; se abandonaba y su arrogancia había desaparecido; en esta canción aparecía el lado íntimo de la muchacha que lo comprende mejor que nadie y ante la cual puede manifestarse abiertamente.
Sinatra había trabajado en una película que ahora le desagradaba y estaba deseando terminar, harto de toda la publicidad que había rodeado sus encuentros con Mia Farrow, la jovencita de veinte años que esta noche no había aparecido todavía; estaba enfadado porque el documental televisivo sobre su vida, hecho por la CBS, y que se proyectaría dentro de dos semanas, según se murmuraba, se metía con su vida privada e incluso especulaba sobre su posible amistad con jefes de la mafia; y preocupado también por su papel de estrella en un show de la NBC, de una hora de duración, titulado “Sinatra: el hombre y su música”, que le impondría la obligación de cantar dieciocho canciones con una voz que en este preciso momento, unos días antes de que empezara la grabación, estaba débil, dolorida e incierta. Sinatra no se encontraba bien. Era víctima de un mal tan común que la mayoría de la gente lo hubiera encontrado insignificante. A él, en cambio, lo precipitaba en un estado de angustia, de profunda depresión, de pánico e incluso furor. Frank Sinatra tenía un resfriado.
Sinatra con catarro es Picasso sin colores o un Ferrari sin gasolina, solo que peor. Porque los catarros corrientes roban a Sinatra esa joya que no se puede asegurar, su voz, y hieren en lo más vivo su confianza. No sólo afectan a su psique, sino que parecen provocar una especie de moquillo nasal psicosomático en las docenas de personas que lo rodean y trabajan para él, que beben con él y lo quieren y cuyo bienestar y estabilidad dependen de él. Un Sinatra acatarrado puede, salvando las distancias, enviar vibraciones a la industria del espectáculo y aún más lejos, casi como una enfermedad repentina de un presidente de los Estados Unidos puede sacudir la economía nacional.
Porque Frank Sinatra no sólo está involucrado en muchas cosas que implican a muchas personas –su propia compañía de películas, su compañía de discos, su línea aérea particular, su industria de piezas para cohetes, sus propiedades inmobiliarias en todo el país, su servicio privado de 75 personas–, una parte tan solo, por lo demás, del poder que tiene y representa. Parecía, ahora, ser también la encarnación del varón completamente emancipado, quizá el único en Norteamérica, el hombre que puede hacer todo lo que quiere, cualquier cosa, y lo puede hacer porque tiene el dinero, la energía y ningún sentido aparente de culpa. En una época en la que parece que los más jóvenes lo invaden todo, protestando y pidiendo cambios, Frank Sinatra sobrevive como un fenómeno nacional, uno de los productos de preguerra que aguanta la prueba del tiempo. Es el campeón que supo hacer un “retorno” triunfal, el hombre que lo había perdido todo para luego recuperarlo, sin dejar que nada se le pusiera por delante, haciendo lo que pocos hombres logran hacer: desarraigó su vida, dejó a su mujer e hijos, rompió con todo lo que era familiar, aprendiendo sobre la marcha que el sistema para conservar a una mujer es no encadenarla. Ahora tiene el afecto de Nancy, de Ava y de Mia, el delicado producto femenino de tres generaciones, y conserva todavía la adoración de sus hijos además de la libertad de un soltero. No se siente viejo. Hace que hombres viejos se sientan jóvenes; les hace pensar que si Frank Sinatra puede, es que es posible. No quiere decir que ellos puedan, pero sigue siendo agradable para otros hombres saber que a los cincuenta años eso es posible.
Pero entonces, de pie junto a aquella barra, en Beverly Hills, Sinatra tenía un resfriado y seguía bebiendo silenciosamente, y parecía estar a muchos kilómetros de distancia, en un mundo privado, sin reaccionar siquiera cuando el estéreo en la otra sala emitió de pronto una canción de Sinatra, In the Wee Small Hours of the Morning.
Se trata de una bonita balada que grabó por primera vez hace diez años y que ahora obligaba a levantarse y a deslizarse lentamente, muy agarraditas, a muchas parejas de jóvenes que se habían sentado cansadas de tanto retorcerse. La entonación de Sinatra, pronunciada con precisión y, sin embargo, llena y fluida, daba un significado más profundo a la letra sencilla: “En las horas tempranas/ mientras todo el mundo duerme profundamente/ tú estás despierto, y piensas en la chica…” Como en muchos de sus clásicos, era una canción que evocaba soledad y sensualidad. Combinada con las luces tenues, el alcohol y la nicotina, se convertía en una especie de afrodisiaco aéreo. Sin duda, las palabras de esta canción y de otras similares han inspirado a millones de personas. Era música para hacer el amor, y sin duda se ha hecho, por toda Norteamérica, mucho el amor a su compás: por la noche, en los automóviles, mientras se descargan las baterías; en las playas, en los atardeceres suaves de verano; en casitas a orillas del lago; en parques apartados y en elegantes áticos o en cuartos amueblados; en yates, en taxis, en cabañas; en todos los lugares donde se podían oír las canciones de Sinatra. Las letras animaban a las mujeres, las cortejaban y las conquistaban, cortaban las últimas inhibiciones y complacían los egos masculinos de ingratos amantes; dos generaciones de hombres han sido beneficiarios de estas baladas, por lo cual quedan eternamente en deuda; por lo cual puede también que lo odien eternamente. Y, sin embargo, aquí estaba él en persona, fuera de su alcance, en Beverly Hills, a altas horas de la noche.
Las dos rubias, que aparentaban unos treinta y pico de años, compuestas y acicaladas, con sus cuerpos maduros ceñidos en trajes oscuros, estaban sentadas con las piernas cruzadas, encaramadas encima de los altos taburetes del bar. Escuchaban la música. Una de ellas sacó un Kent, y Sinatra rápidamente acercó el extremo de su encendedor de oro mientras ella le cogía la mano y miraba sus dedos: tenía los nudillos hinchados y los dedos tan rígidos por la artritis que los doblaba con dificultad. Como siempre, estaba vestido impecablemente. Llevaba un traje gris con chaleco, un traje de corte clásico, pero forrado de seda vistosa; parecía que se había sacado brillo a sus zapatos británicos hasta en la suela. También llevaba, como todos parecían saber, una convincente peluca negra, una de las sesenta que posee, la mayor parte de las cuales están confinadas a los cuidados de una insignificante viejecita que, con el pelo en una pequeña bolsa, le sigue a todas partes cuando actúa. Gana 400 dólares a la semana. La característica más saliente de la cara de Sinatra son sus ojos azules claro, vivos, unos ojos que en el espacio de un segundo pueden volverse fríos de rabia, o brillar de afecto, o, como ahora, reflejar un vago recogimiento que mantiene a sus amigos callados y a distancia.
Leo Durocher, uno de los más íntimos de Sinatra, jugaba al billar en la pequeña habitación detrás del bar. De pie, al lado de la puerta, estaba Jim Mahoney, el agente de prensa de Sinatra, un joven algo grueso, con una mandíbula cuadrada y ojos pequeños, semejante a un rudo policía irlandés a no ser por los costosos trajes europeos que llevaba y sus estupendos zapatos, adornados a menudo de bruñidas hebillas. Estaba cerca también un actor alto, de noventa kilos de peso, llamado Brad Dexter, que parecía sacar el pecho para que no se le notara la barriga.
Brad Dexter ha aparecido en algunas películas y en programas de televisión, dando pruebas de buenas condiciones como actor de carácter, pero en Beverly Hills es conocido también por el papel representado en Hawai hace dos años, cuando nadó cerca de cien metros y arriesgó su vida para salvar a Sinatra, a punto de ahogarse en un torbellino. Desde entonces Dexter ha sido uno de los constantes compañeros del cantante y fue nombrado productor en la compañía cinematográfica de Sinatra. Ocupa una lujosa oficina al lado de la suite. Su misión consiste en la busca y captura de obras literarias que puedan convertirse en nuevos papeles estelares para Sinatra. Siempre que está con Sinatra entre extraños se preocupa porque sabe que provoca lo mejor y lo peor en la gente: hay hombres que se vuelven agresivos, mujeres que insinúan sus encantos; otros se le aproximan y lo examinan con aire escéptico. El ambiente se excita con su sola presencia, y a veces el propio Sinatra, si está fastidiado, como esta noche, se muestra intolerante y tenso, lo que se traduce luego en grandes titulares en los periódicos. Brad Dexter intenta prevenir el peligro poniendo a Sinatra en guardia. Confiesa ser su protector. Recientemente, en un momento de sinceridad admitió: “Sería capaz de matar por él”.
Aunque esta declaración puede parecer excesivamente dramática, en particular si se cita fuera de contexto, expresa, sin embargo, la feroz fidelidad tan corriente en el círculo íntimo de Sinatra. Es característico que, aun sin reconocerlo explícitamente, Sinatra parece preferir el “para siempre”, el “todo o nada”. Es el siciliano que Sinatra lleva dentro; no permite a sus amigos, si quieren seguir siéndolo, ninguna de las escapatorias anglosajonas. Pero si le son leales no hay nada que Sinatra no sea capaz de hacer a su vez: regalos fabulosos, cortesías personales, ánimo y estímulo en los momentos de depresión, adulación cuando están eufóricos. Es necesario, sin embargo, que no olviden una cosa. Él es Sinatra. El amo. Il padrone, el padrino.
El verano pasado, en el bar de Jilly, en Nueva York, la única vez que logré verlo de cerca en esa noche, pude observar algunas de las características sicilianas de Sinatra. El Jilly’s está situado en Manhattan, en la calle Cincuenta y Dos, Oeste; aquí es donde Sinatra bebe siempre que se encuentra en Nueva York. En la sala de atrás hay pegada a la pared una silla especial que le está reservada y que no usa nadie más. Cuando la ocupa, junto a una larga mesa y rodeado de todos sus amigos íntimos de Nueva York –entre ellos el dueño del local, Jilly Rizzo, y Honey, su mujer, la de la cabellera azul, conocida también como la Judía Azul–, se desarrolla un extraño ritual. Aquella noche aparecieron en la entrada de Jilly’s docenas de personas, amigos casuales de Sinatra algunos, simples conocidos, otros, e incluso quienes no eran ni lo uno ni lo otro. Todos se acercaban como a un santuario. Habían venido a rendirle pleitesía. Venían de Nueva York, de Brooklyn, de Atlantic City y de Hoboken. Eran actores veteranos, ex boxeadores, cansados trompetistas, políticos, un chico con un bastón. Había una mujer gorda que decía acordarse de cuando Sinatra solía tirar en su puerta el diario Jersey Observer, en 1933; parejas de mediana edad que habían oído cantar a Sinatra en The Rustic Cabin, en 1938: “Lo hemos conocido de verdad cuando estaba de verdad en su momento”.
O lo habían oído cuando trabajaba en la orquesta de Harry James en 1939, o con Tommy Dorsey en 1941: “Sí, esa es la canción: I’ ll Never Smile Again. La cantó una noche en ese local cerca de Newark y bailamos…” O recordaban la voz aquella vez en el teatro Paramount con sus fans y él con sus corbatas de pajarita; y una mujer traía a la memoria aquel odioso chico que entonces ella conocía, Alexander Dorogokupetz, un resentido de dieciocho años que había lanzado un tomate a Sinatra y que por poco no fue linchado por las adictas legiones de adolescentes. ¿Qué había sido de Alexander Dorogokupetz? La señora lo ignoraba.
Y se acordaban de cuando Sinatra había sido un fracaso y cantado basura como Mairzie Doats, y luego su triunfal reaparición. Esa noche estaban todos apiñados en la puerta del bar de Jilly sin poder entrar. Algunos se marcharon. Pero la mayoría se quedó esperando deslizarse en el bar abriéndose paso entre el público que se apretujaba en triple fila ante la barra, para poderlo ver sentado allá atrás. Lo que querían era esto: verlo. Lo contemplaban en silencio unos momentos, con los ojos abiertos a través del humo. Luego se volvían, se abrían paso trabajosamente por el bar y se iban a casa.
Algunos amigos íntimos de Sinatra, conocidos todos ellos por los hombres de Jilly que custodian la entrada, logran una escolta para llegar a la sala de atrás. Pero una vez allí se las tienen que agenciar por sí solos. En esta noche en particular, Frank Giffors, el ex jugador de fútbol americano, logró avanzar tan sólo siete metros en tres intentonas. Muchos no llegaron siquiera a estrechar la mano de Sinatra, pero pudieron al menos tocarle un brazo, o bien se acercaron lo bastante para que los viera y después de haberles saludado con un gesto de la mano o pronunciando sus nombres (tiene una memoria fantástica para los nombres de pila), se volvían y se marchaban. Habían hecho acto de presencia. Habían rendido pleitesía. Al asistir a esta escena ritual, tenía la impresión de que Frank Sinatra vivía simultáneamente en dos mundos que no eran contemporáneos.
Por un lado está el hombre cordial –el que charla o bromea con Sammy Davis Jr., Richard Conte, Liza Minelli, Bernice Massi o con cualquier otra figura del mundo del espectáculo que se sienta a su mesa–; por el otro, el que saluda con la mano o inclina la cabeza a sus paisanos más próximos (Al Silvani, entrenador de boxeo que trabaja en la compañía de películas de Sinatra; Dominic Di Bona, encargado de su guardarropa; Ed Pucci, ex jugador de fútbol que pesa ciento treinta y cinco kilos y es su “ayudante de campo”): Frank Sinatra es il padrone. O, mejor todavía, es un ejemplar de lo que tradicionalmente llaman en Sicilia uomini rispettati, hombres respetados: hombres majestuosos y humildes a la vez, hombres queridos por todos y generosos por naturaleza, hombres a quienes les besan las manos cuando pasan por los pueblos, hombres dispuestos a tomarse molestias para enderezar un entuerto.
Frank Sinatra hace las cosas personalmente. En Navidades, él mismo escoge docenas de regalos para sus amigos íntimos y familiares, acordándose del tipo de alhajas que les gustan, sus colores favoritos, las medidas de sus camisas y trajes. Cuando la casa de un músico amigo suyo en Los Ángeles fue destruida por un alud de fango y su mujer pereció hace poco más de un año, Sinatra acudió personalmente en su ayuda. Le buscó otra casa, pagó todas las cuentas del hospital que el seguro no había cubierto y supervisó el decorado de la nueva casa hasta en los menores detalles, como la reposición de la plata, de los enseres y la ropa.
El mismo Sinatra que ha hecho esto es capaz, en menos de una hora, de estallar en un ataque de rabia si alguna cosa hecha por sus paisanos no encuentra su aprobación. Por ejemplo, cuando uno de sus hombres le trajo un frankfurter con salsa picante, que Sinatra aborrece, le tiró encima el frasco, salpicándolo. La mayoría de los hombres que trabajan al lado de Sinatra son muy altos, pero esto no parece intimidarlo ni poner freno a su conducta impetuosa cuando se enfada. Nunca reaccionarán. Él es il padrone.
En otras ocasiones, sus hombres, en un afán por darle gusto, se pasan de rosca. Una vez observó de pasada que su gran jeep naranja, que suele utilizar en el desierto, en Palm Springs, parecía necesitar otra mano de pintura; se pasó la voz de uno a otro, cada vez con más urgencia, hasta que por fin alguien dio la orden de que el jeep fuera pintado ahora, inmediatamente. Para ello hacía falta un equipo especial de pintores que trabajara toda la noche a precio de horas extraordinarias, lo que significaba que la orden tenía que recorrer el camino inverso para el visto bueno. Cuando llegó a la mesa de trabajo de Sinatra no sabía de qué se trataba. Por fin se dio cuenta y confesó con expresión cansada que prefería no averiguar cuándo demonios le habían pintado el coche.
Sin embargo no hubiera sido aconsejable para nadie prever su reacción, porque él es un hombre completamente imprevisible, de humor variable y dado el exceso, un hombre que reacciona de inmediato y por instinto, de golpe, dramática y salvajemente. Nadie puede prever lo que puede seguir. Una joven llamada Jane Hoag, reportera de Life en las oficinas de Los Ángeles, antigua compañera de escuela de Nancy, la hija de Frank Sinatra, había sido invitada a la casa de la señora Sinatra en California, donde Frank, que mantiene las más cordiales relaciones con su antigua mujer, recibía a los invitados. En los primeros momentos, la señorita Hoag, al apoyarse en una mesa en la que había una pareja de pájaros de alabastro, tiró con el codo uno de ellos. Según recuerda la señorita Hoag, la hija de Sinatra exclamó: “Oh, ése era uno de los favoritos de mi madre…” Pero antes de que terminara su frase, Sinatra la fulminó con la mirada y, mientras otros cuarenta invitados miraban en silencio, se acercó y con un rápido golpe tiró al suelo el otro pájaro, puso luego un brazo sobre el hombro de Jane Hoag y le dijo en tono tranquilo que le devolvió la calma: “Todo va bien, chica.”
Ahora Sinatra le estaba diciendo algunas palabras a las rubias. Luego se separó de la barra y se encaminó a la sala de billar. Otro de los amigos de Sinatra se acercó a las dos mujeres. Brad Dexter, que hablaba en un rincón con otras personas, siguió a Sinatra.
Resonaban en la sala los golpes de las bolas de billar. Había una docena de espectadores, la mayoría de ellos jóvenes que observaban cómo Leo Durocher contendía contra dos jugadores no muy diestros. Este club privado, donde está permitido el alcohol, cuenta entre sus socios con muchos actores, directores, escritores, modelos, todos ellos bastante más jóvenes que Sinatra y Durocher y mucho más descuidados en su manera de vestir por la noche. Muchas de las chicas, con el largo pelo suelto a las espaldas, llevaban pantalones vaqueros ceñidos y unos jerséis muy caros; algunos muchachos vestían unas camisas azules o verdes de cuello alto, pantalones estrechos muy ceñidos y zapatos italianos.
Era evidente, por la manera en que Sinatra miraba a estas personas, que no eran de su agrado, pero estaba apoyado en un taburete alto adosado a la pared, con un vaso en la derecha y sin decir nada. Observaba cómo Durocher pegaba a las bolas. Los hombres más jóvenes presentes, acostumbrados a ver a Sinatra en este club, lo trataban sin deferencia, aunque no decían nada ofensivo. Era un grupo joven muy displicente, al estilo de California, y frío. Uno que lo parecía más era un hombrecito de movimientos rápidos, con un perfil agudo, pálidos ojos azules, pelo castaño claro y gafas cuadradas. Llevaba pantalones de pana marrón, jersey peludo de Shetland, chaqueta beige de ante y botas de guarda forestal por las que había pagado hacía poco sesenta dólares.
Frank Sinatra, apoyado en el taburete, resollando de vez en cuando por su catarro, no lograba despegar la vista de las botas de guarda. Después de contemplarlas largo rato volvió los ojos; pero en seguida los volvió a dirigir hacia éstas. El propietario de las botas estaba mirando la partida de billar; se llamaba Harlan Ellison, un escritor que acababa de terminar un guión cinematográfico: El Oscar.
Por fin, Sinatra no pudo contenerse.
–¡Eh! –gritó con su voz algo ronca, que todavía tenía un suave eco agudo–, ¿son italianas esas botas?
–No –contestó Ellison.
–¿Españolas?
–No.
–¿Son botas inglesas?
–Mire, amigo, no lo sé –contestó Ellison, frunciendo el ceño a Sinatra y volviéndose otra vez.
En la sala de billar se hizo un repentino silencio. Leo Durocher, doblado con el taco en la mano, se quedó clavado en esa posición un segundo. Nadie se movió. Sinatra se despegó del taburete y empezó a caminar lentamente, con sus andares arrogantes, hacia Ellison. El único ruido en la sala era el taconeo de Sinatra. Luego, mirando de arriba abajo a Ellison con las cejas algo levantadas y una media sonrisita, Sinatra preguntó:
–¿Espera usted una tormenta?
Harlan se volvió ligeramente.
–Oiga, ¿hay alguna razón para que se dirija a mí?
–No me agrada su forma de vestir –contestó Sinatra.
–Siento disgustarle –dijo Ellison–, pero visto como quiero.
En la sala se había levantado un susurro y alguien dijo:
–Anda, Harlan, larguémonos.
Leo Durocher hizo su jugada y dijo:
–Sí, anda.
Pero Ellison no se movió. Sinatra preguntó:
–¿Qué hace usted?
–Soy fontanero –contestó Ellison.
–No lo es –intervino rápidamente un joven del otro lado de la mesa–. Ha escrito El Oscar.
–Oh, sí –replicó Sinatra–. La he visto y es una mierda.
–Es raro –dijo Ellison–, porque todavía no se ha estrenado.
–Pues yo la he visto y es una mierda –repitió Sinatra.
Entonces Brad Dexter, demasiado grande frente a la bajita figura de Ellison, dijo, muy nervioso:
–Venga, chico, no quiero que se quede aquí.
–Eh –interrumpió Sinatra a Dexter–: ¿No ves que estoy hablando con este tipo?
Dexter se quedó confuso; luego cambió completamente de actitud y, en voz baja, casi implorando, dijo a Ellison:
–¿Por qué insiste en molestarme?
Toda la escena se tornaba ridícula. Sinatra parecía bromear, quizá como reacción frente al aburrimiento o contra su propia desesperación. De todos modos, después de unas pocas palabras más, Harlan Ellison se marchó.
Ya había corrido la voz en la sala sobre la disputa entre Sinatra y Ellison, y un muchacho había ido en busca del director. Pero otro dijo que cuando el director oyó rumores salió de estampida, cogió el coche y se marchó a su casa. Por esta razón el subdirector tuvo que ir al salón de billar.
–Aquí no quiero a nadie sin chaqueta y corbata –dijo bruscamente Sinatra.
El subdirector asintió con la cabeza y regresó a su despacho.
A la mañana siguiente comenzó otro día de tensión para el agente de prensa de Sinatra, Jim Mahoney. Mahoney tenía dolor de cabeza y estaba preocupado, pero no por el incidente Sinatra-Ellison de la víspera. En aquellos momentos estaba en la otra sala sentado en una mesa con su mujer y probablemente ni se había enterado del incidente. Había durado cerca de tres minutos. Y tres minutos más tarde a Frank Sinatra se le había olvidado completamente, mientras que Ellison se acordaría de él durante el resto de su vida: había tenido, como muchos centenares de personas antes que él, una escena con Sinatra en un momento inesperado de la madrugada.
Seguramente fue mejor que Mahoney no estuviera en la sala de billar; aquel día tenía otras cosas en la cabeza: estaba preocupado por el catarro de Sinatra e inquieto por el discutido documental de CBS que, a pesar de las protestas de Sinatra y de haber retirado su permiso, se iba a transmitir por televisión en menos de dos semanas. Durante estos días los periódicos insinuaron que Sinatra iba a querellarse con la estación televisiva, y los teléfonos de Mahoney sonaron sin interrupción. Precisamente ahora hablaba en Nueva York, con Kay Gardella, del Daily News, y decía: “Así es, Kay, habían prometido no hacer ciertas preguntas sobre la vida privada de Frank, pero Cronkite dijo: ‘Frank, háblame de esas asociaciones’. Esa pregunta, Kay, fuera. Nunca debía haberla hecho”.
Mientras hablaba, Mahoney se había estirado en su butaca, sacudiendo lentamente la cabeza. Es un hombre robusto de 37 años; con una cara redonda y colorada, una mandíbula fuerte y unos ojos pequeños y azules. Parecería pendenciero si no hablara con tanta claridad y sinceridad y no fuese tan meticuloso en el vestir. Sus trajes y sus zapatos están soberbiamente cortados a la medida y esto es lo primero en que Sinatra se fijó al conocerlo. En su amplio despacho, frente al bar, hay un sacabrillos eléctrico para los zapatos y un par de perchas para sus chaquetas. Cerca del bar hay una foto del presidente Kennedy con su autógrafo y unas cuantas de Sinatra, no hay una más en el resto de las habitaciones de la agencia de Mahoney. Antes había una gran foto de Sinatra adornando la sala de recepción, pero como hería los sentimientos de otras estrellas de cine clientes de Mahoney, y en vista de que Sinatra no va nunca por allí, la foto fue eliminada.
Sin embargo, parece que Sinatra esté siempre presente, y aunque Mahoney no tenga razones auténticas para preocuparse por él –como sucedía hoy–, se las inventa. Para ello, se rodea de recordatorios de momentos en que se preocupó. Entre sus avíos de afeitar hay un frasco de somníferos despachado por una farmacia de Reno. La fecha de la etiqueta coincide con el secuestro de Frank Sinatra Jr. Sobre una mesa del despacho de Mahoney hay una reproducción de madera de la nota de rescate del mencionado suceso. Cuando Mahoney, sentado en un escritorio, está preocupado por algo, tiene la manía de entretenerse con un minúsculo tren de juguete que está delante de él. El tren –recuerdo de la película de Sinatra El coronel Von Ryan– es, para los hombres que lo rodean, lo que era el sujetacorbatas recuerdo del PT-1091 para los íntimos de Kennedy. Mahoney empuja el trenecito sobre los cortos rieles arriba y abajo, adelante y atrás, clic, clac…
Mahoney apartó su trenecito. La secretaria le anunció una llamada telefónica importante. Cogió el auricular y su voz se volvió aún más sincera que antes.
–Sí, Frank –dijo–. Bien… Bien… Sí, Frank… –cuando hubo colgado el teléfono lentamente, anunció que Frank Sinatra se había marchado en su jet particular a pasar el fin de semana en la casa de Palm Springs, a dieciséis minutos de vuelo de su domicilio en Los Ángeles. Mahoney estaba preocupado de nuevo. El jet Lear, que el piloto de Sinatra iba a conducir, era idéntico, según Mahoney, a otro que se había estrellado no hacía mucho en un lugar de California.
Crónica publicada originalmente en Esquire, en 1966. Este texto fue tomado de Crónicas Periodísticas (https://cronicasperiodisticas.wordpress.com/category/gay-talese/)