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EXTREMA, PERO NO LUCHA

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Son las 10:15 de la mañana y ya hay, aproximadamente, cincuenta estudiantes reunidos en la explanada de la FESC Campo 4. ¿El motivo? Dentro del marco del aniversario de la escuela habrá, entre otras actividades artístico-culturales, una función de lucha libre. Yo, a pesar de vivir frente a la escuela, no me he enterado por los carteles que lo anuncian –y que hasta ahora tomo en cuenta-; me he enterado por la página de Facebook de un luchador incipiente a quien, debo decir, conozco y sigo porque su abuelo fue mi primer maestro de lucha libre. Además, y me causa cierto gozo recordarlo, ese mismo luchador (quien, por cierto, decidió retomar el nombre y equipo de su abuelo) me enseñó en ocasiones, con paciencia y respeto, a pesar de mis múltiples errores.

Doy vueltas entre los asistentes, que ahora suman más de cien, para ver si logro ver a José (el nieto de mi maestro). Han pasado más de ocho años desde la última vez que lo vi, pero sé que lo reconoceré. Quiero preguntarle sobre mi maestro, sobre él mismo, si es que sigue luchando en la arena Naucalpan. No lo veo; sin embargo, estando a unos pasos de él, a quien sí reconozco es a su hermano mayor. Discretamente me acerco por detrás: habla con el encargado de la escuela de coordinar el evento. Una hora, hora y veinte a más tardar, dice Iván –hermano de José- serán dos funciones y ya al final se juegan el cinturón, si quiere usted lo entrega. Entonces hay un cinturón de por medio, pienso, y recuerdo momentáneamente cuando entrenaba con su abuelo y soñaba con ganar uno algún día.

Comienza la función. Dos niños de no más de diez años luchan. Cuando los vieron subir, los espectadores, público siempre difícil el de las universidades, comenzaron a reír de sorpresa. El más grande –al menos de tamaño- realiza un buen derribe de cadera, levanta al rival y lo proyecta a las cuerdas para castigar con antebrazo. Me gusta lo que hace. Su rival contesta con tijeras voladas y sube al esquinero. Tardó un par de segundos –eternos cuando el público observa- pero realizó una buena plancha. Después de un par de movimientos más, dan relevo a los adultos, veteranos ya del deporte –lo sé por las lesiones en su frente, y la tranquilidad en las ejecuciones- quienes, implícitamente, están dando una clase a los menores. En dos caídas al hilo, uno de los equipos se lleva la lucha. Los estudiantes –sobre todo las mujeres– le reconocen la labor a los niños con un aplauso cuando éstos bajan del ring.

Después viene la función donde se jugará el cinturón –debieron faltar luchadores y por eso tuvieron que acortar los tiempos- y habrá un nuevo campeón. Sube por el esquinero un muchacho de no más de veintitrés años; del lado contrario un luchador corpulento vestido de payaso (no puedo recordar los nombres, simplemente no puedo). Empiezan a encararse. El más joven hace juego de cuerdas y luego de esquivar un golpe de antebrazo mueve al rival con tijeras voladas (mi maestro siempre nos decía que comenzáramos con toma de réferi, no entiendo por qué comenzaron así). Los estudiantes aplauden: siempre aprecian más lo aéreo. De ahí la lucha se viene en picada: se notan lentos, poco propositivos. El joven tira una patada a la filomena que el rival ni siquiera recibe, pero se deja caer. Los abucheos no se hacen esperar. “Pues si estas cosas son falsas, ¿a poco no sabías?” escucho decir, y con lo que vemos en el ring no hay mucho por argumentar. El joven busca un derribe a dos piernas que no sabe completar y el otro luchador se deja caer, de manera por demás obvia. Crecen los abucheos. Un par de estudiantes se van.

Mientras volteo para ver si se fueron para tomar clase, o solo porque el espectáculo ya no les convence, el luchador joven saca un par de lámparas que estaban debajo del ring. Emocionados, los estudiantes comienzan a animarlo. Deja las lámparas en la ceja del ring y sube –así no se sube, nos decía el maestro- con trabajos. Después de un forcejeo acartonado, el luchador mayor, vestido de payaso, golpea con las lámparas al joven en la espalda. De inmediato se aprecia un corte salvaje, al menos quince centímetros. Con el trozo de lámpara que le quedó en las manos le corta la frente; los gritos, claro, aumentan, y de algunas mujeres escucho expresiones de asco. Luego lo sube al esquinero y desde ahí lo proyecta con desnucadora sobre los cristales en la lona. La sangre brota ya de manera profusa. Al final, con un movimiento inexplicable, el joven logra poner espaldas planas a su contrincante. Le entregan el cinturón. Después de un par de fotografías, se va junto a su compañero de lucha. No creo que sea casualidad que enfilen hacia la enfermería.

¿Extrema? Sin duda. ¿Lucha? para nada. Eso que vi, más que otra cosa me provocó tristeza. ¿Qué llevó a ese joven a dejarse lastimar de esa forma? Si pretende llegar a ser luchador, debiera saber que su cuerpo es su herramienta de trabajo, y como tal debiera cuidarlo. Deduzco –espero que sea cierto– que no es mi maestro quien maneja las clases ya; él jamás hubiera permitido algo así. No vi movimientos bien ejecutados en ese joven, vi, más bien, a alguien que no está siendo bien guiado, y que tiene muchas ganas de luchar. Eso. No es el circuito –recuerdo entonces la grata, gratísima sorpresa que me llevé hace dos años, cuando, durante una función que se dio en la inauguración de una plaza comercial, vi luchar a pequeño Rinoceronte Blanco: qué movimientos tan limpios, sus entradas de lucha olímpica para derribar, su cuerpo fuerte, su llaveo a ras de lona impecable; y, para coronar, un lance que dejó a todos aplaudiendo un par de segundos- no es que sea lucha de periferia, es que hay gente sin malas intenciones pero poco conocimiento, que arriesga la integridad, la vida de sus alumnos y les enseñan no a luchar, sino a dar un espectáculo.

Me fui de ahí con mal sabor de boca. Un joven con ganas, con decisión, valiente (porque hay valentía en recibir tales cantidades de dolor) que quizás se perderá en el anonimato y las lesiones antes de cumplir treinta años. Bien guiado, me digo, tendría un porvenir. Satisfizo a los fanáticos casuales, los que solo quieren ver a alguien sangrar (the just bleed fans, como los llaman en inglés) pero nada más. Y es, aunque parezca lo contrario, una salida fácil la que él tomó, la que lo orillaron a tomar. El camino arduo, el camino poco brillante es el otro: trabajar bien el cuerpo, entrenar fuerte, diariamente; aprender las llaves, alejarse de los vicios y fortalecer la mente también. ¿Extremo? Sin duda lo que vimos fue extremo. ¿Lucha? No, de ésa no hubo esta vez. Ésa la desarrolló en aquella ocasión pequeño Rinoceronte blanco, a quien le reconozco su labor y a quien recomiendo ampliamente seguir. A él mis más grandes respetos. Y a los maestros de verdad, los que nos siguen trayendo la lucha de antaño, y la hacen seguir viva (como mi maestro) también mi admiración.

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