Días de la Virgen. Miles de guadalupanos acampan en los alrededores de la Basílica. Las calles se llenan de mierda y orines. Temporada gorda para robar feligreses. Se les triplica el costo de una garnacha, de un refresco. Se les venden imágenes santas a precios absurdos. Se improvisan regaderas y W.C. al costo de una comida y bebida. La Virgen te espera limpio, no en andrajos; no seas tacaño. En la sombra de los callejones, la mafia de los franeleros conspira contra María y sus fieles. Niños zombi, humeantes de Resistol y crack, piden monedas afuera de la estación del Metro. Dios nos cuida, el delirio nos arropa, amen.
Cada diciembre los veo. Van llegando en grupitos, en hordas de bicicletos. Caminando o de rodillas. Se guarecen en camellones, a la intemperie, en lotes, camiones y banquetas frías, a punto de reventar como bloques de hielo seco. Cagan y mean en las esquinas. Llegan con cientos, miles, de perros que quedarán varados. A la perrera, en sacrificio o, con suerte, a las manos de algún hijo de Diógenes. Como estela quedarán toneladas de basura. Plástico y sobras de la celebración. Sí, mira, la pequeñita que sabe, mira, la pequeñita que no te hace nada porque Dios nos cuida; mira, la pequeñita que vino a ver a la Virgencita.
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Formo parte de un grupo de curiosos y guadalupanos que se arremolina alrededor de la pequeñita. Es un espectáculo a ras de piso, hipnótico y delirante. A los chilangos nos fascinan las serpientes. Les tememos o adoramos. Por eso los serpentarios de los zoológicos de la ciudad cobran unos pesos extra para estas secciones. Quizá porque a muchos la serpiente nos remite a los ranchos y pueblos de un origen silvestre, remoto. El águila y la serpiente sobre un nopal en el ombligo del mundo. Quetzalcóatl, serpiente emplumada. Chismeen, víboras. Sí, mira.
Los piñeros son ladrones de la vieja escuela. Cuando robar era casi una ciencia que se aprendía con empeño y dedicación porque el uso de la violencia era mal visto. Cuando en el oficio “había ética”. Un universo gansteril, ahora lejano y casi extinto, retratado magistralmente en Los ladrones viejos: las leyendas del artegio (2007) de Everardo González. Zorreros, goleros, farderos, boqueteros, chineros, retinteros, etcétera. Esos criminales que, de acuerdo con el director, son seductores porque cruzan un umbral que nosotros difícilmente atravesamos.
La perorata se repite una y otra vez. Sí, mira, acércate, mira a la pequeñita; la pequeñita entrenada, mira, la pequeñita bendita, mira, no tiene parpados, mira, la que conoce la suerte, mira, la que nos ve a todos, mira. La hipnosis catártica me lleva a un recuerdo antediluviano. Mi hermano mayor, Leonel, joven y solo en el Metro, es timado por un paquero. Los paqueros operan con un fajo de billetes falsos, en pareja. Uno de ellos deja caer el paquete junto al objetivo. El otro lo recoge procurando que la víctima lo vea. Lo lleva a un rincón y le dice que no quiere problemas, que le deja la cantidad hallada por lo que traiga. Mi hermano cayó, se quedó con el manojo de papel y sin dinero para regresar a casa.
Cuando comienzo a desesperarme. Cuando me pregunto cómo es que seremos timados, Rechoncho cambia su sermón. Ahora dice que la pequeñita ya está lista. Yo estoy listo. Toma el pañuelo y lo comienza a enrollar sobre su pierna. Ha puesto la tapa a la cajita y la torea con el trapo. Luego lo sigue enrollando mientras no para de gritar que esto no es magia, que la pequeñita sabe, que del pañuelo saldrá su comida: un ratoncito. Por un momento, cuando ya el trapo tiene forma de tronquito, pienso que quizá sí envolvió allí un roedor y que éste saldrá cuando lo abra. Pero no, Rechoncho forma un ratón con el pañuelo, con orejas y cola. Y lo coloca sobre una carta de la baraja parada, como rampita.
Sí, mira, la pequeñita está lista, mira, la pequeñita saldrá por su comida mira, pondrá la carta, mira, ella sabe, mira, está bendita, mira. Ahora imagino que abrirá la tapa y la serpiente saltará sobre el ratón rojo de tela, para luego tomar la carta y ponerla en el mazo. Pero no, la pequeñita solo sale y se arrastra sobre su zona. Estoy a punto de largarme, pero entonces Rechoncho me dice que la pequeñita formará la letra de mi nombre sobre el piso. Que no es magia, que ella sabe.
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No pasa nada. La pequeñita es enrollada de nuevo y puesta en su cajita. Siempre balbuceando o gritando, Rechoncho ahora dice que es una Manda, que primero Dios mañana estará en San Juan de los Lagos, que es para ayudar al semejante. Que la Guadalupana le ha hecho un milagro. Nos pide que si en verdad creemos pongamos una mano al frente, en la que coloca una cápsula diminuta de plástico, que contiene una figurita de San Judas Tadeo dorada. No tiene valor económico, mira, te la puedes llevar. Las mujeres la van a colocar en una bolsita de tela verde, mira, los hombres en una roja, mira. Y cada 28 de octubre le vas a poner un vaso con siete claveles. ¿Por qué siete? Por cada día de la semana. Pregunta si escuchamos y nos pide contestar fuerte, al unísono. ¡Sí!
Miro alrededor. Una tarde plomiza cae sobre nosotros. No hay patrullas, ni policías. ¿Para qué? Solo fieles. Estamos a una calle de La Basílica. La Delegación Gustavo A. Madero está a 300 metros, pero podría no estar allí y nadie lo notaría. Su Ministerio Público es un agujero negro. No hay lugar más inseguro. Lo sé porque una vez pasé una noche allí esperando a un amigo: lo levantaron por mear en la calle. Estábamos borrachos. Íbamos locos de felicidad decembrina a una posada al norte, pero nunca llegamos, se lo llevaron al Torito.
Cuando termina, nos explica que viene de una Casa Hogar en la colonia contigua. Pero antes pregunta a cada uno de dónde es. Oaxaca, Estado de México, de ahí cerca y de Martín Carrera. Este último es mi caso y me suelta una mirada como si supiera, como la pequeñita, que solo estoy de mirón y que ya me sé el truco. Ya sé que ya sabes, culero, ahora verás, parece decirme. Pide una moneda para sumergirla en el vaso de agua y que quede bendita. Luego le pregunta a uno de los muchachos si ayudaría a la gente que lo necesita en la casa hogar, que con cuánto. El muchacho saca uno de 20, pero Rechoncho dice que si solo eso, que si le adivina cuánto trae qué. Se lo da todo o qué.
Entonces toma el de a 20, pero luego se lo regresa explicando que solo estaba probando su Fe. En este momento ya se incorporaron los otros piñeros: dos cuarentones malacaras y la gorda de leggins. Uno de los cómplices saca uno de 500 y dice que él podría dar 300. Rechoncho los toma y se los regresa alegando la misma prueba. Hace lo mismo con todo el círculo. Cuando llega a mí saco tres monedas de 1 peso y me pregunta si solo traigo eso. Le digo, sardónico, que por qué no adivina cuánto cargo. Me dice que ahorita regresará conmigo.
El pánico me congela.
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Me veo descubierto y poniéndome en cuclillas sobre el suelo mientras Rechoncho y sus dos rufianes, incluso Gorda Leggins, me surten de patines. Luego cómo alguna de las viejitas me los quita, alegando que estamos cerca de la casa de la Virgen, de Dios o algo así. Malacaras, Rechoncho y la Gorda escupiéndome que le llegue a la verga de ahí antes de que me rompan las costillas. Incluso veo a la pequeñita alterada dentro de su Tupperware, sin párpados, obligada a verlo todo. Me veo parándome revolcado, explotando de rabia y llorando sangre. Una escena de putiza cotidiana. Trago saliva. Trato de serenarme y seguir mi propio guion.
Entiendo o intuyo cómo el zigzag del discurso, la pequeñita, la repetición, la oración, el San Juditas y las “pruebas de Fe” delinean cierta atmósfera religiosa, como ir a una misa al aire libre con un padre salido de prisión. ¿Por qué no sacan una navaja o una pistola y nos quitan todo de una vez? Pinches ñeros, tienen el porte y la fuerza; no dudo tantito que los arrestos, pero se decantan por el artegio, quizá aprendido a sus padres, tíos, o a las leyendas de colonia. Es ambiguo, retorcido y siniestro. El aire es pesado y arenoso; lo santo parece lejano e imposible.
La “prueba de Fe” se repite, pero ahora sí que a los dos pubertos provincianos Rechoncho les pide todo y no se los regresa. Mientras esto pasa los otros dos reparten un trozo de papel para distraer. Obstruyen el contacto visual. Leo: “MARIO REBOLLO. Para envidias, negocios, desalojos, retiros para el amor, amarres y desamarres, lectura de cartas, lectura de la palma de la mano, lectura de café. PEDRO MA. ANAYA #22*. DEP. 4*. COL. MARTÍN CARRERA. DEL. GUSTAVO A. MADERO. CEL. 553156-11**”. Las dos viejitas entienden que sus billetes y monedas benditas no volverán y son las primeras en irse. Hago lo mismo mientras los piñeros rodean a los dos guadalupanos, que están apanicados.
“Al tiro —les digo, paternal—, hay mucho robo en estos días, pónganse truchas morros”. Los veo alejarse. Me recuerdan a mí mismo, púber e ignorante; desorientado en la capital universal del artegio. Días de la Virgen. Hinchadas de frio, las calles braman. Los peregrinos las calman acostándose sobre ellas. Mientras me alejo caigo en cuenta que traigo a Rechoncho pegado en la cabeza. Me susurra: Sí, mira, acércate, mira, mira a la pequeñita; la pequeñita entrenada, mira, la pequeñita bendita, mira; sí, mira, la pequeñita que sabe, mira, la pequeñita que no te hace nada porque Dios nos cuida; mira, la pequeñita que vino a ver a la Virgencita.