I
legué a los Baños Imperial a las dos de la tarde. Luego de pagar los cien pesos del acceso a los baños de vapor comunales ─y que me cobró una guapa veinteañera, la única mujer que vi durante mi estancia en el lugar─, subí las escaleras. Un hombre moreno y de sonrisa fácil, muy parecido a un alushe, saltó de atrás del mostrador y me abrió una puerta.
─Deje ahí sus cosas, jefe ─me enseño el interior. Era un privado pequeño, con un espejo, un gancho para ropa y una banca para descansar─. El turco está al fondo. ¿Qué? ¿Va a querer un masajito?
─¿Así nomás la dejo? ─dije señalándole mi mochila─. ¿No hay lockers?
─No hacen falta. La puerta se queda cerrada ─dijo mientras me mostraba un racimo de llaves─, yo se la abro cuando haga falta.
Aún desconfiado, me desnudé, quedando cubierto solo con un pedazo de sábana amarrado en la cintura y unas sandalias rotas. Cuando entré al privado, me encontré con una docena de hombres desnudos. Algunos se duchaban en regaderas sin puerta; otros eran atendidos por masajistas igual de desvestidos que ellos, y unos más apenas si se distinguían entre el vapor de los saunas comunales. Creo que mi cara de sorpresa fue evidente, pues todos se me quedaron mirando cuando llegué.
─¿Masaje, joven? ─me preguntó uno de ellos, un alto bigotón quien en mejores tiempos debió ser practicante de lucha libre. Me enseñó sus manos como quien enseña sus instrumentos de trabajo─, lo dejo como nuevo.
─Ahorita, deje primero le sudo un rato ─contesté.
Me metí al baño turco que, a diferencia del baño de vapor, actúa en seco. Mientras observaba a un cuarentón admirándose sus propios músculos, no pude sino pensar que todo el lugar era un escenario más que puesto para una película porno ─solo faltaba alguna güera tetuda cruzando la puerta con sus orificios dispuestos─. La diferencia radicaba en que los presentes no éramos veinteañeros atléticos, sino rucos panzones que hace tiempo dejamos la oportunidad de participar en cualquier casting para película XXX.
II
Curiosamente, en las sociedades machistas la conducta del hombre está tan o más codificada que la de las mujeres. El varón siempre debe aparentar fortaleza, suficiencia económica y disposición sexual: en todo momento debe estar presto a enfrentarse verbal o físicamente con un similar, debe ser capaz de jugarse el patrimonio entero en un negocio o en una pelea de gallos, está obligado a mostrar entereza a la hora de la desgracia ─sin importar lo grande que esta sea─, y siempre tiene que estar listo para las lides amorosas.
Si un hombre demuestra ser débil, insolvente, frágil, o si no muestra disposición a conquistar a cualquier mujer que se tope en el camino, será calificado de coyón, jotito, marica; los demás miembros de esa comunidad le invitarán a ocupar al último nivel del escalafón machista, ese que está apenas por encima del homosexual declarado.
Por lo mismo, en este tipo de sociedades son necesarios los espacios privados en los que el varón pueda manifestar conductas que en otros contextos serían inaceptables. En el caso del México urbano de hace dos generaciones, la cantina, para los encueramientos emocionales, y los baños públicos, para los literales, cumplían esa función de refugio masculino.
III
Luego de sudar un rato en el baño turco, y después de ponerme debajo de una ducha helada, busqué al bigotón de las manotas.
─¿Qué onda, patrón? ¿Sí? Póngase boca abajo.
Le obedecí. El hombre me cubrió los ojos y tomó mi cuello. De dos movimientos, me tronó las cervicales como si hubiera sido yo pollo en vías de ser cocinado en pipián. De otro más, hizo que crujieran las junturas de mis costillas con el esternón.
─¿Trae jabón? ─me dijo,
─Sí, pero está en mis cosas. Voy por él ─dije mientras me incorporaba.
─Espérese, podemos pedir que lo traigan…
─No hay bronca, voy.
Esa fue una de las ocasiones en que maldije mi hiperactividad. Ni bien había avanzado un par de pasos cuando el jabón del piso, combinado con el mal estado de mis sandalias, me hizo volar por el aire y aterrizar de espaldas sobre el piso. Luego de sentirme suspendido en el aire por unos segundos, mi rubicunda humanidad y mi cráneo rebotaron en el mármol haciendo que, por un momento, se me arremolinara un arcoíris dentro de los ojos. En esos instantes solo escuché los gritos de los presentes.
─Joven, joven, ¿Está usted bien?
─No mames, ya se dio en la madre…
─ No se mueva, no se mueva.
─ Espérese, voy por alcohol para echarle en la nuca.
En un momento, me vi rodeado por diez hombres desnudos quienes intentaban volverme en mí. Yo mientras, sin querer abrir los ojos, me sentí la rubia tetuda. Afortunadamente, y antes de que a cualquiera de ellos se le ocurriera escenificar una escena hardcore, dos de ellos me ayudaron a ponerme en pie. Mareado aún, llegué a mi privado, seguido por el alushe, quien regresó con una botella de alcohol.
—Ora acuéstese, jefe ─me ordenó. El hombre derramó generosamente el alcohol sobre mi nuca y espalda─. Aguante. Ahorita no lo siente, pero en la noche no se la va a acabar del dolor. Cuando llegue a su casa se toma un caballito de vinagre: sabe de la chingada, pero así no se le forman coágulos en la cabeza.
─Claro, claro ─le respondí imaginándome paralizado por una embolia. No me tomaría un caballito… Me tomaría la botella entera, por muy gacho que supiera.
IV
En las cantinas, gracias a la excusa que proporcionaba la borrachera, el hombre tenía permitido dar rienda suelta a sus sentimientos: ahogarse en llanto, gritar de dolor, añorar entre sollozos al amor perdido ─siempre ingrato─, o a la madre fallecida o lejana ─siempre inmaculada─, o al amigo que ya no está. El triunfador y el fracasado, el enamorado y el solitario, el matón y el pacífico, encontraban todos la redención etílica recargados en la barra, hombro con hombro, aferrándose al trago y en una de esas hasta cantando a coro acompañados por algún trío o mariachi.
El baño público, por otro lado, le permitía al hombre mostrar su desnudez con otros semejantes sin ser denostado. Acostumbrados como estamos al agua corriente y a la ducha diaria, nos cuesta trabajo imaginarnos el tiempo en que todos los habitantes de una casa o vecindad tenían que utilizar un solo baño, las regaderas eran un lujo y las personas tenían que bañarse y rasurarse semanalmente en algún establecimiento especializado. Ahí radicaba la utilidad de los baños públicos, pues el hombre que llevaba encima el cochambre de seis días de trabajo podía sudar la mugre y tallarse a conciencia, o bien, hacer que otro le acomodara la osamenta para dejarlo listo para la diversión sabatina. Del baño público, las personas se iban al salón de baile, a la reunión familiar, al cabaret o, en el más aburrido de los casos, a misa.
Sin embargo, estos lugares, además de higiene, le proporcionaban al hombre un espacio de intimidad en donde podía sentirse libre de las ropas. Podía convivir con otros iguales que, como él, trajeran el pájaro colgando; ahí también se permitía el lujo de ser estrujado ─¿acariciado?─, por otro varón sin que se le juzgara; incluso, podía comparar el tamaño y potencia de su propia virilidad sin incomodar al prójimo.
Por ello, no era nada raro que los baños públicos fungieran también como puntos de ligue homosexual. Hombres que en otros lugares eran perfectamente bugas, dejaban libre su bisexualidad entre los mosaicos del vapor. Al parecer, hay un pacto secreto entre los asistentes a los baños públicos muy similar a los visitantes de Las Vegas: lo que aquí pasa, aquí se queda. Nadie habla y todos contentos. Finalmente, aquí mismo se lavan y se sudan las culpas que aquí se cometan.
V
Una vez que me restablecí, busqué al bigotón de las manotas.
─Ora sí, acabemos lo que empezamos ─le dije.
El sonrió, invitándome a ponerme en la posición en la que estaba. De inmediato volvió a tronarme el cuello ─”es que el madrazo estuvo cabrón, patrón”─, y comenzó a amasarme los músculos de la espalda. Sentí otro par de manos que me apretaban los muslos. Eran tactos duros, propios de quien acostumbra atender a boxeadores y atletas, nada que ver con los masajes de los spa de Polanco.
─Si lo lastimamos nos avisa, patrón ─me dijo uno de ellos. Comprendí de inmediato que era una propuesta envenenada: como en todos los entornos masculinos, era un reto, un “a ver cuánto aguantas, cabrón”, que me permitiría validar mi pertenencia dentro de esa cofradía. Las manos fueron apretando más fuerte; luego, los codos maceraron los nudos de mis muslos. Mientras, el otro masajista hacía tronar las falanges de mis pies. Era doloroso, pero un dolor que se vuelve reto, que da gusto encarar; esas cuatro manos, más que trabajar mis músculos, me los estaban arrancando para vestirme con unos nuevos: los pulgares los sentía llegar al fémur, los codos, el omóplato. Perdí la noción del tiempo hasta que el bigotón de las manotas me palmeó el hombro.
─Servido, patrón ¿Qué tal?
Sin poder hablar, le hice saber mi opinión juntando los dedos pulgar e índice de mi mano derecha.
─Ahí lo veo afuera para que me pague ─concluyó.
Efectivamente, como dijo el alushe, el dolor vino en la noche: apenas puedo escribir esta crónica, sin embargo, más que el dolor, me tortura el regusto del vinagre que acabo de ingerir. Mi vieja gastritis regresó cubierta de gloria entre guirnaldas de flores, pero es preferible soportarla un rato a abrirle la posibilidad a un coágulo arribando a mi cerebro. No sé si el consejo del alushe haya sido sincero, o si en este momento el muy cabrón se esté revolcando de la risa mientras piensa en mis gestos.
De cualquier manera, voy por otro vaso.