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DESASTRE TOTAL ULTRAVIOLENTO

ntes de calzarse su primera máscara, Violento Jack –uno de los miembros fundadores del Desastre Total Ultraviolento (DTU)– tuvo que vencer dos demonios: su timidez y la sombra de su hermano, un futbolista profesional. En su niñez Violento Jack fue inseguro debido a un defecto físico que hace que no pueda pronunciar bien ciertas palabras. A la compleja carga se le sumó la pérdida de identidad: era conocido como el ‘hermano de tal’.

Hoy es un luchador reconocido que además de hacer sangrar a sus oponentes, dicta seminarios a interesados en incursionar en el mundo de los silletazos. Exponiendo su historia sobre el ring, Violento Jack narra su lucha contra el complejo de inferioridad que lo atacó cuando era niño. Le gusta ostentar al guerrero que lleva en el interior y al monstruo que se inventó para afrontar a sus enemigos externos.

Violento Jack

Gracias a que su padre de niño lo llevaba a las arenas, Jack se hizo aficionado a la lucha libre. Pero a él en realidad no le gustaba ningún deporte, “no practicaba ninguno, no me gustaba el fútbol, no me gustaba el basquetbol”. “No haces nada, vete a jugar fútbol, muévete”. Por presión de sus familiares decidió entrenarse, pero a los doce años no quería ser luchador, sólo deseaba ejercitarse.

“Cáete, levántate, brinca, patea”, fueron los primeros ejercicios que le enseñó Crazy Boy –Fundador del DTU– a Violento Jack. Los entrenamientos eran desgastantes para un adolescente que creía que por ser alto le sería más fácil tener condición.

Los entrenamientos fueron feroces, pero por alguna razón que él no entiende, nunca se dio por vencido. Ejercitándose conoció a Pesadilla y Aero Boy, quienes se convirtieron en sus amigos fuera del cuadrilátero, y compañeros y rivales dentro del pancracio.

“Igual y sí, sí puedo ser luchador”, fueron las palabras de ánimo que se dio para no quedarse atrás de sus amigos, quienes ya comenzaban a debutar.

La primera oportunidad de debutar en la lucha extrema se la concedieron a los diecisiete años; entonces tuvo que inventarse un personaje y como siempre había deseado representar a un asesino serial, decidió que también quería ser un monstruo arriba del ring. El primer nombre que se le ocurrió fue Jack el violento. “No me gustaba como sonaba y lo decidí cambiar por Violento Jack”.

Violento Jack no se deja ver el rostro, tiene el pelo liso y se ha rapado los lados de la cabeza, el pelo cae sobre esa máscara de cuero sadomasoquista que evoca a Hannibal Lecter, Jason Voorhees, Slipknot.

Alcanzó la aceptación del público y empresarios mexicanos y extranjeros. Ha luchado contra grandes exponentes de la lucha extrema. Ha sangrado en arenas de México, Belice, Estados Unidos y Japón. Ha hecho rivales de envergadura como el ultraviolento Jun Kasai.

A medida que luchaba, Violento Jack mejoraba su nivel. Con cada lucha conseguía una nueva cicatriz, desde aquella larga que baja de su frente, hasta las cientos de minúsculas cortadas que de tanto abrirse una y otra vez se volvieron una lesión en alto relieve, una especie de quemadura regordeta y lisa que le cubre brazos, hombros, piernas, espalda, pecho y estómago.

En su espalda se han incrustado espinas de cactus, clavos, palillos. Su cabeza ha sido impactada contra bloques de concreto, láminas de madera, tambos de metal. Su cuerpo ha sido rasgado con púas, cuchillas, vidrios. A pesar de haber sufrido golpizas brutales no se ha lesionado de gravedad, lo más fuerte fue un esguince en un tobillo: “No recuerdo de qué grado fue, pero sí me mantuvo alejado del ring unos dos meses”.

Desde hace tiempo su familia dejó de espantarse por la agresividad de las luchas. Ahora entienden que Violento Jack controla la situación, que ni él ni sus adversarios se salen del guion. “Nunca he lastimado a un rival más de lo que tengo planeado”, dice mientras le escurre el sudor que le ha dejado el entrenamiento del seminario.

Violento Jack es reconocido por su instinto brutal y la bestialidad de sus combates. Desde hace tiempo se le reconoce por ser una figura pública y ahora resplandece sobre la sombra de su hermano.

 

La ideología del golpe

Un seminario sobre cómo iniciarse en el mundo de la lucha libre se lleva a cabo en el centro de operaciones del DTU en Tulancingo, una pequeña, rural y céntrica ciudad mexicana. El punto de encuentro es un gimnasio de paredes derruidas y grafiteadas, unos asientos de madera que algún día pertenecieron a un teatro y hoy yacen astillados, apiñados y polvorientos a la espera de una reparación. El techo de lámina de zinc tiene inscrito un slogan inmejorable: ¡Vamos a hacer ruido! Nueve pósters cuarteados penden del techo –flanquean el aire, la lluvia y el sol–; cada uno lleva impresa la imagen de un miembro de la pandilla: Rocky Lobo, Hormiga, Dinastía, Crazy Boy, Violento Jack, Aero Boy, Lancelot, Blackfire y Pesadilla. Los zancudos que merodean a los practicantes también vuelan sobre un par de bolsas de basura. Algunas lámparas tubulares de luz blanca, junto a un rollo de alambre de púas, yacen abandonadas.

“Nosotros nos subimos al ring y tenemos que parecer luchadores”, dice Violento Jack, rodeado de un sexteto de aprendices.

Si no tienes una historia, invéntala. La caricatura debe ser rentable. Los luchadores no son personas, son personajes. Los sueños son para niños, los objetivos son para hombres. Son algunos de los conceptos que enseña a los alumnos para que lleven a su personaje a un nivel de recordación.

Al pasar al entrenamiento físico comienzan a practicar los golpes de espalda, de pecho, los bofetones. Los lanzamientos y caídas se preparan desde una tercera cuerda verde a la que desde hace tiempo se le ha despegado una capa de cinta seca. El estrépito de los impactos en el tablado se convierte en la música de fondo del gimnasio.

Para ser luchador se debe tener cualidades histriónicas, hacer la pose exacta en el momento adecuado. En el seminario les enseñan a manejar los gestos de dolor o coraje para que en la lona y frente a cientos de asistentes puedan dramatizarlos. Los luchadores miran con perspicacia al sujeto que les ha solicitado entrevistas justo el día del seminario. No quieren admitir públicamente que todo está fríamente calculado, hasta las heridas que se auto infringen.

No quieren que oiga lo que enseñan, pero igual se escuchan las indicaciones: el golpe no debe ser mecánico porque debe tener ideología, se debe sacar el pecho para que no duela tanto y sea más ruidoso. Es importante aprovechar la estatura, si se es alto hay que ponerse en punta de pies para verse aún más grande y demostrar superioridad ante el rival y el público. Es importante lo que gritan, lo que se dice y el volumen con el que se dice. Deben leer poesía para exteriorizar sus sentimientos: amor, dolor, ira. Tienen que saber qué es lo que van a decir, cómo lo van a decir y a quién se lo van a decir. Cuando hablan deben mezclar un poco de verdad con mentira, la ficción necesaria para darle credibilidad al personaje. Es lucha libre, hay que vender algo. Se debe tratar de no sonar fingido para que la caricatura sea rentable.

Cuando van a algún ring donde no los conocen deben agradecer al público, enaltecerlo, asumir una actitud humilde y después deben cambiarla, algo así: “gracias por estar aquí, ustedes han sido parte importante de esta historia, yo vengo de donde están ustedes, era pobre, jodido, pero todo cambio y ahora soy un campeón y soy guapo y ustedes siguen siendo unos pinches nacos”.

Los pectorales de los luchadores se enrojecen a medida que avanza el ensayo. Los golpes en el entrenamiento son reales. Al igual que el dolor.

“Siempre me he considerado que soy esa parte, la parte que debe demostrar que la lucha libre es real, siempre me he manejado como tal y cuando me dicen ‘en la lucha no se pegan’, la verdad siempre les digo ‘ve una lucha mía y ya después me dices’”, dicee Violento Jack una vez terminado el seminario.

 

“¡Cállese, si se calla le mando a comprar los dientes!”

“¡Chinga tu madre puto!”, “Y si tu madre cobra ¿cuánto?”, “¡No le pegues en la cara que es mi vieja!”, “¡Con esa alimentas a tu hija!”, “¡Me vas a hacer llorar culero!”, “¡Pinche referí arrastrado!”, “¡Y arriba su hermana!”, “¡Al referí no se le para y ya se vino!”, son apenas una muestra de los insultos que reciben los luchadores al poner sus botas altas sobre la lona del ring.

Los enmascarados no se quedan atrás y calientan el ambiente insultando al público en general, hombres y mujeres, negros y blancos, gays y herosexuales, jóvenes y viejos, esbeltos y obesos; todos son incluidos a la hora de obsequiarles una injuria: “¡Pinche pueblo bicicletero!”, “¡Puro pinche indio tlacoyero!”, “¡Puro pinche nahual!”, “¡Pinches proletarios!”, “¡Cállese, si se calla le mando a comprar los dientes!”.

Aunque si algún compañero o rival tiene una malformación, discapacidad, característica sexual, color de piel, religión o lo que consideren en el instante digno de ser denigrado, recibirá sin menor sonrojo una ofensa hasta de sus propios compañeros: “¡Si gano me voy a llevar a este pinche marrano!”, insulto propinado por Mosco X-Fly al Niño Hamburguesa.

 

Madrazos a diestra y siniestra…

Los eventos que realiza la DTU se llevan a cabo los sábados en la noche. El punto de encuentro es un ring improvisado en medio del estacionamiento del Hotel VM. Antes de dar inicio al último episodio de la noche, un trío de jóvenes sube al cuadrilátero y enreda las cuerdas con alambre de púas, esconden bajo el entarimado docenas de sillas metálicas sin desplegar, en cada esquina pegan con cinta grupos de cuatro bombillas tubulares, algunas veces dejan a la mano uno que otro televisor viejo, esparcen en la lona objetos diversos: teclados de computador, engrapadoras para madera, manojos de tachuelas, un bate repleto de puntillas, tinas plásticas. Todo objeto contundente es útil para hacer más estrambótica la escena. Todo objeto contundente es útil para romper un alma.

En la noche de lucha ultraviolenta un sexteto de luchadores se entrelaza en una guerra de lamparazos. Bombillas tubulares de dos metros estallan en los torsos desnudos, sin ninguna conmiseración. A diestra y siniestra. Pedazos de vidrios caen en las graderías, algunas esquirlas se incrustan en la piel curtida de los gladiadores. El público se espabila al escuchar los silletazos que se estrellan en las frentes, espaldas y pechos de los enmascarados; los asistentes se estremecen al ver a un hombre clavar en el rostro de su rival la punta afilada de los restos de un tubo de vidrio.

Los luchadores deciden que el zafarrancho se debe llevar a bajo del ring. Los aficionados menos leales huyen en estampida, corren sin dirección, protegiéndose de una lluvia de fragmentos puntiagudos. Los que deciden seguir siendo testigos quedan a expensas de la locura. Cada aficionado corea el nombre de su guerrero favorito. Gotas de sangre tiñen los trajes fosforescentes. Vuelan sillas del ring hacia las graderías y viceversa. Se escucha la voz de un infante gritar: “Duro pero seguro”. Ríen.

Buena parte de la gente que se ha quedado son niños y mujeres, padres e hijos, que ven en este espectáculo de explosiones y lacerados una oportunidad de esparcimiento familiar.

El réferi es una figura decorativa que aparece para formalizar el encuentro. Se desentiende cuando se rompen las reglas y los cuerpos frente a él. Es un fantasma que sólo toma decisiones desacertadas, recibe abucheos y golpes. Quien sea que arbitre sólo es protagonista cuando proclama ganador a quien quede en pie en esa batalla campal.

En el éxtasis del espectáculo los espectadores corean al unísono: “Lu-cha-extre-ma” y golpean en cinco ocasiones consecutivas graderías y asientos: ¡Tun, tun, tuntuntun!

Con la adrenalina al límite los enmascarados se auto infligen castigos. Corren como kamikazes hacia el fino filo de las lámparas que rebanan sus pieles. Algunos han sangrado suficiente y salen de escena, sólo un par de ellos siguen repartiendo patadas voladoras. El público se cubre el rostro con terror cuando uno de ellos arroja por los aires a su rival para estrellarlo contra el tubo metálico del encordado que ha sido enredado con anterioridad entre púas y recubierto con tubos de cristal

¡Bang! Fin de la velada.

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