ANARCRÓNICAS

LAS ADELITAS

Parecían moldeadas en barro: morenas, húmedas por el sudor que les corría por entre los pliegues de la barriga y les goteaba entre las piernas. Los senos les colgaban como animales muertos, coronados por pezones del tamaño de una colilla de cigarro. Subían desnudas al escenario, sin ningún pudor, y esperaban con rostro de desgano a que el diyei marcara el inicio del show. Llegaban unos veinte hombres, casi todos sardos, con erecciones tan duras que hasta dolía verlas; también taxistas, cargadores y comerciantes ambulantes de las calles cercanas. Muchos sólo se sacaban la verga para, luego de malcolocarse un condón, atacar esas vaginas aplastadas como flores marchitas. Bombeaban con furia, con odio. Otro se acercaba a la mujer por detrás e irrumpía en su ano. Algunos más le metían el miembro a la boca. Ellas los recibían por todos sus orificios con el hastío de una secretaria de Tesorería. Los despachaban rápidamente, primero uno, luego el otro, luego dos, y así… Los parroquianos regresaban a sus mesas como gallos desplumados. Al final, las mujeres prevalecían. Desde el escenario, cubiertas de sudores ajenos, de semen, de maquillaje corrido, retaban a la concurrencia, escupían, y bajaban tan desafiantes como habían llegado.

Eran las estrellas del espectáculo de sexo en vivo en Las Adelitas, en Garibaldi.

Nadie que se preciara de conocer el ambiente nocturno de la década de los noventas podía dejar ir al Catorce, también llamado Las Adelitas. Era originalmente una disco gay que había sido el local de unos baños públicos, lo que aún se notaba: se veían en las paredes restos de las tuberías que llevaban agua caliente a los saunas; existían parches de azulejo en las paredes, y en el piso se notaban las divisiones de las regaderas. El noctámbulo llegaba ahí luego de navegar por otros bares, pues la cerveza era muy barata –7 pesos–, y el ambiente era la onda: gays, lesbianas, vestidas, bugas, chichifos, chacalones, todos iban allá a bailar y –si apetecía–, a ligar. La atmósfera era muy tolerante: si llegabas solo, con ganas de tomar una cerveza, nadie te molestaba; si llegabas con ansia guerrera, podías ligar y ser ligado por cualquier ser de la noche que eligieras.

La noche en Las Adelas tenía dos momentos especiales: a las dos y a las cinco de la mañana. En principio, el dijey pedía que la gente dejara la pista de baile; acto seguido, se encendían los estrobos y comenzaban las imitaciones de las vestidas: Daniela Romo, Gloria Trevi, Amanda Miguel… Imitaciones burdas, pero divertidas, aderezadas con maquillaje corrido y pelucas percudidas. Luego de la sesión de música de Stereo Joya, llegaban los meseros a colocar taburetes hediondos. Era en ellos en donde las estrellas de la noche, las protagonistas del Live Sex, colocaban sus adiposas humanidades para hacer el show.

Fui varias veces al Catorce: la primera, acompañado de un amigo. La segunda, solo. En otra ocasión fui con un tipo que era taxista que, ni tardo ni perezoso, subió al escenario a acompañar a las Venus prehistóricas –uta, fue como meter el dedo en un frasco de Nescafé–me dijo al terminar. En otra ocasión fui con una amiga quien se excitó tanto con el show que se acomedió a masturbarme por debajo de la mesa mientras el show estaba en su apogeo.

Sin embargo, la mejor anécdota del Catorce fue cuando llevé a los compañeros de mi primer trabajo. Ellos buscaban emociones fuertes, y sabían que yo conocía lugares.
–Pinche Omar, ya llévanos a donde haya pelos
–No aguantan..
–A fuerza, verás que sí. ¿qué no?

Los llevé primero al Latino´s, lugar que ya mencioné en otra crónica. Luego, entonados, les platiqué del 14 y aceptaron ir gustosos. No habían pasado la puerta cuando ya querían regresarse: el ambiente cargado de adrenalina, olor a semen y sudor les hizo corto circuito.

–Ya, güey, nos van a violar.
–Ora se aguantan, putos.

Pedimos una mesa y todos, los ocho compañeros, nos arrejuntamos como pingüinos. Temían que alguno de los concurrentes les metiera mano.

–No mamen –me burlé–, ni que tuvieran tan malos gustos.

Jorge, un ingeniero de espaldas anchas y sonrisa fácil, se hizo el valiente. Fue al baño a pesar de las advertencias de los demás. Cuando regresó, estaba pálido.

–No mamen, me agarraron el pito.

A mí se me olvidó decirle que los baños eran comunes, y que el lugar de mingitorios había un largo urinal que albergaba –nunca mejor dicho–, hombro con hombro, hasta siete personas al mismo tiempo. Cuando Jorge fue a orinar, uno de sus vecinos de meada, un travesti muy cotorro, le tomó el chostomo para saludarlo.

–Mucho gusto, don Pito. Me llamo Vanessa.

Jorge salió despavorido y me rogó que saliéramos; no fuera que regresara Vanessa en plan de ligue y él se dejara convencer de albergarla. El regreso fue sombrío, ninguno habló. Al despedirnos, hicimos un pacto de caballeros: al otro día nadie mencionaría el asunto.

Mal dicho, al otro día, en la empresa, hasta la de Recursos Humanos sabía de nuestra incursión, y del faje que le habían puesto a Jorge. Por supuesto, todo mundo también sabía que yo había sido el instigador de la excursión.

–Ay, Omar… A qué lugares los andas llevando –me comentó Enriqueta, la encargada de Reclutamiento.

Dos meses después, hubo recorte de personal. Fui el primer nombre en la lista.

Ahí aprendí a no llevar a cualquier hocicón a los pliegues de la noche.

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