ANARCRÓNICAS

VIPS DINAMARCA

Cualquier noctámbulo de los noventa sabía que uno de los puntos en donde podía arribar después de la fiesta eran los Vips de avenida Insurgentes

La mayoría funcionaba las veinticuatro horas, el café era barato y los gerentes no te molestaban. Llegabas a las cuatro de la madrugada, leías un rato y luego abordabas el metro o el camión para llegar a la clase de las siete a la universidad. Eran recintos seguros y cálidos en donde, además, podías conocer a lo más granado de los freaks de la ciudad nocturna: desde el chico de brazos cortos que te leía el tarot –y que juraba que era el asesor mágico de Martí Batrés–, hasta el vendedor de peluches que, venciendo su parálisis de medio cuerpo, se desplazaba por las calles de la Zona Rosa ofreciendo su mercancía y que casi siempre acababa convenciéndote de pagar cien o doscientos pesos por un conejo percudido o por un oso tuerto. Otros inquilinos del bestiario chilango eran aquellas dos mujeres mudas, madre e hija, que acostumbraban llegar a estos restaurantes perfectamente acicaladas a tomar café hasta el amanecer. Te estremecía verlas matar las horas en silencio mientras comían los bolillos con mantequilla que alguna piadosa mesera les regalaba. Si te les quedabas viendo, ellas te clavaban la vista y sacaban su lengua, haciendo que te corriera el calofrío en la espalda.

Sin embargo, lo mejor de la noche era esperar a las teiboleras. Los antros, por ley, cerraban a las cuatro de la madrugada, y muchas de las bailarinas llegaban a descansar un rato sus magulladas y lindas humanidades. Esto sucedía cuando, o bien no tenían dinero para ir a reventarse a la infinidad de afters clandestinos de los alrededores, o bien no conseguían que algún cliente les pagara unas horas de ternura comprada, o bien tenían que llevar el chivo para alimentar a sus hijos. Por supuesto, su actitud era la opuesta a la que tenían en su trabajo, pues siempre vestían sobriamente (mezclilla, pants, sudaderas), y jamás te dejaban acercarte. Eran bellas e intocables.

Por supuesto, existían sus excepciones.

No era particularmente bonita: sus dientes necesitaban de la mano de un buen ortodoncista y su cabello un tinte de calidad. Tenía caderas discretas, casi como de adolescente, y un par de senos pequeños que no necesitaban brasier para permanecer firmes. Sus pezones, por otro lado, eran apetitosos. Oscuros y grandes, se tensaban al momento en que se despojaba del baby doll con el que hacía su número. No recuerdo su Nombre artístico, pero sí su nombre real: Berenice. Luego de su baile en uno de los tugurios anónimos de la colonia Juárez, le invité una cerveza. Su charla era fresca y divertida, llena de frases ocurrentes y anécdotas de viaje. Era originaria de Michoacán y toda su vida se la había pasado viajando, desde Tijuana hasta Chetumal. Me habló de sus dos hijos, de su esposo muerto en un asalto y del hombre con el que paliaba sus soledades. Le encantaban los cacahuates japoneses y detestaba viajar en autobús foráneo. Me fui del lugar con una sonrisa en los labios.

Luego de navegar otros dos tugurios más me dirigí al Vips de Dinamarca. Ahí estaba Berenice junto a una maleta de viaje. Luego de reconocerme, me invitó a acompañarla. Platicamos un rato más hasta que la conversación subió de temperatura. Oye, que me gustaste… No, me encantaste. Tú también, me quedé con ganas de hacerte un privado. Puse mi mano en su muslo; ella no la retiró. El beso que siguió fue largo y profundo, y me erizó los pelos de la nuca. ¿Vamos a otro lado?, preguntó. No tengo dinero. Si no te voy a cobrar. No digo, para el hotel, pero no te preocupes, tengo una idea. Esperamos a que el afanador se dirigiera a los baños y me adelanté para hablar con él. Hicimos un trato, el buen hombre colocó el letrero de Piso mojado a la entrada del sanitario de hombres y me abrió la puerta. Entré. Berenice llegó un par de minutos después. Me coloqué sobre uno de los retretes, ella se quitó los jeans y se sentó sobre mí. Me cabalgó con rabia; yo pellizcaba sus pezones mientras ella me mordía el labio. Terminamos rápido. Berenice se recostó en mi torso como un gato amodorrado mientras yo intentaba conservar el equilibrio. El afanador tocó la puerta. Ya estuvo, joven. Salimos con la mayor discreción posible. Ella primero, yo un momento después, luego de lavarme el rostro. Le pagué cien pesos a nuestro Celestino. Uy, joven, nomás esta noche ya llevamos cuatro, me dijo mientras se guardaba las ganancias. Ya en la mesa, Berenice me dijo que a las ocho tomaba el autobús a Puebla. Tenía que ver a su hombre, pero me prometió regresar.

Nunca volví a verla en el tugurio en donde nos conocimos, ni en otro. Espero que finalmente haya dejado de viajar en autobús y que siempre tenga una bolsa de cacahuates a la mano. El Vips fue clausurado hace poco tiempo. Espera, junto con el edificio del que forma parte, la demolición.

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