onsumido de poesía y de un sentido apocalíptico de la existencia; encorvado y frágil por el Parkinson, la voz de Raúl Zurita (Santiago, 1950) se transforma de un hilo quebradizo en un tono potente para hablar de la necesidad de la belleza en un mundo asolado por el mal. Integrante de la vanguardia artística de los setenta y Premio Nacional de Literatura del año 2000 en su natal Chile, Zurita desbordó los límites convencionales de la poética con una serie de actos que incluyeron quemaduras en su rostro y el intento de cegarse, además de pintar sus versos en los cielos, los acantilados y los desiertos del continente americano. Durante su visita más reciente a la Ciudad de México, el poeta que desgranó la experiencia chilena de la dictadura de Pinochet charló sobre sus trayectos vitales, la creación a partir de las cenizas personales, el proceso del cuerpo convertido en obra poética y la condena de cada ser humano a buscar un paraíso para existir y resistir frente a las experiencias más dolorosas de la vida.
Una parte fundamental de su poesía inicial se reconoce como un trayecto basado en la obra de Dante: desde el purgatorio hasta su (ante)paraíso. ¿Cuál es el trayecto actual de su poesía?
Yo me imaginé un proyecto en plena dictadura chilena en el que me demoré prácticamente veinte años, para hacer un libro que se llama La vida nueva. Era un trayecto que iba de lo más precario y doloroso. Yo mismo me quemé la cara en un baño, solo, sin fotógrafo, no era performance, no era nada. Eso fue hasta que terminara con el vislumbre de una posible felicidad. En 1993 escribí sobre el desierto “Ni pena ni miedo”, una frase mía de tres kilómetros. Ahí concluí esa primera parte. Después me tardé doce años en hacer una segunda idea, que termina en mi libro Zurita, de casi 800 páginas.
¿Con qué sensación del mundo despierta?
Yo estoy absolutamente impresionado, sobrecogido por la noticia de gente que está tan mal. Pienso si tiene sentido la existencia de la humanidad, si no sería mejor que viniera un diluvio y nos borrara del mapa, porque es increíble un mundo con los refugiados sirios, los suicidados con bombas. No hay un segundo en que una ciudad de este planeta no esté siendo bombardeada, en que no haya personas torturadas o personas que huyen de las guerras; en un mundo que tiene las condiciones técnicas y económicas para darle bienestar a toda la gente. Creo que esa preocupación cruza todo lo que hago porque es feroz. No creo que ningún artista pueda ver la televisión y no salir absolutamente destrozado. Pero al mismo tiempo me pregunto por qué la gente no se suicida al ver a su hijo masacrado. Y creo que es porque siempre está la visión de un mañana, el fundamento de la existencia. Somos una raza de asesinos condenados a construir el paraíso.
Uno de los rasgos más destacados de su obra es que el paisaje habla, grita, reclama la justicia y las historias de Chile durante la dictadura. Sabemos lo que nos quita, pero ¿qué es lo que la dictadura no puede arrebatarle al ser humano?
No hay fondo. La dictadura te puede arrebatar todo, destruirlo todo. Para mí la poesía fue una forma de resistencia y de sobrevivir. En situaciones límites, tan duras, imaginarte estos paisajes que hablan puede ser una forma de resistir. Yo estaba totalmente liquidado, pero me imaginaba los poemas en el cielo o el desierto. Para mi sorpresa, se hicieron después. Para mí era una tarea de la no resignación. Había que responder a la violencia extrema de la dictadura con la mayor violencia de la belleza.
¿De dónde surgen las voces de esos desaparecidos que aparecen en todo momento en su poesía? ¿Cómo las escucha o las convoca?
Yo no sé. Está en los poemas. ¿Quién es ese que entra dentro de ti y te hace hablar de un modo distinto del que usas para tomar un café? Yo creo que los poemas son como los sueños que sueña el sueño de la tierra y uno recoge fragmentos de esas pesadillas. Pero no es porque uno sea el autor, está transcribiendo. Creo que si uno fuera capaz y pudiera llegar al fondo, es posible que llegue al fondo de la humanidad entera. El dato de la muerte es un hecho concreto; yo no estoy enfermo de nada, lo que tengo es neurológico, pero estoy en una especie de periplo tanto dentro de mí como afuera, y bastante golpeado por el mundo. Porque “felices los felices”, los que están bien. Ellos no tienen preocupación. Pero los que están mal, están demasiado mal. Me da la sensación de que la humanidad no se merece sobrevivir. Hay un poema que cita Hemingway en Por quien doblan las campanas. Cada vez que las campanas doblan porque alguien muere, yo muero, muere la humanidad. Somos una humanidad, aunque nos cueste. Cada vez que alguien desaparece o es torturado, la humanidad entera fallece.
Günter Grass escribió una vez: “la pérdida me hizo elocuente”. ¿A usted, la fuerza poética de su pérdida lo tortura o lo sigue impulsando para escribir?
Las dos cosas. Creo que si uno no es capaz de enunciar con los ojos abiertos, sin autocompasiones, en la propia oscuridad, es imposible vislumbrar algo. Los grandes monstruos, los asesinos genocidas (Hitler, Pinochet, Stalin) fueron tipos que estuvieron en las mismas ciudades que nosotros, en los mismos colegios, en la misma interacción social. Esa reserva de criminalidad y de mal está también en cada uno de nosotros. La sociedad encierra al genocida y después nos lavamos las manos. La sociedad entera es como una familia: de pronto descubres que tu padre que amabas era un violador de niños. ¿Cómo lo tomas? Toda la familia se muere. Algún día tendremos esa conciencia de la totalidad.
Usted experimentó intensamente sobre su propio cuerpo durante su búsqueda poética. La quemadura de la mejilla, el amoniaco en los ojos, la masturbación frente a una pintura. Usted hablaba de un periplo. ¿Cómo es su relación actual con su cuerpo, cómo se hablan?
Tanto la quemadura en la cara como el intento de cegarme fueron actos absolutamente solitarios, sin fotógrafo, sin registro. Actos bien desesperados que después se transformaron en parte de una obra. Yo creo que para escribir es preciso quemarse entero. Que no quede un músculo. Desde esas cenizas. Yo escribo desde un cuerpo que se dobla, se desliza, se tambalea por el Parkinson y sin embargo, yo le encuentro una cierta belleza. (medita) La relación con mi cuerpo es intensa y es divertida. Yo desde chico supe que no tenía un cuerpo para las Olimpiadas. Y llego a viejo y todas las cosas que no podía hacer de niño, no las puedo hacer ahora tampoco (sonríe). Pero creo que sólo los insatisfechos, los débiles, los que se manejan mal con el mundo son los que pueden hacer obra de arte. Uno hace arte, hace poesía, por desesperación. En El juicio final, a Miguel Ángel le habían dado un puñetazo y él se pinta ahí con la nariz aplastada. La belleza es increíble, la belleza es impresionante ese segundo que nos toca mirarla, cuando eres testigo de ella. Es más feroz y más despiadada todavía que la crueldad.
¿Dónde encuentra la belleza, frente a la maldad, la crueldad, la desesperación que ha mencionado en esta charla?
La belleza está en la bondad. Después de haber visto todo, ser capaz de perdonar y sentir un poco de conmiseración por ti mismo y por los otros.
Ha construido una poética en dos aspectos: como una ética y como una política. ¿Qué exigen la ética y la política de los poetas y artistas del siglo XXI?
Yo jamás me pondría un “cómo debe ser”. Porque cuando uno le dice eso a un artista, empiezan los fascismos, ¿me entiendes? Tú puedes decir “esto no puede ser”. Dices que no pueden escribirse sonetos y aparece un niñito en la última fila y te enseña el suyo y es maravilloso y te jodió todo (risas). En teoría, el pueblo le entrega a los artistas el ejercicio de su libertad.
Entonces, pondré el tema desde otro ángulo. ¿Hay manera de ser poeta sin vivir el arte en la carne y en la calle?
Me imagino que sí. Pero yo lo entiendo como un arrasarse de experiencia con las cosas. Sin embargo, de repente aparece un poeta de torre de marfil maravilloso. (risas)
Al igual que Chile, México está viviendo un proceso doloroso con sus desaparecidos por la guerra del narco, por los crímenes políticos, por las desapariciones de estudiantes y los feminicidios. ¿Cómo se hablan los desaparecidos chilenos con los desaparecidos mexicanos?
Espero que se hablen en algo parecido al Paraíso. Yo espero que en el último instante de esas vidas, cuando les rompían todos los huesos, cuando les ponían alambres en la boca, cuando les sacaban los ojos, ruego que ese último segundo haya sido un instante feliz. Si no es así, el mundo entero es una mariconada, la existencia no tiene sentido. Y si existe Dios, sería un Dios de una crueldad infinita.
Justamente desde sus alegorías de Dante, su poesía está habitada de citas, voces, referencias bíblicas. ¿En qué tiene fe tras las torturas y encarcelamientos de la dictadura, tras la muerte de seres amados? ¿Está Dios presente en su poesía?
Yo lo expreso, pero no sufrí lo que ellos sufrieron. Fuera de las golpizas, estoy aquí. No voy a darme un lugar que no tengo. Yo no creo en Dios, pero creo solamente en una forma. Cuando todo se ha derrumbado a tu lado, cuando te abandona tu compañera o tu compañero, cuando llega un golpe de estado, cuando estás arrasado, ¿qué es aquello que te hace pasar de ese instante al que sigue y al que sigue? A eso infinitamente tenue, yo lo llamaría Dios, lo que permite la sucesión de instantes.
Sus poemas siempre ponen al yo en un estado crítico, le dan espíritu a una comunidad de hombres y mujeres, a países como Chile que luego se extienden a Latinoamérica. ¿Quién es Zurita en este momento? ¿Es un canto a su amor desaparecido? ¿Es un chamán, un profeta, un loco? ¿Una conciencia latinoamericana?
No soy un profeta ni un chamán. Puede que sea un loco. Zurita es alguien que intenta hacer lo que tiene que hacer. Y no tiene ningún mérito. Estoy tratando de quedar en paz con lo que me ha tocado vivir.