l 30 de mayo de 2017, un taxista de San Miguel de Allende, Guanajuato, recibió un paquete para entregarlo en un hotel de la localidad. Le ofrecieron 500 pesos. Mientras conducía, el hombre se dio cuenta de que una camioneta blanca lo seguía, le dio miedo y llamó a la policía. Así se detuvo a un tal Ramón Alberto Guerra Valencia, quien llevaba consigo algunas cartas de una mujer franco-estadounidense secuestrada días antes. Dentro del paquete que nunca llegó a su destino, se hallaba un dedo de la víctima. Más tarde se descubrió que el presunto secuestrador era el chileno Raúl Escobar Poblete, alias Comandante Emilio. No pasó mucho tiempo para que las autoridades mexicanas lo señalaran como presunto responsable de una serie de secuestros de alto impacto, entre ellos el del panista Diego Fernández de Cevallos, quien permaneció siete meses dentro de una cisterna.
Miembro del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), guerrilla urbana que se dio a la tarea de acabar con la dictadura de Pinochet mediante acciones de toda índole, desde el sabotaje hasta el secuestro y el asesinato, Raúl Escobar Poblete es señalado como el ejecutor del senador y principal ideólogo del pinochetismo, Jaime Guzmán Errázuriz, el 1 de abril de 1991, y de haber sacado de la Cárcel de Alta Seguridad de Santiago a varios miembros de FPMR, el 30 de diciembre de 1996, mediante un recurso probado alguna vez en México: con un helicóptero.
¿A qué viene, en esta reseña, un resumen de nota roja? La nueva novela de Luis Sepúlveda (Chile, 1949), El fin de la historia, me recordó la vida de Escobar Poblete: ¿en qué momento la lucha revolucionaria se convierte en carrera delictiva o mercenaria? Ignoro si existen cifras sobre el número de jóvenes latinoamericanos que se marcharon a Rusia, Alemania Oriental o Cuba a recibir entrenamiento militar en instituciones como la Academia Rodión Malinovsky, para luego ser exportados como guerrilleros a diferentes países de la región y frenar el avance del capitalismo, tal y como se cuenta en El final de la historia, la nueva novela de Luis Sepúlveda (Chile, 1949): dos chilenos vuelven a su patria después de permanecer en Rusia -a pesar de la caída del Muro de Berlín y de quedarse sin brújula ideológica-. Ahí es cuando aparece Juan Belmonte, protagonista de Nombre de torero (Tusquets, 1994), ex guerrillero que luchó en Bolivia y Nicaragua, y que de vez en cuando se encarga de resolver casos al margen de la ley. Como Luis Sepúlveda, su creador, Belmonte también formó parte de la guardia personal de Salvador Allende, y gracias a la suerte vivió para contarla, a diferencia de otros tantos que tras ser sometidos a indecibles torturas, desaparecieron para siempre. En su apacible retiro en Puerto Carmen, al sur de la isla de Chiloé, Belmonte vive con su esposa Verónica y su fiel escudero Pedro de Valdivia, el Petiso, cuando recibe una visita inesperada y luego una llamada que lo hace ir a Santiago de Chile, ciudad que no visita desde hace veinte años.
Muy a su pesar, el ex guerrillero se encuentra de nuevo con Kramer, versión suiza y maléfica de Charles Xavier, quien le encarga un “trabajito”: localizar al par de chilenos con quienes apenas cruzó saludos durante su estancia en la academia Malinovsky. Como es previsible, Belmonte se niega a participar, pero Kramer le hace una oferta que no puede rechazar: si no acepta, la policía chilena le echará el guante para que responda por algunos procesos pendientes. Sin más salidas, Belmonte inicia la búsqueda, echando mano de todos los recursos a su alcance, que no son pocos, en los bajos fondos de Santiago de Chile.
Conforme la historia se desarrolla, las sospechas de Belmonte van aclarándose así como su corazonada de que la búsqueda de los chilenos, unos buenos muchachos a la manera de Scorsese, persigue otros fines. En El fin de la historia se demuestra que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones.
Aunque me hubiera gustado un tratamiento distinto para el cierre de El fin de la historia, —título que desde luego hace alusión al polémico libro de Francis Fukuyama— la novela engarza muy bien hechos verdaderos con la ficción: Lenin, Putin, se narran episodios como la cumbre de Yalta, el añejo e incumplido sueño de los cosacos por tener una patria, su participación en la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, se habla de Miguel Krassnoff —un austriaco-chileno de origen cosaco—, preso para siempre por sus actos de tortura y asesinato en la tristemente célebre Villa Grimaldi, durante la dictadura de Pinochet.
Como dice el lugar común, El fin de la historia se lee de una sentada, es un libro divertido como deben serlo las novelas que mezclan cierta dosis de policiaco con espías, sin atosigar al lector con viajes al extranjero ni cenas inútiles que duran cinco cuartillas, y creo que ofrece un camino poco explorado en la literatura policiaca y noir, al menos en México: como resulta difícil hacer verosímil a un policía o detective mexicano, ¿no va siendo hora de que guerrilleros retirados ocupen ese lugar, a la manera de Belmonte?
Luis Sepúlveda, El fin de la historia. Tusquets. 2017.