Yo, que nunca me gano nada, me gané una rifa. Hace un par de meses mi marinovio me comentó que la revista de espectáculos local tenía una promoción para asistir a la Nuit Blanche, la Noche Blanca en Toronto: regalaban boletos de tren a la ciudad, dos noches de hotel y entrada a la gran inauguración del acto. Él estaba emocionado y quería participar, solamente había que enviar un email para entrar a la rifa. -Manda uno tú también -me dijo, ¡así tenemos el doble de posibilidades! Pasaron dos semanas y por fin me decidí a enviar un correo que solo decía: ¡Quiero ganar! Y gané. Y nos fuimos.
La Noche Blanca es un evento anual en el que algunas galerías de la ciudad permanecen abiertas toda la noche y se colocan instalaciones artísticas en las calles. Es un intento por convertir a la metrópoli en una gran exhibición de arte contemporáneo y pasar la noche en blanco, yendo de un extremo a otro de la ciudad buscando las obras, tomándose fotos. Aparentemente una funcionaria de cultura de Toronto descubrió esta idea en París, donde año con año los museos permanecen abiertos para una noche de atasque cultural y todos son muy felices. A su regreso y llena de entusiasmo comenzó a buscar patrocinadores y desde hace diez años los torontonianos se apropian de sus calles y de la noche. Montreal, la ciudad más grande de las provincias francesas de Canadá, tiene su propia Nuit Blanche, y en aquella región la música y el baile hacen también su aparición para alumbrar la noche.
Los asuntos culturales en los países anglosajones funcionan de una manera muy distinta a como lo hacen en México. La participación del estado en estos affaires es mínima. Si el D.F. decidiera organizar una desvelada colectiva de este tipo, las autoridades probablemente podrían ir a las escuelas de arte que pueblan la ciudad y sacar las obras de la bodega y ponerlas en la calle. Como la gente en México aún no se ha dejado encerrar pese a la delincuencia y la inseguridad, simplemente irían encontrando las esculturas e instalaciones, dirían “qué bonito” o preguntarían “¿esto es arte?” y se irían a comprar el pan. Acá se requiere la cooperación de los patrocinadores, de “amigos del arte”, de miríadas de voluntarios. Se contratan docenas de personas para cuidar la seguridad y se realiza una campaña de meses para alentar a la gente a que salga a recorrer las calles. La iniciativa privada pone el tono de la vida cultural con todas las limitantes que nos podemos imaginar que se generan.
Pero nosotros éramos los felices ganadores de un fin de semana en la metrópoli, así que nos pusimos en camino el viernes por la mañana. El tren nos conduciría a Toronto con la velocidad y eficacia que le caracteriza, con su WiFi para que, en lugar de disfrutar el paisaje, uno pueda escribir su colaboración quincenal, con su silencioso circular sobre las vías. El clima, ese enemigo silencioso de la fiesta y la convivencia en Canadá, se nos había adelantado: nublado, ráfagas de viento del norte (esto quiere decir viento helado) de entre 50 y 60 kilómetros por hora y una leve pero continua llovizna, se sonreían con sorna ante los preparativos para la velada. No se reconocía a la ciudad de dos semanas antes, cuando el sol todavía nos hacía sudar y todas las mujeres llevábamos faldita, mientras los hombres andaban en bermudas y en patineta.
Nuestro pase de visita incluía invitación VIP para la gran inauguración. Disciplinados, bañados y vestidos de acuerdo a la ocasión, nos dirigimos al Centro Cultural Four Seasons, un hermoso edificio todo cristales y madera, en el que se lleva a cabo la temporada de ópera de la ciudad. Tragos gratis y bocadillos para los asistentes, citados a las 5.30 de la tarde. A esa hora éramos apenas una decena los que nos encontrábamos ahí, preguntándonos qué nos irían a mostrar en la presentación y si podríamos platicar con los artistas que crearon las obras. A mí me despertaba especial curiosidad conocer a Carlos Amorales, el artista mexicano que participaba con una instalación. Sin embargo, tras hora y media de espera escuchamos dos discursos sobre lo importante que era la noche de este año, ya que se festejaban 10 del inicio de esta nueva tradición. Yo, que nunca me pongo tacones, me los puse para este evento y para esta altura me arrepentía profundamente. Y todavía no había oscurecido.
Tres copas de vino después el viento ya no se sentía tan frío y los pies habían entrado en un estado de des-sensibilización, así que cuando Eric propuso caminar hacia las primeras exhibiciones de una vez, acepté con mucho gusto. Y comenzó nuestra noche de cultura.
Salimos a las calles donde la multitud, mapa en mano, se reunía en las esquinas decidiendo su ruta. Los proyectos patrocinados se encontraban agrupados sobre las calles centrales y en el Habourfront, el muelle que conecta Toronto con el lago Ontario. Los proyectos independientes estaban diseminados en calles aledañas, en un área mucho más amplia. Nuestra primera impresión fue que sería difícil dar con las obras, ya que los postes de información eran, digamos, confusos. En una cara señalaban la dirección hacia un conjunto de obras, en la otra, la dirección opuesta para el mismo grupo. Esto es Canadá y estamos acostumbrados.
Nos habían recomendado mucho ir a la exhibición de Lego, sin darnos mucha más información, así que decidimos caminar sobre la avenida que llevaba hasta la galería e ir visitando las que nos topáramos en el camino. La primera estaba localizada en los terrenos del edificio del Parlamento de Ontario, que se veía imponente contra el cielo nocturno. La instalación era una carpa en la que se habían colocado urnas para contestar sí o no a una pregunta: ¿estarías a favor de un mundo sin fronteras? A medida que uno se acercaba a las urnas de votación, se podían leer pancartas con información sobre los migrantes sirios. En una gran pantalla se actualizaba el número de votos para el sí o el no. La votación era muy cerrada.
Seguimos caminando y apareció la segunda instalación, otra carpa, esta vez del colectivo Cambalache, de Colombia. Dentro se ofrecían artesanías realizadas por habitantes de campos de refugiados en África y por refugiados colombianos en Canadá que se intercambiarían por otro que fuera de importancia para quien realizaba el intercambio. La idea detrás de esta instalación titulada Ayuda Humanitaria Para el Primer Mundo, quería enviar el mensaje de que, mientras en el Tercer Mundo la gente carece de dinero, en el Primero la gente carece de humanitarismo y necesita ayuda. Una idea bella, muy compleja de representar.
Nuestra siguiente parada correspondía con un domo de un material plástico que por fuera se veía como una estación espacial en un planeta desolado. Dentro se proyectaba un video que ocupaba toda la cúpula. Sobre nosotros se proyectaba la simulación por computadora de un tornado devastador, mientras una mujer narraba la consecuencia de un evento similar. El resultado era muy efectivo y simplemente aterrador. Con esa nota alegre nos dirigimos por fin, a la tan alabada exhibición de Lego, que no era sino una lechuza blanca realizada con los pequeños bloques del juego de ese nombre. “Qué bonito”, “¿esto es arte?”.
Con los pies destrozados y la sensación de que algo hacía falta, nos dirigimos al hotel a cambiarnos de ropa. La ropa para fiesta no estaba de acuerdo con las ráfagas de viento helado y volvimos a nuestras prendas abrigadoras, listos para cenar, primero que nada, y continuar hacia el muelle donde había una serie de exhibiciones que tenían como tema la fuerza del viento, nunca más adecuado. Los árboles se doblaban con cada azote, parecía que estábamos por enfrentar un huracán. Caminar contra el viento se sentía como hacerlo dentro de una enorme bolsa de plástico que físicamente impedía avanzar. Pero el muelle vibraba de actividad y la gente se formaba para acceder a las instalaciones artísticas. Un par de videos que no merecían demasiada atención dieron paso a una balsa metálica en el lago, sacudida por el agua. Adultos y niños de todas las edades abordábamos la balsa, parecida a una dona geodésica balanceándose en la oscuridad. Hasta ese momento era, si no lo más artístico, tal vez sí lo más divertido que habíamos encontrado.
Después encontramos una instalación en el interior de un túnel, con lamparitas con forma de gota colgadas asimétricamente del techo, algunas hasta el suelo. Se oía una suave tonada de piano en el fondo y espejos situados en las paredes y el techo replicaban el brillo de los leds. Si en algún momento sentí que vi arte, fue aquí. Muy cerca se encontraba la instalación de Amorales, Black Cloud. Se trataba de miles de mariposas negras pegadas sobre paneles de tablarroca blanca. He visto fotos de esta instalación en otras ciudades y aunque el artista consiguió un efecto interesante, no es lo mismo cubrir la fachada de un edificio clásico en París, que unas paredes falsas en Toronto.
Nos topamos con un grupo de danza-teatro cuyos miembros rodaban sobre el suelo en grupo, mezclando sus cuerpos, como una gran masa de espuma humana que avanzaba por la avenida; una montaña de leños entre la que el público avanzaba entre ella, sin poder escalarla; un concierto de micrófonos golpeados contra el piso y las paredes de una caja de trailer, cuyos sonidos se mezclaban y convertían en música; la representación de un muro de adobe que estalla y sus fragmentos, colgados de líneas de pesca, parecen flotar contra la noche.
A las dos de la mañana, helados y cansados, decidimos dar por terminada nuestra noche blanca. Las imágenes de las instalaciones y los videos nos habitaban, pero sobre todo, la sensación de que nosotros, junto a los miles de personas que caminaban en pos del arte, habitábamos la ciudad y la penumbra. Habría mucho que discutir sobre las obras, qué es arte y qué no en la era digital; cómo las acciones políticas se han insertado en el ámbito estético; cómo el marketing posiciona marcas a través de un evento cultural. Pero lo que subyace siempre en estos casos es la poderosa voluntad de la gente de caminar, de ver, de oír. Las ganas inacabables de la gente de reunirse. El poder de la masa que recorre las calles con un solo objetivo. Yo, que nunca me desvelo, lo haría otra vez.