Aunque no hay consenso respecto al origen de la fiesta, la celebración de los Quince años es un asunto tan serio como las mañanitas a la Virgen de Guadalupe el 12 de diciembre, o la entrega del informe presidencial. Cuando en la sala de algún hogar mexicano se exhibe al público la fotografía oficial de la quinceañera acompañada de su séquito de chambelanes (a un lado de sus “caritas” de cuando era bebé), es mejor no hacer escarnio ni chistes involuntarios si no se quiere herir profundamente la susceptibilidad de la abuelita que aún cree en las buenas costumbres, ni mucho menos echarle en cara a los padres que empeñaron el futuro del clan por seis horas de celebración.
Se rumora que la fiesta tiene su origen en una tradición azteca. Las muchachas que estaban en edad de tener más responsabilidades en el hogar eran presentadas ante el barrio como carne fresca para el martirologio del matrimonio. La costumbre no terminó con la conquista española y con Carlota y Maximiliano, ya en el siglo XIX, se incorporó la figura del primer baile, costumbre de las cortes europeas que consistía en una presentación ante la sociedad de una linda jovencita que por primera vez “movía el bote”.
El dinero que se invierte en la fiesta bien podría destinarse a un fideicomiso para la universidad de la festejada o para llevarla de viaje fuera del país. Sin embargo, la tradición se impone, pues la sonrisa de una hija bien vale el sacrificio de verle la cara al patrón o al gerente del banco. Porque hay una relación directamente proporcional al estatus social de la familia, que entre menos favorecida más recursos despilfarra en comida, bebida, salón (sitio que puede sustituirse por la calle como quedó demostrado en Quinceañera, telenovela estelarizada por Adela Noriega), vestido, pastel, y un largo etcétera que incluye coreógrafo, salón de belleza, misa y conjunto para animar el convivio.
Las clases altas le han dado un vuelco al asunto: si bien es significativa la celebración y una de las contadas ocasiones en que el padre de familia puede presumir a su retoño frente a sus cuates, hay que marcar con plumón Esterbrook una línea ancha que separe lo naco de lo socialmente aceptable. Se alquila el antro de moda, aun y cuando el volumen imposibilite la charla amena, la niña-mujer se viste con un diseño de Mitzy (por lo menos) y no baila vals, sino que elige una canción (como Sonámbulo), y baila con su papá, algún padrino, su hermano y ahí para la cosa.
Sin lugar a dudas, las fiestas de quince años con chambelanes, pastel de tres pisos y escalinatas de cartón, valses —aderezadas con bailes modernos que van desde el rock’n’roll, chachachá y raeggeton—, forman parte de la cultura mexicana y se prefieren mil veces a las celebraciones deslactosadas de los clases altas, que no por ello se salvan de la mácula del mal gusto.
Las palabras que el padre de familia dirige a su hija son un compendio de lugares comunes donde todos los recuerdos, por más penosos que sean, se exhiben sin recato. Con la multitud en silencio, el padre se referirá a ella con voz grave y a la vez emocionada. Seguramente derramará algunas lágrimas que le harán interrumpir su discurso, generalmente improvisado. En ocasiones, las más de las veces, el padre se queda callado por razones etílicas siendo altamente probable que utilice palabras altisonantes que enturbian la ceremonia y hacen las delicias de la concurrencia. A lo largo de su intervención, el padre le pedirá a la niña-mujer que siga siendo buena como hasta ahora, que no deje la escuela, que es “lo único que le van a dejar en la vida” y acto seguido agradecerá a la concurrencia por haberlos acompañado. No sospecha, o finge no hacerlo, que su hija ya ha sido objeto de un análisis profundo en materia de moda, modales y postura. Al ser el objeto de todas las miradas, a la quinceañera se le criticará que el vestido se vea demasiado artificial o que luzca demasiado apretado, además de que puede ser el blanco perfecto de chismes y burlas al sobrevenir algún error en la maroma reaggetonera, o al momento en que sus chambelanes deben cargarla con esfuerzo.
Si bien los usos prácticamente no han cambiado, en algunas ocasiones se puede atestiguar que, además de reafirmar que la niña se ha convertido en mujer, se lleva a cabo el acto de la “coronación”. Este consiste en que mientras la festejada baila, un grupo de “notables” (mujeres con alguna gracia o alta calificación moral dentro de la familia) le colocan una corona de plástico y un cetro, aunque no queda claro si los invitados se convierten en plebeyos.
Un brindis sella la ceremonia de presentación; todos levantan sus copas y desean larga vida a la quinceañera, apuran su trago y se disponen a cenar, pues nadie, a las once de la noche, después de haber oído misa y escuchar los ripios de un padre emocionado, perdona una deliciosa cena.
Tras los momentos de seriedad viene el festejo en serio. La fiesta debe ser amenizada de preferencia por un conjunto en vivo, que de cuando en cuando lanzará dianas a la festejada y organizará brindis al por mayor. Si no se cuentan con los recursos necesarios, un diyei puede hacerse cargo de la música, siempre que sepa organizar su acervo musical y no se “clave” en la música disco o en el pasito duranguense: la gente agradece la variedad, pero no aguanta salsas de media hora de duración. Debe evitarse la contratación de un músico que resume a una banda de doce integrantes en un teclado Yamaha: las trompetas de una cumbia o las tarolas de la música norteña saben a comida sin chile: es como comer en blanco y negro.
El menú de la cena desata discusiones. Los partidarios de las cremas, el espagueti y las carnes en adobo atacan los experimentos de la alta cocina o las ganas de servir algo distinto, aunque rara vez, tirios y troyanos, dejan los platos vacíos. Una mala cena puede disculparse, no así la falta de bebidas alcohólicas. Si las botellas se reparten sin ton ni son ni distinción de razas o credos, la fiesta tiene garantizado el éxito; cuando el mesero se disculpa porque ya se acabaron las botellas de El Jimador, la tacañería o “pichicatez” de los anfitriones sale a relucir: la fiesta no tuvo ambiente.
Hay quienes consideran que las fiestas de quince años son una muestra fehaciente del mal gusto mexicano, como la música de Rigo Tovar, pero son pocos los que se niegan a asistir a una celebración de este tipo, de la misma forma en que cada vez que suenan las notas del Sirenito, el público se levanta presto de sus asientos con el pretexto de “bajar” la cena.
Tras varias horas de baile y alcohol, la quinceañera, a pesar de su amplio vestido, desaparece por unos momentos. Su ausencia se explica porque si su padre ha dicho que ya es una mujer, no falta el vivo que decide pasar de la teoría a la práctica. Hay que buscar a la quinceañera en la zona más oscura o alejada del salón donde, seguramente, se besará apasionadamente con uno de los chambelanes o con alguno de sus compañeros de escuela.