EL INFINITO TURBULENTO
La poésie
est la toxicomanie
de la parole
Anise Koltz
Para los espíritus sensibles, la distancia que separa lo normal de lo patológico suele ser discreta y sutil, casi una insinuación. Inmersos en la cotidianidad que todo lo asfixia con su aplanadora de tedio -uno de los nombres más exactos del tormento es la rutina-, solemos reaccionar de manera temerosa o violenta ante los agentes o circunstancias que nos recuerdan que la vida es un delirio. La finalidad del arte y las pasiones, como la de los excesos y las drogas, es demostrarnos que lo extraño no es vivir al límite de uno mismo, sino en la esquina opuesta a la fascinación permanente. Ser consciente de la vida sigue siendo el mayor de los milagros.
El precio que pagamos por mantener en órbita la vida civilizada –paraíso siniestro donde abunda el plástico y la desdicha– es el de vivir en un letargo funcional que pretende olvidar que la existencia es un furia de sensaciones, recuerdos y experiencias contradictorias de las que resulta imposible reponerse: vivir es testimoniar el asombro y el horror en un mismo parpadeo. Vivir, en suma, es celebrar el disparate.
Por ello no es extraño que en la historia de la cultura hayan sido los poetas, filósofos y otros proscritos de la razón quienes se hayan fundido con la luz de ese fuego permanente que consume a los más conspicuos, prodigándoles, en un gesto, la llama liberadora: sólo los que bailan con el diablo conocen las dimensiones del Infierno.
En un ensayo publicado por el New Yorker John Lanchester sostenía:
“No hay duda de que la era moderna ha sido un periodo heroico en la invención e ingestión de farmacéuticos. Y los escritores han tomado todas esas drogas, incluso en cantidades homéricas… Si ellos parecen tomar más que otras personas, quizá se deba a que los escritores –tomando en cuenta que son pocos los que escriben más de unas cuantas horas al día– disponen de un montón de tiempo libre para estar colocados y, sobre todo, para crudear a gusto”.
No digo que las drogas sean la única manera de aspirar a estados alterados o superiores: se trata simplemente del camino más corto, y por ello mismo, del más minado. Las drogas funcionan, como bien lo supo Walter Benjamin, siempre y cuando se utilicen como punto de partida y no como punto de llegada: las drogas cuentan por los infinitos interiores que revelan. Por eso la verdadera iluminación, el big-bang del cosmos en el hombre, sucede en la poesía, pero no sólo en la que escriben los poetas, sino en la que conseguimos atisbar ante un plato, un eclipse, el rostro de la noche o las nalgas de una hembra. La poesía es la droga de la palabra.
Leopolodo María Panero demostró con su vida y con obra que la locura es una provincia que colinda con la genialidad y la ruina. Hasta su muerte vivió encerrado por decisión propia en un manicomio, donde escribía.
Cierro esta columna con unos versos de La canción del croupier del Mississipi:
En el cenicero hay
ideas y poemas y voces
de amigos que no tengo. Y tengo
la boca llena de sangre,
y sangre que sale de las grietas de mi cráneo,
y toda mi alma sabe a sangre,
sangre fresca no sé si de cerdo o de hombre que soy,
en toda mi alma acuchillada por mujeres y niños
que se mueven ingenuos, torpes, en
esta vida que ya sé.
Me palpo el pecho de pronto, nervioso,
y no siento un corazón. No hay,
no existe en nadie esa cosa que llaman corazón
sino quizá en el alcohol, en esa
sangre que yo bebo y que es la sangre de Cristo,
la única sangre en este mundo que no existe
que es como el mal programado, o
como fábrica de vida o un sastre
que ha olvidado quién es y sigue viviendo, o
quizá el reloj y las horas pasan.