n el décimo libro de narrativa de David Miklos (San Antonio, 1970), encontramos una estampa de la cotidianidad de una pareja: un hombre y una mujer están en su casa. Ella pela almendras y él lee las noticias: “Lunes por la mañana, en la cocina, mi mujer y yo. Ella me dice que la piel, la cáscara de las almendra, es veneno, que es mejor pelarlas”. Una noticia le llama atención en particular: un avión, en pleno vuelo, ha desaparecido del radar. Es así que es echado a andar un mecanismo similar al de una caja negra (la cual almacena datos relevantes para entender un accidente, por ejemplo): el hombre piensa en la estancia familiar de verano y en Montebello, el barrio que lo ha visto crecer. Entonces La pampa imposible se despliega en dos dimensiones: los registros afectivos y la selectividad que caracteriza la conmemoración. Conmemorar es recordar en privado lo que nos ha hecho los seres públicos que ahora somos. El resto, lo que ha sido depurado, es lo que no nos ha logrado definir: “La vida no es otra cosa sino eso, una serie de eventos ligados entre sí por una cuerda rota o un sendero repleto de baches”.
La pertinencia es un tema que ha indagado David Miklos desde su primera novela. En La piel muerta se espera que el mar regrese, por lo que el tiempo y el espacio se reconfiguran en torno a esta esperanza. En tanto, el personaje principal se enfrenta a su propia ola interna que, a la vez, lo purifica y lo contamina. La familia se revela como una cuestión vital pero también mortuoria: ¿cuáles son los padres posibles que una persona puede tener, por ejemplo? ¿Los hermanos? ¿Uno mismo cuantos yos puede tener? Si bien esta primera novela se caracteriza por la polifonía, en la más reciente obra narrativa de David Miklos encontramos una voz unitaria que también indaga en los resquicios de la memoria. Este cuestionamiento también aparece a lo largo de La pampa imposible a través de un despliegue de ciertos símbolos como los siguientes: “La palabra veneno me parece exagerada, pero no se lo digo, callo, contemplo el laborioso trabajo que mi mujer realiza, pela las almendras, una por una, luego de su reposo nocturno en agua”. O: “Resbalamos, caemos al chiquero, nos llenamos de lodo y de restos de olotes y, sólo entonces, el lechón se acerca a nosotros y parece reconocernos como a otros de su especie, nos olfatea, menea la cola enrollada, gruñimos en reconocimiento, lo invitamos a sumarse a la piara, pero el lechón recula y nada más nos observa”.
David Miklos nos regala momentos en los cuales no solamente recuerdo sino la presencia misma son un repaso elocuente de figuras determinantes como la paterna: “Como la pampa imposible de papá, quien de pronto aparece y viene a sentarse entre nosotros, sin palabras, se suma a la expectación de la película, llena de espectadores en sí, y sonríe cuando aparece una enorme y redonda y luminosa nave espacial, de cuyo interior descienden seres humanos de todos los tiempos, incluido el niño que desapareció en un umbral de luz, así como unas criaturas de cabeza grande y ojos negros, después de una especie de diálogo de luces de colores y sonidos”.
En varias entrevistas, el autor habla acerca de su interés por la cinta del matemático y astrónomo teórico August Ferdinand Moebius al momento de narrar. Esta recursividad se relaciona con una expresión que altera la dimensión lineal: el “y así sucesivamente” que es una sucesión cíclica: “Nosotros del otro lado de la ventana, una película más en la pantalla del televisor del cuarto de juegos, hombres de otra época que corren o parecen correr en cámara lenta, compiten, vencen y son vencidos, los menús marinos inacabados sobre el baúl”.
Hablamos en un inicio de dos dimensiones, sin embargo, como una banda de Möbius esta novela es lo que se conoce como un espacio no orientable. En La pampa imposible como lectores volvemos al punto de partida y nos damos cuenta de que, sin habernos movido realmente, hemos hecho un largo viaje: “Miércoles por la mañana, en la cocina, mi mujer y yo. Ella pela almendras (…) Tomo una almendra. La pelo. Echo la semilla a la taza medidora. Acaricio el bajo vientre de mi mujer. Y me como la piel muerta”.
Una sensación sonora permea la lectura de La pampa imposible. La música y su naturaleza cíclica: ciertas canciones representan un eterno retorno, un infinito para quien las escucha. Yo agregaría un fragmento “Summer Of ’69” de Bryan Adams a la lista de canciones que aparece a manera de epígrafe al inicio del libro: “We were young and restless / We needed to unwind”. También citaría la letra de “Las pequeñas cosas” cantada por Chavela Vargas: “Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amo la vida / Y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas” porque, como escribe David Miklos, “la realidad no detiene su andanza pese a que muchos de sus cabos permanezcan sueltas, sus interrogantes no resueltas”.
David Miklos. La pampa imposible. Penguin Random House. 2017.