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LO QUE EL VIENTO NO SE LLEVÓ

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Gracias al internet, la piratería y algunos puestos ambulantes con prodigiosos catálogos en DVD, como el que custodia la puerta trasera de la Cineteca Nacional, si se quiere conocer las grandes obras de la cinematografía ya no es necesario visitar un cineclub para iniciados y amantes de la incomodidad y los malos proyectores. Ahora es posible programar un maratón de neorrealismo italiano sin salir del cuarto y hacer una revisión completa de la filmografía de cualquier director desde la comodidad de una cama. ¿Para qué entonces pagar un boleto para ver una película vieja, que ya nos sabemos de memoria y por la cual antes desembolsamos una fortuna en una caja de Blu-Ray? El tamaño de la pantalla y la calidad del sonido sin duda son un factor, pero más allá de las particularidades técnicas de una sala THX, ir al cine es primordialmente una cuestión ritual, una experiencia mística junto a un montón de desconocidos a quienes nunca dirigimos la palabra y sin embargo nos une la misma locura. Como diría Canetti, cuando la masa se apelmaza y va a un mismo lado todos somos iguales. El medio es el mensaje, respondería McLuhan.

Hace algunas décadas en la Ciudad de México se podían repasar los clásicos en varios espacios comerciales dedicados a la exhibición de películas antiguas, buenas y malas, proyectadas en 35 mm: el Bella Época (hoy librería Rosario Castellanos), el Elektra (hoy Cinemex Reforma) y una de las dos salas con que contaba PECIME (hoy un edificio en ruinas), Periodistas Cinematográficos de México, organización encargada del manejo de los espacios, la programación y la difusión de los ciclos. Su director, Guillermo Vázquez Villalobos, comandaba también la sección de Espectáculos del por fortuna extinto Heraldo de México (diario de derechas que haría parecer hoy al Reforma un periódico anarco), donde trabajaba también un cementerio de buenos críticos que fueron junto a don Memo esenciales en mi educación sentimental: los cuatrocientos golpes los di a una vieja máquina de escribir en aquella sala de redacción. Sin embargo, para desgracia del público, un periodicazo mal calculado le costó a Vázquez Villalobos la operación de las salas, que tuvo que dejar a regañadientes en manos del gobierno mexicano, capaz de estropear cualquier buen proyecto, y no volvió a pararse en un cine hasta que el alcohol y el volante le quitaron la vida. El sueño de contar con lugares específicos para presenciar películas antiguas, como en París y Nueva York, se enfrentó de pronto a la triste realidad mexicana.

A finales de los años noventa la entonces empresa líder de la industria, Cinemex, revivió la idea en un sótano de Polanco, guarida de snobs que de vez en cuando abarrotaban las salas para ver El padrino o Vértigo en versiones restauradas. El éxito animó a la Cineteca Nacional a programar en cada una de las Muestras el reestreno de algún clásico, tradición que duró más de una década y donde los Welles y Buñueles convivieron con sus herederos creativos, a veces ganándoles en vanguardismo y actualidad: Sombras del mal cuenta mejor la temática de la frontera que cualquier otra película mexicana de los últimos tiempos. Aunque algunas de las revisiones ahuyentaron al público, otras han sido muy bien recibidas por los jóvenes, interesados cada vez más en el cine como medio de comunicación y no como un simple escaparate de las producciones de Hollywood.

Desde hace algún tiempo las salas de ambas cadenas han diversificado su oferta: partidos de futbol americano, soccer, conciertos de rock, transmisiones de ópera, el capítulo final de una serie de televisión y recientemente clásicos de la cinematografía. El cine ha dejado de ser cine nada más. La última vez que pisé el Diana la escalinata principal era escoltada por ocho carteles, de los cuales seis no correspondían a cintas de estreno. Meses atrás la exhibición simultánea de Cinema Paradiso en varios complejos resultó un gran éxito (boletos agotados con días de antelación), lo cual persuadió a los exhibidores de que el buen cine, sin importar cuándo fue hecho, podía ser buen negocio. La lista de películas incluye algunas recientes como La vida es bella o Pulp fiction, obras esenciales del género de terror (Halloween, El resplandor) o los clásicos de los clásicos que nacieron así desde su primer día de filmación, incluyendo el mayor de todos: Lo que el viento se llevó, que celebró 75 años y probó su eficacia melodramática en las nuevas generaciones, pues fui testigo de cómo un grupo de adolescentes corría literalmente al baño en el intermedio para no perderse ni un minuto de la historia, y al final terminaron entre ayes y exclamaciones de emoción como el resto de nosotros, llorando a raudales como si fuéramos Scarlett O’Hara recién abandonada por Clark Gable.

Podría intentar exponer en las siguientes líneas la diferencia que hay entre exhibir un clásico en 35 mm o en un proyector digital, y las virtudes y defectos que conlleva, sin embargo no puedo extenderme ni un minuto más y debo apresurar el punto final. Corro el riesgo de llegar tarde. Casablanca me espera.

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