PRIMERA PARTE
La broma de mal gusto invade los aires polvorientos de uno de los municipios más desfavorecidos del país, y el tercero con mayor índice de pobreza extrema en el Estado de México, sólo debajo de Ecatepec y de Toluca, salvo que la CONEVAL tenga imprecisiones en su Informe de Pobreza y Evaluación en el Estado de México de 2012*. Podría ser, pues a decir del actual régimen, hasta los relatores de la O.N.U. (sic) son imprecisos. Un ensayo sobre la Fealdad habría venido bien: el engendro metálico de inmediato se ganó motes por demás descriptivos, “Ironman”, “Transformer”, da igual.
El especial interés por Chimalhuacán viene de 1996, cuando comencé la carrera de sociología. Primera experiencia en la educación pública tras veinte años de estudiar en instituciones privadas a cargo de congregaciones religiosas. Cursar una segunda licenciatura resultaba un reto personal, pero a muchos compañeros y maestros de la Facultad les fastidiaba que ocupara un pupitre de ahí alguien enfundado en traje y corbata importados; aunque hoy parezca evidente tal rechazo, por aquellos años me tomó tiempo comprenderlo. Al cabo de algunas semanas procuré descifrar los códigos de convivencia, ajenos a lo que hasta entonces había aprendido: los compañeros de clase compraban cigarrillos sueltos y no la cajetilla, o los viernes “hacían la vaca” para las caguamas; otro vendía mota en su colonia para comprarse los libros que pedían los profesores y se hizo novio de una guapa que resultó ser “oreja” de Gobernación sin que nadie se sobresaltara por uno u otra. En el plano académico la exigencia era menor que antes, aunque sí requería más reflexión y visión crítica con sensibilidad social, cosa a la que no estaba acostumbrado. Una de las discusiones en clase abrió la caja de Pandora misma que controló el profesor al pedir un trabajo que implicaba investigación de campo. Se eligieron los temas por sorteo, mi papeleta decía “Chimalhuacán”.
Ese nombre lo reconocía por alguna narración durante las sobremesas dominicales. El bisabuelo H.J. había hecho una larga escala ahí durante la Revolución, en espera de instrucciones superiores. Si la ofensiva no resultaba, en vez de seguir hacia Querétaro tomarían rumbo al poniente hasta la zona que hoy se conoce como Villa Nicolás Romero para esconderse y aguardar la llegada de refuerzos y suministros. La memoria de la bisabuela ya no dio para explicarnos si el pequeño pelotón que encabezaba su difunto marido era villista, carrancista o federalista, aunque por su modo de ver el mundo, se descarta el que hubiera sido zapatista. De cualquier modo, espero en el futuro dedicar algunos días a investigar sobre ello. Por alguna razón el regimiento al que estaba adscrito don H.J. cambió su ruta y en vez de encontrarse con algún otro grupo afín, optaron por asaltar la Hacienda Lanzarote, para evitar a los enemigos que se acuartelaban cerca de Tepotzotlán. Además del botín, el bisabuelo raptó a una de las hijas de la dueña: mi bisabuela M.E. Un alto en el relato dejó entrever que de ese rapto surgió su más importante historia de amor. A cuentagotas compartía los pormenores de la aventura como preámbulo a su nostalgia de niña hacendada, entre otros tantos relatos que a veces compartía con su pudor decimonónico tardío. Se la habían robado en el asalto y, ella muy obediente se subió al caballo del bisabuelo H.J. Era una jovencita, y se le hizo gracioso escapar de casa. En el camino de regreso se quedaron en Cuautitlán, luego de que el muchacho revolucionario se desentendiera unos días de las batallas y los balazos a causa de ese amor.
A la familia le tomó varias décadas recuperar la Hacienda, litigio que encabezó un tío lejano; y el casco al parecer ahora tiene uso turístico. De cualquier modo, una pequeña anécdota de historia familiar tiene su arranque en el municipio de Chimalhuacán, sitio al que no volvió jamás el viejo revolucionario, pero yo sí, para cumplir con una tarea universitaria más o menos un siglo después de que naciera la adolescente que raptó el enamorado H.J.
Aquél sábado de 1996 llegué de mañana a la estación Pantitlán del Metro. Evidentemente me perdí entre los muchos pasillos: todo por cuestionar en clase la opción armada de los zapatistas y el pasamontañas de Marcos (no tardé mucho en simpatizar con ellos, tan pronto conocí un poco más del tema). Finalmente daría con el sitio en el que salen unas combis que cruzan Ciudad Nezahualcóyotl para llegar hasta la Avenida del Peñón. Caminar por las calles de las colonias La Mohonera, Barrio Ebanistas o Luis Córdoba Reyes fue la experiencia más compleja que hasta entonces hubiera tenido: decenas de calles sin pavimentar, como paisaje de aldea en el África subsahariana, viviendas de cartón, abundantes perros desnutridos, pero lo más indignante eran los muchos niños con el torso desnudo y la barriguita inflada, muy semejantes a las conmovedoras fotografías que poco tiempo antes habían circulado en el National Geographic sobre la hambruna de Biafra. Era un golpe duro con la realidad. Volví unas seis o siete veces para terminar el proyecto de investigación. Debo reconocer que pasé mal varias noches. Antes había estado en muchos lugares del país, la afición a los deportes extremos y de aventura lo arrojan a uno hacia sitios insospechados. Conocía rincones de varios estados de la república a los que sólo se llega tras largas travesías a pie. Sin embargo, a pesar de la pobreza en el valle del Mezquital o la región Triqui de Oaxaca, no tenía memoria de haber visto niños en condición de absoluta miseria, cuya alimentación se redujera a una bolsa de frituras al día. Tampoco en las misiones para regularización académica con niños en la Sierra de Querétaro a las que nos invitaban los religiosos de la secundaria durante la Semana Santa. Había visto el hambre y la precariedad muy de cerca, pero jamás al nivel que observé en Chimalhuacán. He olvidado si obtuve una nota buena o mala en ese trabajo académico. Durante la huelga universitaria del 99 abandoné esa segunda carrera, pero habían bastado un par de semestres ahí para desenmascarar un sistema de creencias que por años había defendido; era eso, un sistema de creencias, no de certezas.
El verano del 2000 lo pasé fuera del país tras renunciar a la corporación aquella de yuppies insensibles. No fue sino hasta que volví a finales de septiembre cuando me enteré que Chimalhuacán salía del anonimato debido a los enfrentamientos entre Antorcha Popular y la Organización de Pueblos y Colonias que encabezaba una mujer que se hizo célebre por aquellos días: Eulalia Buendía, mejor conocida como La Loba. Traté de recabar un poco de información, pero el tema del momento era el triunfo de la oposición en las elecciones celebradas en julio de ese año. Todo el mundo estaba atento al exempleado de la multinacional refresquera más importante del planeta que había derrotado en las urnas al partido oficial con 70 años en el poder.
* http://www3.inegi.org.mx/sistemas/Movil/MexicoCifras/mexicoCifras.aspx?em=15031&i=e
http://www.sedesol.gob.mx/work/models/SEDESOL/Informes_pobreza/2014/Municipios/Mexico/Mexico_031.pdf