CIUDAD PULSIÓN

LA ESFINGE Y EL SUPERHÉROE

I
Afuera del consultorio llueve. Mi último paciente acaba de salir. Ha sido un largo día de escucha. Cierro la agenda después de garabatear signos en ella y salgo de la clínica buscando aire libre. En la calle abro el paraguas, enciendo un Delicado sin filtro, me pongo los audífonos (desde el Ipod comienza a fluir el último disco de Thom Yorke, Tomorrow´s Modern Boxes) y me dirijo a la estación del Metro. El efecto de la cafeína aún no me abandona, sigue intensificando mis nervios. Mientras camino cancelo la modalidad “atención flotante”, esa concentración que justamente es una no concentración, a la que mi cuerpo estuvo sometido durante la jornada. Llueve con fuerza. Camino unas cuadras debajo de la lluvia mientras pienso, fumo, escucho la música y hago un recuento de lo sucedido al interior de algunas escenas relatadas en las sesiones. Pienso en los silencios, las palabras y metáforas que utilicé como intervención en los momentos claves del discurso. Por fin llego al metro, sacudo del paraguas los restos de lluvia y me sumerjo en la estación.

II
En una librería del sur de la ciudad encuentro, por fin, el libro que he estado buscando. Es un libro de Michel de Certeau que perdí (no sé realmente si lo perdí o lo presté y nunca me devolvieron) hace algún tiempo: el primer tomo de La invención de lo cotidiano. Lo hojeo y de inmediato me encuentro cara a cara con la parte que más me gusta: aquella en la que el caminar, el deambular y el andar por una ciudad son definidas como prácticas del espacio. Me conecto. Me pongo a escuchar de lo que habla el texto. Logro ver la ciudad desde sus páginas, de peatón me transformo en visionario, de lector en vidente, en Ojo solar que mira la ciudad-panorama. Mirada o pulsión escópica que sobrevuela las páginas y que, al mismo tiempo, vuela por encima de las calles. Ser peatón, ser caminante, ser-andando. Los habitantes de una ciudad son caminantes, dice de Certeau, caminantes cuyo cuerpo obedece a los trazos gruesos y a los más finos (de la caligrafía) de un texto urbano que escriben sin poder leerlo. Estas líneas me hacen trazar un vector imaginario por las texturas de este cosmos alucinante, como si al caminar fuese narrando una trayectoria sobre la cartografía urbana. Devenir-ciudad. Echar a andar, dejarse ir, recorrer una distancia, poner el cuerpo en marcha hasta abrir el espacio a algo otro, a lo inédito que pulsa detrás de este tablero clasificador de identidades. ¿Transitar, como el flâneur, hasta encontrar una mística o algo real, dentro de esta metafísica? Más radical: extender la línea de fuga hasta el punto en donde se llegue a lo nuevo; desde un nomadismo infatigable abrir los callejones sin salida del mapa (ir borrando, ir trazando, ir haciendo anotaciones) sobre las posibles líneas de fuga. Porque es siempre por rizoma como el deseo se mueve y se produce, dijo Deleuze en algún otro libro que también extravié. Pero la ciudad no solo es una ciudad, ni un tablero o un laberinto: es un diseño rebasado que al desplegar su pulsión agresiva se rebasa a sí mismo. Mega o macro urbe, este territorio de dimensiones máximas se vuelve un contenedor de otras ciudades, aldeas o tribus conectadas por calles, veredas, puentes, carreteras como el Circuito o el Viaducto, superautopistas como el Periférico. Habría que tomar uno de estos caminos para llegar al bosque o al museo o al aeropuerto. Unión entre civilización y selva que se entrelaza como el mestizaje que hay entre una colonia y otra. Mapa en donde acontece la crueldad de los flujos semióticos del mercado. Metrópoli ensamblada por códigos, variantes dialectales y signos dispersos: ciudad estructurada como un lenguaje. Tecnoestructura sofisticada que vuelve más “disfuncional” al hombre que (como androide paranoico) afirma y sostiene su dependencia a los objetos (reales, imaginarios, simbólicos) desde la fetichización de las morales mediáticas. Esfinge sobre la polis. Pero todo es mejor en los tiempos modernos, parecen decirnos, todo es cada vez más rápido, señoras y señores, más eficiente, ahora estamos más cerca, relájense, pásenla bien, disfruten de este viaje hacia el progreso y por ningún motivo se les vaya ocurrir asomarse por las ventanas de la violencia y el crimen. Todo está más oculto mientras más se represente. Esta hipocresía moderna o sociedad del semblante (anteriormente sociedad de consumo) es, cual espiral cerrada, un imperativo reversible. Una ficción, un simulacro. Otra ciudad dentro de la ciudad. Un laberinto dentro de otro laberinto. Si ya hablaba Freud de este mismo intento (de la razón) por desmentir la fuerza explosiva del deseo y la potencia obscena del instinto; ya hablaba él de las vías perversas de la pulsión de muerte y de todo este torbellino… Ufff, mejor cierro el libro como se cierra la llave de una regadera. Suspiro, le doy un “Like” mental y voy a la sección de comics. Un fugaz pensamiento me hace asociar, como por capas superpuestas (como por el principio de contigüidad de Hume), a Ciudad Gótica, a Metropolis y a Manhattan con el DF. Un súper héroe actual tendría que combatir el delirio que se produce de toda esta violencia bajo los anuncios neón. Y la calle, además de ser el escenario en donde se enfrentase al más malvado criminal, tendría que estar llena de signos alternativos capaces de subvertir lo establecido hasta crear contracultura. Nos hacen falta superhéroes, pienso de inmediato, focos de resistencia, sujetos que puedan desplazarse por sectores marginales, vigilantes capaces de luchar en la profunda noche cerebral de la ciudad. Alguien que venga y tire paro.

Salgo de la librería (con el libro de Michel de Certeau, con otro de Roland Barthes y un par de historietas), entro a un Oxxo a comprar cigarros y al llegar a la avenida me doy cuenta del tamaño de la luna, que ya está bien alta y llena y amarilla entre las nubes. Prendo un cigarro. La noche se ha despejado de cualquier rastro de tormenta. Exhalo una bocanada de humo al cielo, queriendo envolver la circunferencia lunar, y me voy caminando hasta mi casa.

III
Desde la radio transmiten música clásica. Voy a la cocina y en la alacena encuentro media botella de un whisky que sobrevivió a la última reunión del fin de semana. Saco un par de hielos del refrigerador y me sirvo en un vaso limpio. Doy un primer trago que es más bien un golpe, un shot, un madrazo para calmar mis nervios. Me sirvo otro. Camino hasta el estudio agitando el vaso, enciendo la lámpara y dejo caer todo mi cuerpo en el sillón. Doy otro trago y siento el calor incandescente, el resplandor, dentro del organismo. A lo lejos, abajo, a unas cuantas cuadras de mi departamento, se escucha la sirena (y la velocidad furiosa) de una ambulancia. La ciudad está encendida, me parece, más intensa. Apago el transistor y pongo un vinil. Siento la noche, combinación de sonoridad y luces intermitentes de una patrulla, filtrarse por entre las persianas mientras Atoms for peace suena desde el tocadiscos. Apago el cigarrillo y cierro los ojos. Quiero dormir. Quiero soñar con que mañana estaré fuera de todo este peligro.

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