ANARCRÓNICAS

NO HAY HÉROES EN LA NOCHE

Cuando eres niño, crees en los héroes. En los cómics, en las películas, aprendes que un hombre de valor es aquel que defiende a la chica sea cual sea la circunstancia. La escena es típica en todas las historias, desde los cuadritos de Daredevil hasta las películas del “Indio” Fernández: el mocetón se enfrenta al pérfido villano por la dama, flor de noche extraviada. Luego de una pelea brutal, el muchacho chicho remata al malo de un chingadazo en la cara o de una patada en el mentón –nunca en los huevos: eso es de tramposos–, y lo deja de tapete. La chica, entonces, redimida, se prende de los labios de su salvador y desanda las horas nocturnas para regalarse un nuevo amanecer en una nueva vida.

Nada más idiota.

Cuando creces, la realidad te rompe la nariz de un sillazo: no hay héroes en la noche. Ahí sólo priva la ley del más fuerte y mañoso, no hay reglas de caballerosidad ni respeto por quien muestra valor. La caballerosidad es una característica que se acerca peligrosamente a la estulticia. El noble, si tiene suerte, acabará apaleado en una esquina mugrienta y si no, sentirá en la espalda la frialdad de las planchas del Servicio Médico Forense.

Aquella noche era invierno: de esas brumosas que cabalgan entre la fiesta de navidad y la de año nuevo. Luego de trabajar, decidí tomar una cerveza y ver chicas desnudas en un bar de Insurgentes. Ni recuerdo el nombre del tugurio: fue uno de los cientos que como hongos aparecían de un día para otro solo para desaparecer a los dos o tres meses. Lo único memorable es que estaba frente a la gasolinería de Nuevo León, donde los travestidos venden sus encantos de utilería a los automovilistas. Me senté al lado de la pista, disfruté de dos shows aburridos de tan iguales: mujeres que, con desgana, se quitaban la ropa sin despojarse de la tanga. Mujeres feas, casi todas cercanas a los cuarenta años, de expresión agria y mal aliento.

Repentinamente, se sentó a mi lado. Era morena, de cabello corto y uñas mal pintadas. Llevaba una falda de mezclilla minúscula y un top. Manito ¿Puedo sentarme? Claro. ¿Me invitas una copa? Te invito una cerveza. No, no, sólo agua mineral. La vi de cerca: la mirada extraviada, pupilas de plato, boca seca. Me duele bien harto la cabeza, manto. ¿Te sientes bien? No, la neta, no. Ando mal de la garganta desde la mañana: es mi primer día por acá. Le toqué la frente: ardía. ¿Tomaste algo? Nada más las copas con los clientes, pero me siento bien mal. La mujer se veía legítimamente madreada. Oye, le dije, ya me voy. ¿En dónde vives? Por Coacalco. Me condolí, tenía tiempo de sobra, y traía el automóvil de la empresa en donde trabajaba. Si quieres, te llevo. Ella me observó con suspicacia. No pienses mal, respondí. En serio te veo mal. Oye, pero tienes que pagar mi salida ¿traes? No, pero vamos a hacer esto: voy a pagar mi cuenta, salgo y camino a la esquina. Me fumo un cigarro. Si sales, te llevo a casa. Va, me dijo, apretándome la mano. Hicimos el plan según lo convenido. Ya en la esquina, quince minutos después, se me apareció vestida y con su maleta. Gracias, manito, en serio. Caminamos media cuadra, y cuando menos esperé, ya nos habían rodeado diez de los meseros y garroteros del bar. ¿Qué pedo, culero, por qué te la llevas?, me empujó uno flaco y correoso. Yo no la saqué, le dije. Ella salió por sí misma. Nos vale madre. Tienes que pagar la salida. Ni madres, cabrón, le dije mientras me quitaba su mano de mi solapa. ¿No ves que está bien enferma? Me vale pito, la chica no puede salir hasta que acabe su turno. No mames, así ¿de qué les sirve? Pues o pagas o te puteamos. En eso, pasó una patrulla, se estacionó frente a nosotros, en el lado sur de Insurgentes. De inmediato cambiaron el tono. Amiga, le dijeron a ella, no te puedes salir. Ven con nosotros. Pero me siento muy mal. Ándale, ahorita te damos algo para alivianarte. El patrón mandó por tí. Pero mi niño… Mañana lo ves. Tengo que ir al doctor. Ahorita con una chela te alivianas. Poco a poco la fueron rodeando, llevándosela despacio, como una jauría de hienas. Algunos me dedicaron miradas sanguinarias, de promesas de futuros y violentos encuentros, hasta que desaparecieron en la puerta del bar.

Me quedé varios minutos helado, esperando a que se me bajara la adrenalina. Intenté prender otro cigarro, pero el encendedor se me cayó de entre los dedos. Pensé muchas cosas en ese momento: quizá si hubiera descontado al más pendenciero, al jefe, se hubieran amedrentado. Quizá si hubiera gritado a la patrulla, diciéndoles que intentaban secuestrar a la chica, ellos hubieran corrido. O quizá me habrían tundido hasta dejarme con muerte cerebral, como acostumbraban hacer en otros tugurios. El héroe de esa noche nunca apareció, sólo el payaso, quien caminó hacia el automóvil de la compañía en la que trabajaba por aquellos años.

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