NO SOY DE AQUÍ, NI SOY DE ALLÁ
Hace seis años mandé todo al cuerno y emigré a América del Norte, a los vastos territorios de Canadá, donde me esperaba una vida mejor en un lugar mejor como resultado natural de la ecuación “a mayor educación, mejor trabajo”. Todo mejor, lo mejor de lo mejor. Las puertas del primer mundo eran anchas y no tan ajenas. Obtuve una beca en una universidad situada en la que entonces era considerada la décima ciudad más grande de Canadá, London, en Ontario, y el futuro era brillante. El choque cultural no se dejó esperar. La décima ciudad más grande de Canadá tenía 320 mil habitantes (no manchen, solamente la delegación Azcapotzalco tiene 415 mil). El total de la población canadiense (30 millones de almas) se podía acomodar en la zona urbana de la Ciudad de México y un poquito más. La metrópoli más cercana, Toronto, contaba entonces con dos y medio millones de inquilinos, la más poblada de Canadá, y la gente se refería a ella como “ciudad monstruosa”, demasiado grande para vivir en ella según la mayoría.
Los Canuks, como se llaman a ellos mismos, tenían serios problemas de relación con su población indígena (ya les iré contando algunas historias sobre las Escuelas Residenciales, el sistema educativo separatista de los años setenta que es la vergüenza canadiense). Y, en general, la nación percibida como la más amable del mundo (Canadians are nice), reventaba de racismo. London pasó entonces a ser Pueblondon para mí. La provincia protestante del Canadá inglés donde los “verdaderos” canadienses se ocultan a la vista pública y se relacionan exclusivamente entre ellos. El Pueblo en el que, si no fuiste con los residentes a la preparatoria, jamás te invitarán a cenar.
El paraje casi surrealista de la película de Wim Wenders, “París, Texas”, cobró una brillantez cegadora: el sitio con el que sueñas y al que llegas se pueden llamar igual, pero no siempre son lo mismo. Estas provincias del primer mundo suspiraban por las capitales europeas, igualito que en mi ciudad, que es chinampa en un lago escondido. Por otro lado, volver a una rutina de estudiante después de una vida profesional de mediano éxito no se presentó tan fácil. El retorno a la universidad a los cuarenta años significaba que mis pares, aspirantes a doctores, serían al menos diez años menores que yo. Sin embargo, yo esperaba que el compañerismo y la buena onda latinoamericana limara los conflictos generacionales y todo fuera coser y cantar. En inglés y en español, porque primero que nada, la mayoría de nosotros venía al encuentro con la cultura anglosajona para aprender junto con mis hermanos latinoamericanos. Solo que mis hermanos latinoamericanos preferían reunirse en grupos de acuerdo a su nacionalidad, haciendo de una minoría una comunidad más pequeña aún. Con el paso del tiempo he ido perdiendo algunas de las particularidades de la idiosincrasia mexicana, debido a que la cotidianidad de la vida en Canadá exige una visión distinta de la convivencia y la vida diaria. Por otro lado, nunca me podría considerar canadiense porque su cosmovisión es totalmente diferente de la mía.
Me he convertido en el personaje border/híbrido de que hablan los antropólogos, que se define muy bien con el verso de la canción: “No soy de aquí ni soy de allá”, lo que me da un punto de vista peculiar sobre los acontecimientos globales, o mejor dicho, siempre tengo un “pero” para añadir a la conversación. Son todas estas las cosas que les quiero contar, algunas veces opinar de lo que pasa aquí y allá. Otras, desproticar así nomás sobre los mitos del primermundismo. Aunque ya sabemos que si en gustos se rompen géneros, en opiniones se rompen madres, pero después de la golpiza todos vamos por las chelas y tan cuates. Por eso, desde Pueblondon, seguiremos opinando.