scribir y publicar novela policiaca está de moda. La figura del detective abrumado por una vida personal caótica y de un código moral incuestionable, heredero de clásicos como Sam Spade o Philip Marlowe, se apersona lo mismo en los nevados bosques de Noruega que en las voluptuosas playas de Cuba, pasando, por supuesto, por las marisquerías sinaloenses o los tugurios madrileños.
Este amor renovado por lo policiaco en algunos sectores del público lector es comprensible, pues en una época en la que los mitos han quedado hechos ruinas, en la época de la ambigüedad moral y las posverdades, el policiaco es uno de los pocos géneros narrativos en donde puede encontrarse la vieja batalla del bien contra el mal.
El investigador, no necesariamente policía, no necesariamente íntegro, se confronta al caos del crimen, la injusticia y la corrupción, aunque no siempre sale bien librado de la batalla.
Por supuesto que el policiaco esta moda, en parte porque se ha convertido en un gran negocio. El género ha atraído a escritores no habituales bajo la falsa creencia de que escribir policiaco es bien fácil. ¿Por qué no? Sólo hace falta un detective algo decadente, pero simpático, un misterio que incluya a un villano detestable y mucha acción y trancazos para tener entretenido al respetable. ¿No es así?
La respuesta es NO, como bien lo constata Sergio Ramírez (Mastepe, Nicaragua, 1942) con su novela Ya nadie llora por mí (Alfaguara, 2017).
Ramirez es un prolífico autor con más de veinte libros de narrativa en su haber –entre los que se incluyen libros de relatos, novelas e incluso compendios de recetas de cocina–. Además de dedicarse a las letras, Ramirez ha tenido una intensa vida política en su país, pues fue opositor al gobierno de Anastasio Somoza, simpatizante de la revolución Sandinista de Daniel Ortega –con quien incluso llegó a la vicepresidencia de su país–, y luego crítico del gobierno emanado del sandinismo. Toda su vida como luchador social se vuelca en su obra.
En Ya nadie llora por mí, su detective de cabecera, de nombre Dolores Morales, un ex combatiente lisiado de la revolución, es requerido por uno de los nuevos ricos del régimen para encontrar a su hijastra, quien se presume, ha sido secuestrada.
La trama se desarrolla bien, los personajes están bien construidos; los villanos de turno se prestan para hacer una lectura de la lucha de clases –el millonario Miguel Soto, el tenebroso “Tongolele” como esbirro del régimen–, e incluso hay un cierto guiño hacia lo fantástico, ya que la presencia permanente de Lord Dixon, un antiguo asociado de Dolores Morales que fue asesinado en un caso, coloca a la trama como un asunto que compete tanto a vivos como a muertos. Dixon, voz que les habla a todos los cercanos a Morales como si fuera una conciencia, es el contrapunto humorístico de la historia.
Sin embargo, la gran falla de Ya nadie llora por mí es la manera tan simplona en la que Ramírez como autor resuelve algunos conflictos internos de la trama. Propone soluciones demasiado fáciles para ciertos enigmas que merecían un planteamiento más elaborado, como por ejemplo, que una sesentona sea tan ducha como para hackear una cuenta de Facebook en menos de diez minutos –que hace soltar una carcajada a cualquiera que sepa un poco de seguridad informática–, o que “curiosamente”, uno de los socios de Dolores Morales sea amante de una de las mujeres cercanas al villano, y que “curiosamente”, se encuentre en la casa del mismo para obtener datos primordiales de la trama.
La acumulación de estos pequeños detalles acaba por derrumbar el pacto de verosimilitud entre el lector y el narrador.
Sin embargo, Ya nadie llora por mí también posee detalles entrañables.
Quizá su fortaleza más grande es que, a partir de las convenciones del relato policiaco sabe retratar las contradicciones de la Nicaragua sandinista, de la revolución que inició proletaria y se convirtió en burguesa y corrupta, y del encumbramiento de esos vivales que nunca faltan en cualquier cambio social: esos que esperan la oportunidad para saltar al prestigio y la riqueza, así tengan que caminar sobre cadáveres.
Otro punto a destacar es su noción de justicia como una construcción colectiva que recuerda las novelas de Paco Ignacio Taibo II: Dolores Morales no actúa solo, sino que requiere de la ayuda de sus amigos peluqueros, su inefable asistente Doña Sofía, su enamorada Fanny, y muchos otros que se le van cruzando en el camino.
Sólo así, en un esfuerzo comunitario, es posible resarcir un poco el daño a los ofendidos y perseguidos; es posible exhibir a los corruptos y malvados, aunque luego se pague un precio muy alto por el atrevimiento.
Sergio Ramírez, Ya nadie llora por mí, Alfaguara, 2018.