En el programa de radio del doctor Ernesto Lammoglia escuché hace años una máxima interesante: “El último recurso de un ojete es llorar”, lo decía para referirse a los chantajes manipuladores que los abusadores utilizan para evitar que los abandonen. En septiembre pasado en las revistas de chismes y en la barra de programas sobre el espectáculo, el rostro ensangrentado y deforme de Marisa Moreno, nieta de Mario Moreno “Cantinflas”, apareció en las televisiones nacionales e internacionales. Después de una brutal golpiza su cuerpo reporta doscientas fracturas, además de señales de estrangulamiento, el agresor fue su esposo, Alain Meder. Hace más de cinco meses una amiga querida fue golpeada en el rostro por su pareja; después de una fiesta viajaban de regreso a su casa en una camioneta que él conducía, una vez que la golpeó la dejó consciente a la vera del camino, y condujo a su domicilio con el hijo pequeño de ambos en el asiento trasero.
En abril de este año circuló la noticia del proyecto peruano No te mueras por mí que denuncia el aumento en ese país de la violencia contra las mujeres a manos de varones que suelen ser sus parejas; el libro electrónico se compone de veinticinco casos de mujeres que, tras sufrir abuso físico concluyen su relación de pareja, los agresores envían cartas o mensajes de arrepentimiento, suplicando la segunda oportunidad que parece ser parte del código del amor romántico en Occidente. Estas veinticinco mujeres acceden a retomar la relación y poco tiempo después sufren una golpiza que, en el caso de Raquel, culmina en su muerte, o bien a causa de los traumatismos abortan, sufren de coma, son hospitalizadas o mutiladas. No te mueras por mí enfatiza el poder cultural que tiene la minimización de las acciones violentas ejercidas por los varones en el marco de una relación amorosa. A este escueto libro pueden sumarse los dos casos referidos arriba, y es que a Marisa Moreno su esposo le suplicó que lo alojara una noche porque su contrato de arrendamiento había vencido, esa noche la dejó en un charco de sangre, la dio por muerta y se fue a un centro comercial para tener testigos de su ubicación. Mi amiga a pesar de que ahora ha concluido la relación amorosa con el padre de su hijo, depende económicamente de él; la madre de su agresor, su suegra, y su propia madre insisten en que una segunda oportunidad se le da a cualquiera, que él es el padre de su hijo, y él le ha dicho como argumento irrefutable “Ni te pegué tan fuerte”.
Estos hombres, los veintisiete, están enojados, furiosos, son hombres violentos. En muchas de las historias el móvil son los celos; a mi amiga su pareja le dijo que ella había provocado sus celos al coquetear con un tipo durante la fiesta, extrañamente el machín no arremetió contra el supuesto seductor en plena reunión, sino que esperó alevosamente a que estuvieran lejos, en un lugar oscuro, ahí decidió golpearla, no frente a su propia familia, ni frente a los amigos. El esposo de Marisa Moreno suplicó para que lo recibiera en su casa, fingió debilidad, pero él había acudido con el plan elaborado por su furia: ella había ya tramitado el divorcio que estaba por sentenciarse, la golpiza ha de calificarse como intento de homicidio, pues ella sólo sobrevivió porque él la dio por muerta.
A las mujeres nos programan para decir sí a los varones, y sobre todo a los varones con quienes sostenemos relaciones afectivas: atiéndelo; complácelo no te lo vayan a bajar; buscará afuera lo que no le den en su casa; él mantiene a los niños; bebe porque está triste, porque no le va bien; es que estaba estresado por eso te pegó; es que… Cualquier frase que inicie “Es que…” continúa como una excusa, tácitamente se justifica una conducta. Las mujeres somos programadas para hacernos cargo de las emociones y las consecuencias de las emociones de los varones con quienes nos relacionamos (la madre de una de mis ex parejas me decía “Desde que tú lo alimentas, mi hijo ha subido mucho de peso, cuídale la alimentación; X siempre ha tenido problemas de…”; uno más insistía en que yo debía cuidar su hipertensión a pesar de que era él quien consumía carnes rojas, sal en tantos alimentos fuera posible, y decidía ver futbol en lugar de practicarlo).
Hace poco en una publicación electrónica a propósito del acoso callejero –que para muchos es el resultado natural de la vestimenta femenina– leí un comentario que afirmaba que las mujeres éramos como niños malcriados, a quienes se les habían concedido todas las libertades posibles y que éramos insaciables en nuestras demandas… La imagen de niños malcriados me pareció sugerente para pensar a los hombres violentos, después de haber aceptado que alguien más debe hacerse cargo de sus necesidades, de los efectos de sus emociones, que deben ser vistos con devoción y admiración, ha de resultar muy frustrante que ese alguien renuncie, que ese alguien los deje solos a cargo de sí mismos, que ese alguien se niegue a cultivar su ego. La mayoría de los hombres que conozco que se separan o divorcian deciden volver a casa de sus padres sin ningún conflicto acerca de quiénes son y qué quieren, regresan a ser cuidados por sus mamás, y no salen de ahí si no es para vivir con una mujer que de nuevo se haga cargo de sus necesidades. Estos grandes bebés están enojados, están dando puñetazos y patadas a los cuerpos de aquellas a quienes culpan de sus propias miserias e incapacidades a sus parejas, y como niños ruegan y suplican una segunda oportunidad. Efectivamente, el último recurso de un ojete es llorar.