Soy un fan malito de escritores malditos. No soy un maldito. Soy muy malito. Y es que esto que pueden leer, o no, ocurrió hace tanto tiempo que incluso podría estar hablando de otra ciudad, de otro país e incluso de otra persona.
Era 1996 o 1997, no recuerdo con exactitud y tampoco tiene importancia, la revista Moho presentaba su más reciente ejemplar, o era simplemente una fiesta organizada por Guillermo Fadanelli con y para los amigos, acompañados de Sekta Core y, creo, Los Exquisitos.
El DF era otro. Recién gobernaba la izquierda, esa de Cuauhtémoc Cárdenas. El 14 en Garibaldi era famoso porque en su escenario se llevaban a cabo espectáculos de sexo en vivo entre hombres y mujeres, entre hombres y hombres, y a veces entre hombres y animales.
Los cabrones que se subían al escenario a coger eran, por lo general, tipos de piel morena, el gesto hosco pero infantil y el cabello pelado a lo casquete corto, suficiente para saber que salían de sus mazmorras militares a buscar un poco de diversión nocturna. Y como El 14, en Garibaldi en esos días se abría antro tras antro para “dar” espectáculos de sexo en vivo. La Nueva Internacional no era la excepción. Por el rumbo de La Merced estaba La Chaqueta y otro más que no conocí. En la esquina de Perú y Eje Central El 33 era cosa aparte, se erigía veinticuatro horas continuas día tras día para albergar a la comunidad gay que prefería el subterráneo mexicano y no los antros entonces pomadosos de la Zona Rosa. En El 33 terminamos departiendo muchas ocasiones, esa gente mohosa y underground, de fines de los noventa, en una ciudad que comenzaba su transformación a una peor o mejor, cada quién sabrá.
En fin, era 1997 o así y la revista Moho presentaba un nuevo número en La Nueva Internacional, sobre Eje Central, en pleno corazón de Garibaldi, un Garibaldi rudo y sucio, apestoso y violento, pero no para el conocedor. No era esa porquería que hoy en día quieren presentar como un sitio amigable para el turismo internacional. En sus plazas no había más que talón y robo a incautos. Robaban entonces, siguen robando hoy, más dentro de las cantinas famosas que afuera, en la plaza.
La Nueva Internacional era un enorme galerón como de 200 metros cuadrados ubicado entre el hoy ya también desaparecido Bombay y la Plaza de Garibaldi. Al centro se ubicaba el escenario y en las orillas, contras las paredes laterales y externa las mesas y sillas. En la pared del fondo estaba la barra y a sus costados los baños. Casi podría decirse que era un urinario con servicio de bar. Por las tardes era un lugar poblado de borrachos del rumbo. Por las noches los soldados que no alcanzaban lugar en El 14 se refugiaban en las fauces de La Nueva Internacional. Ignoro si antes hubo una La Internacional, quizá sí.
Eso de coger en el escenario de los antros ante la babeante concurrencia se había puesto de moda en unos cuantos meses, 1997, 1998, repito. Algunos aventurados escribieron sobre eso en sus columnas y crónicas de los suplementos culturales de los diarios de entonces. El rumor se esparció como las cenizas del volcán Popócatepetl que desde entonces amenaza a los chilangos con una gran explosión. Así se pobló la vida de Garibaldi con jóvenes aventureros, universitarios, desempleados, soldados y la misma fauna que siempre ha poblado Garibaldi, incluidos sus turistas arrojados.
Pues bien, en aquella noche La Nueva Internacional, atestada y en el cual al entrar un golpe de olor rancio y fuerte alertaba los sentidos y daba la bienvenida, tuvo lugar uno más de los actos de sexo en vivo de moda por aquellos tiempos.
Recuerdo que tocaron uno o dos grupos, mi memoria es brumosa pues ya bebía más de un par de cervezas y, como he dicho, hace tanto tiempo, que mi cerebro me traicionaría si afirmara otra cosa.
Lo que no es borroso es que saltaron a la pista de baile al centro del galerón cuatro o cinco mujeres en tangas y sin sostén. Unos meseros colocaron sillas al centro, como si se fuera a tener lugar aquél juego infantil de las sillas, en que uno de los participantes que no alcance asiento al final de la música sale derrotado.
Al principio las mujeres hicieron esperpénticos bailes seudo eróticos, apoyadas en algunos de los tubos que se erigían al centro de la pista. En un momento posterior, el presentador llamó los comensales, animándolos a pasar al escenario para tener su dosis de minutos cogiendo con las mujeres, todo frente a la babeante concurrencia.
Si intentara inventar una explicación a por qué me subí no la encontraría. Simplemente subí al escenario. Seguro estaba caliente. Seguro, segurísimo, que no tenía una mujer con la que coger de forma regular. Seguro que me había aburrido de chaquetas. Seguro que quería ser parte de ese momento de la ciudad y sus antros y su vida nocturna. Seguro que me dotaba de adrenalina, esa sustancia que he dejado de buscar para sustituir por pastillas para dormir.
En fin, me subí, una tipa me eligió, me sentó en una silla no sin antes bajarme los pantalones y subirme la camiseta. Sacó un condón de una bolsita que le colgaba del cuello. Abrió el condón y me lo colocó, diestra. Me dio un par de chupadas para estimular a mí de ya por sí ansioso miembro. Se sentó sobre mí, de espaldas, se metió el asunto bien metido en su vagina aguada. Y se movió, arriba y abajo y en círculos. Algo sonaba. Alguna música que tampoco recuerdo. Sólo veía luces de colores en el techo, oscuridad a los lados, otras tres parejas cogiendo en la pista de baile, más allá oscuridad, alaridos. El relajito no duró mucho, tampoco puedo recordar cuánto exactamente. El animador convocó a una nueva ronda de comensales a subir. Varios se acercaron.
Al levantarme, la tipa me retiró el condón y pude ver cómo mi globito, ese que yo había visto salir de su envoltura, fue a dar a la verga enhiesta -a la que le colgaba un prepucio horripilante- de una cabrón cuyo rostro y complexión no recuerdo. Sí recuerdo claramente como ella estiró el elástico del preservativo, cómo se lo metió en la verga y cómo lo sentó y como ella se metió y se moontó en él. Con mi condón usado.
Si yo había pensado en que lo que acababa de hacer era algo así como extremo, al ver al tipo cogiendo con mi condón usado no pude menos que pensar que acaba de salir de misa de diez.
Me senté en mi lugar, acompañado de no recuerdo qué amigos, quizás los de entonces y los de siempre.
Este texto me lo pidió en un inicio Armando, el amigo que organizaba las fiestas de Moho, conseguía los grupos, cobraba las entradas, vendía las revistas, para una revista que nunca vio la luz. Él me vio subir a la pista, pero estoy seguro que no vio que el condón que yo había usado se lo pusieron a otro tipo. Decía que hace años me pidió este texto que ahora tú lees porque la revista Generación está por publicar un número sobre escritores malditos y porque al editor de Metrópoli Ficción le ha gustado para su publicación en su portal.
Yo no he podido olvidar el anécdota del todo. A veces quiero pensar que nunca hice eso. Pero hay testigos de que lo hice. Así, que con este malito recuerdo aquellos tres minutos de estúpida fama underground en la pista de La Nueva Internacional, allá en el Garibaldi de 1997. Y quizá comiece a olvidar ese hecho ahora que lo he escrito. Tú puede que al cerrar esta revista, o cerrar la ventana de tu nevegador, ya lo hayas olvidado. Y harás bien.