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DE EDUCACIÓN Y COSAS PEORES

Advertencia. Esta es una opinión políticamente incorrecta, enojada e irracional. Ay de usted, si sigue leyendo.

En días pasados, la Comisión para la Verdad y la Reconciliación en Canadá emitió una serie de recomendaciones acerca de las estrategias que se deben llevar a cabo para que los Pueblos Originarios se integren totalmente a la sociedad canadiense, como les corresponde por derecho. Entre esas recomendaciones sobresalen las que tienen que ver con un problema muy serio entre los pueblos indígenas y el resto de la sociedad de este país: las escuelas residenciales, que operaron en las reservaciones indias desde 1840 hasta nada menos que 1998, cuando cerró la última.

La misión de estas instituciones era la de “civilizar” a los indios (¿suena familiar?) apartando a los niños de sus padres para que no aprendieran las costumbres barbáricas de sus ancestros, educarlos en los modos progresistas británicos, en los valores cristianos y convertirlos en granjeros. Con esta intención, los niños nacidos en las reservaciones indias eran concentrados en un gran internado, donde no importaba si provenían de la Nación Cree, Omega, Inuit, o la que fuera, eran instruidos en el idioma inglés (lo menos que se pudiera en francés, por supuesto, pero como dijo la Nana, “esa es otra historia”) y aprendían los dogmas de la iglesia en sustitución de las “supersticiones” de sus padres. Aprendían también a trabajar la tierra y abandonar la recolección, la caza y la pesca como principales actividades de subsistencia.

La razón de que el cristianismo estuviera involucrado en la bonita experiencia era que las escuelas eran administradas por la iglesia (según el informe de la comisión, en aquel entonces había 60% de escuelas bajo el régimen de la iglesia católica, 30% de la anglicana y 10% de otras iglesias que más tarde se convertirían en la iglesia canadiense unida; se pueden adivinar las estrategias favoritas de los misioneros para evangelizar…)

(Estoy utilizando la palabra “indio” con toda la (mala) intención y conciencia. Como cuando utilizo la palabra “negro”. Estas se han tratado de erradicar del vocabulario políticamente correcto en todo el mundo, pero los sucesos recientes nos dicen que, no porque la gente no las use, ha dejado de sentir repugnancia y odio por el Otro, diferente en color y en origen, al que no se entiende y se le trata de borrar hasta en los términos. Entre las comunidades de pueblos originarios de Norteamérica hay quienes defienden el vocablo y a mí, obviamente, me viene muy a la mano porque, como todos sabemos, en México “no tiene la culpa el indio”, si uno parece “indio” porque se avergüenza ante el público, y en particular, parecemos “indias” las mujeres que no sabemos caminar con tacones. Indio es una palabra que duele, que se oye “fea” y que se ve mal impresa en papel. Porque no hemos aprendido a convivir con ellos, con los indios, aunque más de la mitad de nuestra herencia es eso, india.)

Volviendo al Norte de América del Norte, estas escuelas han sido consideradas una vergüenza en la historia canadiense. Ellos, que son paladines de la tolerancia y la integración, tuvieron que enterarse de la existencia de la Gradual Civilization Act (Ley de civilización gradual), una regulación del siglo XIX para exterminar los restos de culturas aborígenes en el entonces territorio canadiense y que dio paso a la creación de esa institución escolar, que ahora es considerada parte esencial de un genocidio cultural contra sus pueblos originarios.

Como decía, eran manejadas por misioneros, pero al inicio se establecieron en edificios provistos por el gobierno y con fondos públicos. Como sucede con muchas iniciativas de este tipo, problemas más urgentes desviaron la atención de las autoridades y los fondos fueron mermando. Para continuar en funciones, las escuelas se basaban en el trabajo forzado y, por supuesto, no pagado, de los niños que vivían en ellas. Como aun así los fondos no alcanzaban, la alimentación de los alumnos comenzó a sentir los efectos de los recortes. Mala nutrición y trabajo excesivo dieron como resultado (¡sorpresa!) una tasa de mortalidad que en algunas escuelas alcanzó el 60%. Hay fotografías de grupo de estos lugares, en las que posan los orgullosos seminaristas blancos y los niños y adolescentes que vivían allí. Me parece particularmente impresionante una de la escuela de Regina, Saskatchewan, en la que aparecen unos cincuenta alumnos, la mayoría niños, algunas niñas, con rostros sombríos y ojos sin vida. Una chica, sentada y casi al centro de la formación, mira algo que tiene entre las manos, parece un pañuelo. No se podría decir que llora, pero a juzgar por las miradas de los demás, no le faltaría razón. Ninguno sonríe (tampoco los adultos), pero en las miradas de algunos se puede ver una rabia de siglos. La foto data de 1908, tampoco es que hablemos de historia antigua.

Después de que cerró la última escuela residencial se han realizado investigaciones que arrojan resultados por demás repugnantes. Se sabe por testimonios de algunos supervivientes que en esos internados hubo abuso físico, sicológico y sexual. Se descubrió que en la década de los sesenta y los setenta se condujeron experimentos de nutrición con la población infantil, que constituían en privarlos de alimento para observar (¡ah, la ciencia!) cuál era el nivel mínimo de comida para subsistir y cuáles podrían ser los efectos en el cerebro de esta privación de nutrientes. O sea, y dicho como es, hasta donde se puede mantener a un ser humano en la inanición antes de que se vuelva idiota. Los testimonios de los ahora adultos que se vieron sometidos a estos experimentos son escalofriantes.

(Qué mal están los canadienses, ¿verdad? ¿Por qué no le damos una revisadita a nuestra historia patria, llena de héroes y nacionalismo, para recordar la inteligentísima iniciativa de don Porfirio Díaz que más o menos en la misma época (fin del siglo XIX, principio del XX) envió a los indios de los estados del norte del país a Yucatán, para pacificarlos? Más de 800 Yaquis, originarios de los ahora estados de Sonora y Sinaloa, fueron enviados en un viaje sin comida ni agua, para morir en el camino. Los que sobrevivieron trabajaron forzadamente en las haciendas henequeneras de la región y sufrieron abuso físico y sicológico tremendo. No hubo sobrevivientes para contar si hubo también abuso sexual para agravar la situación, pero no hay porque dudarlo: la saña de los mestizos contra los indios no es diferente. ¿Y qué de las matanzas recientes de personas pertenecientes a grupos indígenas que no hacen otra cosa que protestar por las condiciones en que se les ha mantenido por siglos y exigir (¡cómo se atreven!) un mejor nivel de vida?)

La situación global de los pueblos originarios me enferma. Las humillaciones y ataques que han tenido que vivir para evitar que sus culturas sean extintas, me dan rabia. Dicho en español antiguo, son chingaderas. Y el término aplica en América, desde Canadá hasta la Patagonia, en Australia, en Nueva Zelanda, en África. Donde quiera que hubo una etnia avasallada por un poder que llegó a instalarse en su territorio. Desde 1998, en Canadá, se han dado los llamados intentos de reconciliación y con ellos, las disculpas ofrecidas por el primer ministro y hasta por el Papa. Lo dicho, chingaderas. En mi humilde opinión.

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