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¡UBER ALLES!

En alemán, la expresión Uber Alles se puede encontrar en el himno nacional de Alemania (Deutchland Uber Alles) y significa, así nomás, humildemente, “Alemania sobre todos los demás”. Con la misma humildad, los geeks que inventaron la aplicación para encontrar un aventoncito denominaron a su creación Uber, prediciendo que, en el futuro, esta forma de transporte estaría por encima de todas las demás.

La concepción de la app sucedió en París, cuando sus creadores, Travis Kalanick y Garret Camp acudieron a una convención de desarrolladores y se encontraron a la puerta del hotel esperando un taxi durante veinte minutos. Garret dijo a Travis, “¿Por qué no podemos simplemente apretar un botón y tener un auto a la puerta?” El sueño dorado de muchos, solo que este par de tekkies decidieron llevarlo a cabo y pidieron fondos para su desarrollo a los ángeles de la Inversión de Silicon Valley, el mismo grupo de gente que financió a los fundadores de Facebook, Twitter, PayPal y un largo etcétera.

Travis y Garret iniciaron con una sencilla premisa: la mayoría de los norteamericanos tiene un coche en su garage que no se mueve durante el 95% del tiempo. Después de llevar a su dueño a la oficina permanece estacionado afuera de esta el resto del día, hasta que hay que volver a casa. ¿Por qué no rentar ese auto durante unas horas a alguien que no tiene (ni quiere) comprar uno pero necesita transporte? Es más, ¿por qué no rentarlo el fin de semana si lo que quiere el dueño es permanecer en casa y no saber nada del tráfico o de la ciudad? ¿O durante las vacaciones, si se va a pasar dos, tres o cuatro semanas fuera y el auto estará tan tranquilo en el garage, depreciándose?

Según especialistas en marketing, que ven el fenómeno al mismo tiempo con fascinación y tremenda angustia, esta posibilidad se abrió por la coincidencia de un cambio en la mentalidad de la llamada generación de los Millennials, quienes desde que nacieron han estado expuestos a la realidad del cambio climático, la posibilidad de un cataclismo natural debido al exceso de producción de bienes en el mundo y que aspira a usar todas las herramientas que la tecnología moderna desarrolla para ellos, pero que no se les da la gana afrontar la responsabilidad que implica el poseerlas. Los Millennials no quieren tener una casa que haya que cuidar, asegurar, pintar cada año. Prefieren rentar en las colonias trendy y cambiarse cuando así les plazca. Para transportarse, quieren ser llevados de puerta a puerta pero, al mismo tiempo, pretenden cuidar el ambiente. No quieren un coche, prefieren Uber. Un servicio que no implica la posesión de un auto hubiera sido imposible si los adultos jóvenes continuaran viendo la adquisición de objetos como símbolo de estatus. Lo de ellos, lo de ellos, según los sociólogos, es comodidad sin responsabilidad y una política “verde”.

Uber está disponible en 311 ciudades de 58 países en el mundo, y en casi todas ellas está armando tremendo lío pues las autoridades de transporte de estos lugares no acaban de decidir si la aplicación cae fuera de la legalidad o no. No se le puede exigir que cumpla con los requisitos de emplacamiento o licencias de una empresa de taxis, porque la particularidad de la empresa es que pone en contacto a particulares, no a taxistas. Pero tampoco la pueden dejar operar a su aire porque dejan de percibir una cantidad importante en impuestos, no especialmente porque les interese la legalidad. A los que no les gusta la idea de Uber, por supuesto, es a los taxistas y con toda razón, porque así como el correo tradicional, las líneas de teléfono de tierra y otros servicios de comunicación, la era digital está borrando su negocio.

En todas partes es lo mismo: los taxistas se levantan en contra del peligro potencial y los usuarios defienden su nuevo juguete porque les da comodidad. Y sin embargo, las diferencias culturales se cuelan entre el comportamiento estándar de la comunidad digital. En Toronto, donde las tarifas de los taxis comienzan en los 8 dólares, lo que en el DF llamaríamos “banderazo”, la gente prefiere Uber porque es barato, mucho más barato que tomar un taxi de cualquier línea. Además, en esa ciudad uno no sale a la puerta a “parar” un taxi. Hay que llamar por teléfono y darles una dirección específica para que lo recojan. Uno no puede pedir un taxi en la esquina de tal con tal, hay que dar una calle y un número determinado, o pedirlo a la puerta de un centro comercial o edificio público de dirección conocida. Es decir, para tomar un taxi, cualquier tipo de taxi en Toronto después de, digamos, salir de un antro, se necesita tener un teléfono celular. Las compañías de celulares dan grandes facilidades para que la gente cambie sus teléfonos móviles por teléfonos inteligentes y ¡kaboom! las condiciones están dadas para que los torontonianos accedan a Uber.

En la Ciudad de México, aunque el uso de los teléfonos inteligentes se ha generalizado de una forma espectacular (se ve a la gente jugando Candy Crush en sus teléfonos mientras viajan en el metro), poseer un iPhone o un Samsung no-se-qué generación es visto todavía como un signo de estatus. Lo que es caro aún es el acceso al servicio de datos, y con ello a las aplicaciones. Los taxis a-bun-dan y son ridículamente baratos en comparación con las ciudades del interior del país: mientras que un taxi te puede cobrar, por ejemplo, 80 pesos de la Zona Rosa a la Condesa por un trayecto de 25 minutos (si la Virgen del Tráfico lo permite) en Villahermosa, por ejemplo, donde los taxis son colectivos, pedir el servicio exclusivo eleva el precio hasta 120 pesos por la misma distancia aunque el tiempo requerido sea de la mitad. No hay que comparar las tarifas con otras metrópolis del mundo. Basta salir del Valle para asustarse con el precio real de un viaje en taxi. Sin embargo, la depauperada clase media de la ciudad percibe la tarifa de Uber como excesiva respecto a la competencia.

En Toronto, Londres y Nueva York, los taxistas han contratado abogados para llevar a Uber a los tribunales, y se concentran en los propios códigos de tránsito, que conocen al dedillo, para encontrar el preciso recurso legal que no dejará duda que han ganado la batalla contra el nuevo fenómeno. Los taxistas en la Ciudad de México se están organizando para “cazar” Ubers. No hay confianza en el sistema legal y se opta por usar la fuerza: espejos rotos, carrocerías rayadas y conductores que esconden sus teléfonos y tratan de pasar desapercibidos ante la no disparatada posibilidad de recibir una golpiza un días de estos.

Por otro lado, en Estados Unidos, donde se generan estas ideas, la gente espera tener acceso a ellas. Los pleitos se han generado no porque sea o no legal, o porque los taxistas estén en contra. El problema ha sido que no está disponible para todos. En California los conductores se han negado en ocasiones a recoger pasajeros ciegos con sus perros. Recordemos que no son una empresa prestadora de servicios, sino que conducen autos particulares. A muchos dueños de autos no les gusta que los asientos se llenen de pelo de perro, ergo, no perro guía, luego, no pasajero ciego. La asociación californiana de personas ciegas está a punto de iniciar un proceso legal contra ellos.

Para los estadounidenses es importante que, en cuanto se desarrolla un servicio, la mayoría tenga acceso. Para los torontonianos (que no es necesariamente la realidad para todos los canadienses) el asunto es que sea portátil, no requiera demasiado trabajo y sea barata. Para los mexicanos, es que se detenga el mayor tiempo posible para que todo en nuestras vidas siga siendo exactamente igual. No cabe duda de que la tecnología exhibe las características de cada generación, se me ocurre opinar.

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