ANARCRÓNICAS

LATINO´S

Hay algo que un noctámbulo nunca debe olvidar: para una prostituta, tú eres el enemigo.

No importa lo sonriente que aparezca, lo dispuesta que esté a las caricias, lo cálido de sus labios; no importan sus gemidos, tan auténticos como las promesas de un político, ni sus intentos de ser comprensiva: el cliente siempre será solo un elemento al cual esquilmar, en el mejor de los casos, y alguien de quién tomar venganza, en el peor de ellos.

Me viene a la memoria aquella doncella sanguinaria que conocí en el Latino´s, una bodega de la colonia Juárez habilitada como table dance, en el que el show se daba no sólo en la pista, sino en las orillas del tugurio. El lugar no tenía algún cuarto apartado para que las damas hicieran sus bailes “privados”, por lo que los manufacturaban ahí mismo, en el pleno del lugar. Hay que decir que, además, eran doncellas muy deshinibidas: si les caías simpático, podían liberarte el pito sin que te dieras cuenta y guardarlo en sus humedades, o bien, colocarte su grupa de cubrebocas. Todo ahí, mientras los demás presentes aplaudían sus ocurrencias.

Una noche, apareció ella. Era demasiado hermosa para el lugar: piel blanca, pelo rojo encendido, alta y atlética, muy distinta a las habituales pupilas morenas y con sobrepeso. En otra cosa se distinguía: en su aire ausente, casi etéreo, y en su rictus de desprecio, inamovible a pesar de la música y del baile. Compré un boleto para gozar de un privado con ella y, desde el inicio, me hizo patente su rechazo: si bien no podía negarse a hacer el lap dance, lo ejecutó de manera ausente, mecánica, sin chispa o empatía alguna. Bien podía estar haciendo pilates y yo ser el aparato en el cual ella se tonificaba la musculatura. Al terminar la canción, quise ayudarla a pararse, por lo que la empujé de las nalgas. Ella se volvió furiosa y me gritó:

–¡No me empujes, pendejo!

Evalué la situación: ella estaba en plena ventaja. Si le respondía, podía reaccionar con un golpe, con lo cual yo ya no me podría contener. Decidí ignorarla. Ella tomó su ropa y se alejó dando taconazos. De inmediato supe que buscaba sangre.

Volví a mi mesa y pedí otro trago, intentando quitarme el sabor a bilis de la boca. No pasaron ni quince minutos cuando se armó el pleito: ahí estaba otra vez, la mujer del pelo rojo, discutiendo con un tipo mucho más borracho que yo; ella le dio una bofetada y él le respondió con un puñetazo en el rostro. De inmediato, cuatro de los empleados de seguridad se abalanzaron sobre el ebrio, apaleándolo ante la vista de todos. No se midieron. Patadas, puñetazos, codazos, golpes de rodilla. Dos de ellos lo arrastraron de los cabellos con rumbo a la puerta mientras los meseros y garroteros le seguían dando patadas conforme avanzaba.

Al pasar a mi lado, un boletero le dio una patada en la cabeza; escuché incluso el crujir de un hueso. Cuando llegó a la calle, era un fardo sanguínolento. La fiesta continuó, aunque ya había perdido mucho de su encanto: la mayor parte de los parroquianos tomaban sus cervezas en silencio mientras que las mujeres se replegaban a las orillas, a cuchichear lo ocurrido. La pelirroja se paseó un par de veces por el bar, con esa sonrisa torcida de quien ha saciado su sed de violencia, pero a quién no le vendría más una nueva dosis. Una pequeña gota de sangre le salía de la comisura, dándole aire de bestia hematófaga. Nadie volvió a verla a los ojos.

Salí unos minutos después. En la esquina, una ambulancia con las torretas encendidas se alejaba. No llevaba encendida la sirena, como en las ocasiones en las que es inútil darse prisa.

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