a voz griega hermenéutica significa primeramente expresión del pensamiento, explicación y sobre todo interpretación del mismo, y es esta misma disciplina de la interpretación la que establece la comprensión y su multiplicidad de formas y sentidos, entre otros ámbitos, de las obras literarias.
En octubre de este año, el escritor y académico Gonzalo Lizardo (Fresnillo, Zacatecas, 1965) obtuvo el 14° Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI con el libro El demonio de la interpretación, Hermetismo, literatura y mito, un ejercicio mediante el cual la hermenéutica juega un papel trascendental como herramienta metodológica y ontológica para comprender las obras literarias que abarcan de la Grecia Antigua a la actualidad, y colocarlos además en sus contextos respectivos.
Lizardo, inquieto investigador, académico de muy alta estima, melómano irredento, artista gráfico y autor de diversas novelas, entre ellas: Corazón de mierda (2007), Inmaculada tentación y otras fábulas crónicas (2015) y del libro Cristiano desagravio y retractaciones de don Guillén Lombardo, habla sobre este ejercicio por demás interesante surgido a partir del hermetismo y el mito, que sin duda nos conducirá por los múltiples senderos luminosos en el arte de la interpretación que poseen las obras literarias.
¿Las editoriales en México mantienen cierta reticencia a publicar “ensayo” actualmente? ¿A qué factores adjudicas esta situación?
La respuesta es relativa. Para mostrarlo hay que preguntar a qué se le llama ensayo. Si la poesía es el arte de las imágenes y la narrativa es el de los relatos, entonces el ensayo es el arte de las ideas: el ensayista crea piezas literarias a partir de ciertas ideas u opiniones o temas que él descubre o crea, sea leyendo o viviendo. Si lo vemos de esa manera, en México hay un gran interés por el ensayo; de hecho, grandes figuras literarias forjaron su reputación gracias a su pluma ensayística: Octavio Paz, Alfonso Reyes, Tomás Segovia, Juan Villoro, José Agustín, por mencionar solo algunos. Pero los ensayos de estos autores, en su mayoría, se dieron a conocer a través de publicaciones periódicas, lo cual les daba un impacto inmediato entre sus lectores, pero de poca profundidad, hasta que consiguieron articularlos en forma de libros. Creo que las editoriales aún no se percatan del alcance que pudieran tener los ensayos unitarios: libros que exploren ideas y opiniones, para enriquecer los criterios de sus lectores y, al mismo tiempo, la vida cultural de la colectividad.
En tu labor como académico, ¿consideras que tu libro, El demonio de la interpretación, logre motivar a los jóvenes a acercarse aún más al género del ensayo?
Mi primer objetivo era acercarlos a la lectura y a los distintos tipos de lecturas que podemos hacer. En lo personal, se me abrió mi forma de pensar el mundo en cuanto descubrí lo revelador que son la historia, la filosofía o la literatura si las vemos desde la perspectiva de sus lectores, más que de sus autores. Hay un mandamiento implícito de la hermenéutica que establece: “dime cómo lees y te diré quién eres”, el cual es válido tanto para los individuos, como para las sociedades. Por otra parte, ese tema ocupó la mente y la pluma de pensadores, teólogos, novelistas y poetas de todos los tiempos, que se cuestionaron: si el Mundo es un Libro y en cada Libro hay un Mundo ¿cuál es la mejor manera de descifrar los signos que hay en el mundo y en los libros? Responder esta pregunta, precisamente, ha sido la tarea central de la hermenéutica, y para demostrarlo creí que la manera más adecuada era a través de un ensayo de largo aliento, que pudiera conducir al lector para que replanteara sus ideas sobre lo real, lo escrito, como una especie de novela “de ideas”: con personajes, escenarios, acciones, intriga.
Durante un breve periodo dejaste a un lado la narrativa para dedicarte de lleno a El demonio de la interpretación…,¿en qué momento se consolidó la idea de escribirlo?
En realidad nunca he abandonado el ensayo ni la narrativa. El primero lo escribo como parte de mi profesión como académico, mientras que la segunda es una obsesión más irracional: de hecho, mientras completaba El demonio de la interpretación me las arreglé para escribir dos libros, Invocación de Eloísa e Inmaculada tentación: una novela y un volumen de cuentos que nacieron y crecieron mientras meditaba y concebía mi propia hermenéutica, a partir del hermetismo y del mito. Por lo demás, no veo gran diferencia entre escribir una cosa o la otra, o las dos al mismo tiempo: en cuanto uno intuye qué efecto quiere transmitir a través de lo escrito, es fácil decidir cuál será el “género” ideal para lograrlo. Tanto la poesía, como la narrativa y el ensayo, buscan ante todo provocar una emoción “estética” en los lectores, sea de índole sensorial, imaginativa, intelectual o memoriosa. Mi libro ideal, como lo planteaba Valéry, sería un libro que usara (y abusara) de todos los géneros, para inducir un asombro múltiple en aquel que lo lea.
El libro está conformado por tres etapas literarias, ¿cuál de estas absorbió en mayor grado tu tiempo tanto en la investigación y como al momento de escribirlo?
La primera parte fue la más difícil y ardua, por supuesto, pues trata de una época muy ajena a mi mundo cotidiano. Como es fácil suponer, empecé redactando la tercera, pues se refiere a la modernidad y yo estaba más familiarizado con sus autores y sus libros. Cuando empecé a impartir en la universidad una materia llamada «Hermenéutica de la novela moderna», entreví mi objeto de estudio: la interpretación hermética del mundo, tal como la practican algunos de los autores modernos —Joyce, Goethe, Flaubert, Elizondo, Borges—, pero entonces comprendí que, para rastrear esa «hermenéutica hermética» debía remontarme en el tiempo, hasta los poemas homéricos. Vino entonces una larga pausa, mientras buscaba, leía y releía los libros que contaban el nacimiento de esta visión interpretativa del mundo, como el Corpus hermeticum. Hubo capítulos que fueron especialmente arduos, como los que dedico a la alquimia, a Santo Tomás y a Giordano Bruno. Aunque, pensándolo bien, lo más difícil fue la revisión final, cuando me propuse darle unidad de estilo a toda la obra.
¿Qué nos aporta a los lectores la buena aplicación de una hermenéutica como metodología en la comprensión de obras literarias, particularmente?
Considero que la hermenéutica no solo es una “metodología”, sino una “ontología”. Como “método”, sostiene que todo signo, toda frase, toda obra literaria tiene múltiples sentidos, que a veces parecen contradictorios, pero que pueden ser complementarios. Como ”ontología”, es una teoría sobre el hombre, el mundo y los signos, según la cual el hombre, aunque no llegue a conocer los hechos “objetivos” del mundo, puede elaborar hipótesis interpretativas, hipótesis que no tienen por qué ser subjetivas, sino “intersubjetivas”. Es decir: las hipótesis hermenéuticas pueden ser comunicadas de sujeto a sujeto, de modo que puedan ser confirmadas, rebatidas, complementadas, corregidas. En resumen, para la hermenéutica el sentido de una obra literaria nunca será unívoco, sino múltiple: el producto de todas sus interpretaciones posibles. Un cuento de Borges, por ejemplo, puede leerse como un relato policial, un episodio de guerra o una alegoría metafísica, todo al mismo tiempo. La hermenéutica, por tanto, sirve para que los lectores nunca se conformen con la primera impresión de ningún texto, ninguna noticia, ningún mensaje.
¿Coincides con las voces institucionales que afirman que los concursos literarios marcan el pulso de una época y además tienen la virtud de tender puentes entre escritores y lectores?
Esa es una misión primordial de los premios: que las mejores obras literarias, al ser premiadas, estimulen la curiosidad del público lector. Al mismo tiempo, los premios deberían estimular el esfuerzo, la disciplina y el entusiasmo de los escritores más talentosos. En teoría, estas dos misiones sólo se cumplirían cuando el premio es juzgado por los mejores especialistas, conocedores de la disciplina e imparciales en su juicio. Aun así, por más que se reúnan los mejores poetas para juzgar un certamen, corren el riesgo de errar en su juicio, en dejarse llevar por su gusto. O peor aún: por más que el jurado obre justa y juiciosamente, es posible que, por azar o cansancio, no haya percibido las virtudes de una obra concreta. Finalmente, el público lector tendrá ocasión de ejercer su propio juicio sobre las obras premiadas —y, por tanto, sobre sus jueces. Ahora que lo pienso, es tan complejo el asunto que bien valdría la pena dedicarle un ensayo.
2017 fue un año productivo para ti, ¿en qué proyecto te encuentras trabajando y para cuándo esperas que sea publicado?
Sí, fue un año muy, muy movido, tanto en lo literario como en lo personal. El premio y la edición de El demonio de la interpretación han sido muy satisfactorios; quizás sea el libro que más satisfacciones me ha dado. He tenido oportunidad de presentarlo en muchas ciudades, y he recibido crítica muy generosa de gente muy lúcida, como Adolfo Castañón y Élmer Mendoza, que fueron mis jurados. Al mismo tiempo, me las arreglé para cerrar dos proyectos: uno de hermenéutica y otro literario. El primero fue rescatar y publicar un manuscrito del siglo XVII, escrito por Guillén Lombardo, un rebelde irlandés ejecutado por la Inquisición mexicana. Pude, además, concluir una novela sobre el mismo personaje: un libro de setecientas páginas que tardé seis años en redactar. Mi próximo proyecto, obvio, será buscar un editor mientras decido qué escribir a partir de enero. Te adelanto que ya tengo cuatro proyectos: dos ensayísticos y dos de narrativa: a) un ensayo teórico y autobiográfico sobre la música que he escuchado; b) un ensayo sobre mujeres y escritoras barrocas y neobarrocas; c) una novela policíaca, totalmente ficticia, pero basada en un asesinato real; d) una novela histórica, sobre una jovencita oaxaqueña que fue la primera amiga y secreta amante de sor Juana. Creo que son buenas opciones.
Gonzalo Lizardo, El demonio de la interpretación. Siglo XXI Editores, 2017.