ien lo había predicho en los 80 el sociólogo francés Alain Touraine, autor entre otras cosas de Critique de la Modernite (1992): “La televisión será la base de la opinión pública, ha creado un mundo esquizofrénico en el que entre el individuo y lo global no hay nada”; pero Touraine no hablaba acerca de la ausencia de contenidos en esa “nada”, no departía de lo dadá en la televisión, ni trataba de definir la “estupidez televisiva” que algunos críticos como Sartori aseguraban sobre la caja negra: “La televisión invierte la evolución de lo sensible en inteligible y lo convierte en ictu oculi, en un regreso al puro y simple acto de ver. La televisión produce imágenes y anula los conceptos, y de este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y con ella toda nuestra capacidad de entender”. Sino de un acercamiento global hacia los temas de interés general por medio de contenidos democráticos.
Si bien, desde Los Sopranos (1999-2007), The Wire (2002-2008), y True Detective (2004), no se habían realizado producciones tan bien facturadas y con una línea dramática que pudiera estirarse hasta el último aliento, dragando un hoyo en ella y embutiendo por ahí a Shakespeare, llegan hasta hoy nuevos guionistas provenientes de la literatura formal para realizar un trabajo prodigioso en una plataforma que todos pensamos iba a caerse en unos meses por falta de creatividad y la imposibilidad de superar estos tres golpes… pero este ingenio joven llegó para revitalizar la empresa de Reed Hasting y Marc Randolph (Netflix), y para dotarla de nuevos bríos y guiones trepidantes, tal es el caso de la que ahora es la mejor serie de Latinoamérica: El Chapo (2017), una producción portentosa y acelerada, descomunal y encantadora, creada por Silvana Aguirre y Carlos Contreras, y que tiene como protagonista a un actor de televisión que hace su mejor trabajo en la pantalla chica interpretando a Joaquín Guzmán Loera “El Chapo”, Marco de la O, (Un día Cualquiera, 2016).
El Chapo es una serie dramática traída a la televisión por Netflix y Univisión, y se basa en la biografía del capo del narcotráfico mexicano Joaquín Guzmán Loera, alias “El Chapo”, líder del Cártel de Sinaloa. “El Chapo” ha sido arrestado en tres ocasiones, la primera de ellas fue en 1993, le detuvieron en la ciudad de Guatemala y le extraditaron a México -estuvo preso durante unos años en la cárcel de máxima seguridad de Almoloya, y luego transferido a Puente Grande, Jalisco de donde se escapó en 2001-. Tras convertirse en el hombre más buscado por el FBI, sólo por detrás de Osaba Bin Laden, fue detenido en México en febrero de 2014 y encerrado de nuevo en Almoloya, de donde, un año después, también logró escapar. El Chapo evadió a las fuerzas de seguridad hasta enero de 2016, momento en que fue recapturado.
Serie fresca, inteligente e intensa que desde su primer capítulo, dirigido ni más ni menos que por José Manuel Cravioto —el director del documental ‘Seguir siendo’ (2010) de Café Tacuba— logra atraparnos. En este, Joaquín Guzmán Loera empieza su estrategia de construir narcotúneles para impresionar a Pablo Escobar. Sus ambiciones dejan todo un riachuelo de sangre; ahí comienza una historia donde la realidad supera la ficción, aunque en este caso, la ficción subsiste mucho más y es mucho mejor narrada.
Esta serie te obliga a estar muy atento. Es complicado crear una serie que resuma la actualidad y que sea distinta a los informativos habituales -es un gran reto-, sobre todo habiendo tanta literatura alrededor de este mito, biografías y novelas como El Imperio del Chapo (Temas de hoy, 2013) de Rafael Rodríguez Castañeda, El Cartel de Sinaloa (Grijalbo, 2009) de Diego Enrique Osorno, The Last Narco (Groove Press, 2010) de Malcolm Beith, El Cartel incómodo (Grijalbo Mondadori, 2010) de José Reveles y Los señores del narco (Grijalbo Mondadori, 2010) de Anabel Hernández, siendo este último de donde más se corta la tela para esta teleserie, una crónica que narra las supuestas complicidades entre los altos círculos políticos, policíacos, militares y empresariales con el crimen organizado. Tras cinco años de investigación, la periodista Anabel Hernández reúne en ese texto un conjunto de documentos y testimonios que le permiten cuestionar la legitimidad de la “guerra” del gobierno federal encabezado por el entonces presidente Felipe Calderón. Una de las secuencias que más me recordaron al libro de Anabel fue aquella cuando con el PRI de regreso a Los Pinos, el capo es recapturado en Mazatlán, Sinaloa, el 22 de febrero de 2014. De esa captura queda una nueva imagen del capo: usa bigote, viste pantalón de mezclilla y camisa blanca, camina en el hangar de la PGR en el DF, escoltado por elementos de la Marina, quienes lo obligan a mantener la cabeza agachada mientras es trasladado a un helicóptero, como se ve en la serie.
El Chapo es una serie inteligente, vertiginosa, palpitante, con una edición fresca y unos diálogos tan bien escritos que pareciera que la televisión ya hubiera ganado la batalla contra la literatura; el soundtrack impecable, sobre todo por la presencia de la hermana incómoda de los Calle 13, Ile (Ileana Cabra), entonando magistralmente la canción “Vienen a verme”.
Los diálogos en la serie son su fuerte, eso implica que el televidente debe estar muy pendiente de los cinco libros ya mencionados, de los contenidos y el argumento “oficial” de los diarios, de la banda sonora, del vestuario, los efectos de luces, los audios, es decir no sólo lo que dicen los actores, sino de todos los elementos que acompañan a la producción. Un equipo formado por grandes guionistas que tiene la difícil tarea de seleccionar noticias y fragmentos de libros para convertirlos en diálogos brillantes, para que se luzcan los primeros actores y las actrices emergentes: Danny Pardo, Humberto Busto, Dolores Heredia, David Ojalvo, hasta el mismísimo Marco de la O, siempre abierto a la improvisación.
El Chapo es una dosis de nueve episodios de consonancia, periodismo y mucha, pero mucha violencia lucida al servicio de la trama. Qué equivocado estaba Sartori.