l lunes me parece un día insufrible. Me restriega la rutina laboral, el desempleo o la desgastante lucha de estar entre uno y otro. Exhibe la condición de una ciudad que toma el fin de semana como spring breaker que juega a la ruleta rusa. La ciudad de México es una capital desalmada, salvaje. Hace casi setenta años William Burroughs y Jack Kerouac vivieron en el entonces DF una época dorada y formativa. Los famosos Beat.
Parecían parias pero en realidad tenían todo un plan entre manos que poco después los llevó a convertirse en escritores de culto. Seguro se la pasaron bien con unos cuantos dólares y las ventajas de ser güeritos. Burroughs bien podía ser como el “Ratón Vaquero” de Cri Crí.
Un lunes de junio salí animado de mi domicilio en Bucareli. Caminar por caminar para despejarme del tedio vespertino. Al pararme en el semáforo de la esquina para cruzar la calle hacia el poniente, me topé con uno de los vagabundos mas antiguos de la zona. Un sujeto de edad incalculable, barbón, canoso, de mirada fiera en el ojo derecho pues el otro tiene catarata senil. Ese ojo blanco, ido, sin vida y desorbitado con un pequeño punto oscuro, parece en desacuerdo con el temperamento huraño y explosivo del vagabundo que, a veces, desesperado por la abstinencia forzada de mota, suelta imprecaciones e insultos a diestra y siniestra. Lleva rondando la manzana donde vivo unos diez años, al menos. Pero su hogar está a dos calles, en Enrico Martínez, entre Ayuntamiento y Morelos, a las afueras de la iglesia de la Virgen de Guadalupe, frente a un ruinoso edificio porfiriano ocupado por gente que no paga renta y una casa de huéspedes más hermética que la bóveda de un banco. Es el tipo de menesteroso sedentario que Kerouac idealizó en Los vagabundos del Dharma. Jack London habría tratado de reanimarlo para hablar con él al verlo tirado inconsciente durante horas frente a la iglesia. A mí me causa desconfianza y es de los pocos indigentes de la zona que no saludo. Si lo pienso bien, la literatura de la Ciudad de México no le ha sacado provecho a estos personajes callejeros abundantes en las letras estadounidenses.
Caminé durante un rato y llegué a la colonia Roma. Estaba atento en captar las voces, sonidos y atmósferas callejeras. De inmediato pensé en el Tío Bill y Kerouac trasplantados a la atmósfera hipster de hoy en día. Drogas, cantinas, bajos fondos, tribunales, cárceles y la escritura de algunas obras literarias que han sobrepasado la prueba del tiempo. Los beat deben mucho a México, a esta ciudad maldita y maldecida.
Debo decir que no paso por un buen momento emocional y financiero. Y me siento en muy buena forma para echarlo todo a perder. Llevaba unos cuantos pesos en el bolsillo. A lo beat, aunque siempre he preferido a Fitzgerald. Se me ocurrió meterme a una cantina sobre Cuauhtémoc a tomar una cerveza. Caía la noche iluminada por la luz amarillenta de los postes entre bares y restaurantes pomposos. Y bueno, no es que en la Roma haya mucho de donde elegir. Andar quebrado o con lo justo. Eso también es beat, pero a Fitz le cagaría.
De regreso a casa me invadió el cosquilleo de ese algo que va y viene entre la necesidad y el deseo de hacer mi noche mucho más larga, intensa y descabellada. Pero iba dispuesto a renunciar por esa ocasión a mis ganas de seguir en el suave vaivén de la naciente ebriedad. Al abrir la puerta de mi domicilio me recibieron Kato y Doctor Gonzo que con sus ladridos efusivos me decían “aquí estamos, descansa”.
Abrí el refrigerador y encontré dos cervezas que parecían correr hacia mí entre el vacío del gabinete sin alimentos. Destapé las dos al mismo tiempo. Esta vez no había nadie con quien compartirlas. Tomé ambas con avidez y me fui a dormir preguntándome dónde se habría ido a meter esa noche el menesteroso que me había topado por la tarde. De algún modo compartíamos soledades y enojo.
De haber tenido ginebra, hubiera brindado por Fitzgerald.